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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

¿GIRO A LA IZQUIERDA O POLITICA POPULISTA?

HACIENDA PÚBLICA, PSOE Posted on Mar, agosto 02, 2022 19:20:03

Una de las primeras cosas que se aprende en la facultad de Economía es que esta disciplina se basa en un principio, el de la elección. Es el tópico dilema de cañones o mantequilla. Las funciones de producción limitan los recursos y fuerzan a la disyuntiva. La escasez es la característica esencial de los bienes económicos. Toda decisión debe estar sometida al coste de oportunidad, esto es, la alternativa o las alternativas a las que se renuncian, lo que se podría hacer con tales recursos de no efectuar ese gasto o prescindir de tales ingresos.

Entre las enormes diferencias existentes entre una política socialdemócrata y una populista se encuentra la consideración o no del coste de oportunidad. La primera tiene conciencia de que todo tiene un precio, y asume que los recursos deben orientarse a los objetivos mejores. No basta con que sean buenos, sino que deben ser los óptimos. La política populista, por el contrario, bien se  califique de derechas o de izquierdas, ignora el coste de oportunidad, supone que todo es gratuito; en ella se adoptan las decisiones como si los recursos fuesen infinitos, atendiendo exclusivamente a la rentabilidad electoral.

Actualmente existe en España, y en cierto modo también en Europa, una hegemonía de la doctrina populista. Tanto la autodenominada izquierda como la llamada derecha se han olvidado del coste de oportunidad. Unos venden sus ocurrencias en materia de gasto público como si el dinero cayese del cielo o como si el endeudamiento público no tuviese consecuencias a medio o a largo plazo. Los otros están dispuestos a reducir tributos con la misma alegría y, aunque se pronuncian partidarios de la estabilidad fiscal, parece que no creen que las rebajas de impuestos la afecten, solo el incremento de los gastos.

Ambos, Gobierno y oposición, a la hora de proponer medidas lo hacen con idéntica frivolidad y sin establecer su financiación, es decir, sin considerar la alternativa al gasto o a la reducción propuesta de ingresos. Desde esta perspectiva, ¿quién va a estar en desacuerdo con las dádivas planteadas por el Gobierno o con las laxitudes fiscales de la oposición? Nos movemos en el reino de Jauja, allí donde ha desaparecido la necesidad y todo es posible. Es el mundo del populismo.

Pero, permítanme que me centre en la política del Gobierno, precisamente por eso, por ser gobierno, ya que sus ocurrencias o desatinos, para desgracia de los ciudadanos, los puede hacer realidad. Eso no ocurre con la oposición. Es más, es muy posible que cuando asuma en algún momento el gobierno no tenga más remedio que llevar a cabo políticas muy distintas de las que ha defendido con anterioridad. En cualquier caso, ya habrá tiempo de criticar su labor si es que llega al poder.

Sánchez, cada vez que obtiene un mal resultado en unas elecciones o que las encuestas le son negativas, realiza toda una escenificación de giro a la izquierda de su política. Se olvida o no, pero, aunque no se olvide, sabe que no puede prescindir de ello, de su máximo lastre, que es mantenerse en el gobierno mediante la compra de votos de golpistas, independentistas y herederos de terroristas. Es más, de cara a una nueva legislatura, es consciente de que si tiene alguna posibilidad de gobernar será con las mismas ataduras. Por eso centra su estrategia electoral en escenificar una política de izquierdas, que es más bien populista. Un conjunto de medidas heterogéneas sin conexión ni coherencia. Es curioso que cuando las anuncia su discurso se centra principalmente en alardear de los cuantiosos recursos que se van a emplear, sin mayor concreción, y sin indicar nunca cómo se van a financiar. Parece que el mérito político radicara en la relevancia de la cuantía.

Bien es verdad que posteriormente resulta difícil comprobar si se han cumplido o no las previsiones. Hay, sin embargo, alguna excepción. El ingreso mínimo vital es de tal relevancia que se conoce bien la enorme diferencia que se ha producido entre el discurso triunfalista del ministro y del Gobierno en su conjunto y los desastrosos resultados obtenidos. Recientemente ha sido la propia AIReF la que ha criticado duramente la gestión de esta prestación social. En realidad, todos estos defectos estaban ya presentes en el diseño desde el inicio. De hecho, nada más publicarse el decreto ley, el 20 de septiembre de 2020, en este mismo diario publiqué un artículo titulado “El patinazo del Ingreso Mínimo Vital”, en el que criticaba con dureza el diseño y avisaba de los enormes problemas de gestión que iba a ocasionar.

Buena prueba de la veleidad que acompaña la política del Gobierno es su decisión de subir en un quince por ciento el importe de la prestación de los actuales beneficiarios del IMV. Lo lógico sería que el incremento coincidiese con el aumento de la inflación, a no ser que se reconozca que la cantidad fijada hace poco más de un año era incorrecta. El hecho de que haya sobrado más del sesenta por ciento de la partida consignada se debe no tanto a que la prestación sea insuficiente, sino a los muchos teóricamente beneficiarios que se han quedado fuera por la mala gestión y el deficiente diseño. Es más fácil incrementar un quince por ciento las ayudas actuales que corregir la norma y aumentar los beneficiarios.

Una de las últimas ocurrencias, el gratis total en cercanías, muestra también la improvisación y los vaivenes de la actuación del Ejecutivo. Se toma esta medida cuando hace pocos días se había acordado subvencionar tan solo el cincuenta por ciento. Tales cambios de criterio en tan corto plazo de tiempo tienen difícil explicación y sin duda son expresión de la frivolidad de una política sin consistencia.

La medida, por otra parte, no parece tener demasiada lógica. Primero, afecta exclusivamente a una pequeña parte de la población española. ¿Que dirán los extremeños? Segundo, se subvenciona al cien por cien a los viajeros del tren, que no han sufrido ningún perjuicio. La subida se ha producido en los carburantes y los damnificados son los usuarios del automóvil y el transporte por carretera. Se supone que la finalidad es incentivar que los ciudadanos abandonen el automóvil y opten por el tren. La medida es simplista porque el incentivo en todo caso ya existía, debido al elevado precio de la gasolina y el gasóleo y porque además va a existir una enorme desproporción entre el pequeño número de aquellos que debido a la gratuidad se trasladen al ferrocarril y el coste de eximir a todos los viajeros del pago del billete.

Da la impresión de que la aprobación está motivada por un cierto fanatismo que pretende criminalizar el uso del coche privado y que cree que la crisis de los carburantes se solucionará reduciendo el consumo. La Comisión Europea tampoco está muy fina, cuando después de la desastrosa política energética que ha aplicado -y a petición de los llamados hasta ahora países frugales, pero que en materia energética no lo son tanto-, se le ocurre como única solución pedir a los ciudadanos que consuman menos.

Pero quizás el ejemplo más claro de lo que es una ocurrencia populista se encuentre en esa medida que parecía recluida en el baúl de los recuerdos y que acaba de resucitar Iceta, el ministro apóstol de la reforma del delito de secesión. Me refiero a esa especie de lotería que les ha tocado a todos los nacidos en el 2004 (será por eso de ser el año del triunfo de Zapatero o porque tienen derecho al voto por primera vez), un bono de 400 euros para que se lo gasten en chucherías culturales.

Ante estas ocurrencias y otras muchas del programa populista de Sánchez surge una pregunta: ¿Dónde se encuentra la ministra de Hacienda? Tradicionalmente, el ministro de Hacienda ha sido siempre el malo de la película, el cancerbero que interceptaba las ocurrencias de los demás ministerios, que criticaba sus propuestas y que mejor o peor aplicaba el coste de oportunidad. Hasta ahora no se entendía que toda nueva medida no fuese acompañada del correspondiente informe de este departamento.

Hoy parece que el ministerio no existe. Sus técnicos se enteran por la prensa y se ven obligados a arreglar los desaguisados, una vez anunciadas con la mayor frivolidad las cosas más peregrinas. Casos especialmente graves los han constituido el IMV y ese bono de una sola vez de 200 euros para los más necesitados, ambos con normativa y condiciones tan descabelladas que han echado sobre la Agencia Tributaria toda una enorme e inútil carga de trabajo que le era totalmente ajena y que la apartaba de su verdadera finalidad, la gestión de los tributos y la persecución del fraude fiscal.

Lo que realmente no existe es una ministra de Hacienda. Sanitaria de formación y política de profesión, carece de la competencia mínima para ocupar ese puesto, con el agravante de que se trajo de Andalucía un equipo de características parecidas, y que se encuentra totalmente perdido en un ministerio de tamaña complejidad. Han sido ya dos los secretarios de Estado de Hacienda dimitidos al comprobar que el puesto les caía totalmente grande. En eso han tenido más honestidad que la propia titular del departamento.

La ministra, que ocupó durante algún tiempo la portavocía del Gobierno, ha suplido su falta de ideas y de discurso con una verborrea mareante, sin que nadie sea capaz de callarla, sea cual sea el tema. Antes muerta que sencilla. Su mayor virtud, el no poner ninguna objeción y decir a todo que sí ante su señorito, convertirse, en definitiva, en alfombra. No hay porque extrañarse por tanto que ahora la premien con la vicesecretaría general del partido. Bien es verdad que en el actual PSOE solo hay un cargo, el de secretario general.

En su afán por justificar lo injustificable de la política del Gobierno, Montero puede pronunciar los mayores disparates, como que la ley va a impedir que la banca repercuta a los clientes el nuevo impuesto que el Ejecutivo quiere imponer. Ya dirá cómo. La transmisión o no, dependerá del mercado y de la competencia que se establezca entre las entidades financieras. Pero este tema, el del impuesto a la banca, lo dejaremos para la semana que viene.

Republica.com 30-7-2022



EL FONDO PÚBLICO DE PENSIONES DE ESCRIVA

ECONOMÍA DEL BIENESTAR, HACIENDA PÚBLICA, SISTEMA FINANCIERO Posted on Dom, mayo 29, 2022 21:38:23

José Luis Escrivá llegó al Gobierno con dos promesas: solucionar el problema de las pensiones y la creación de un sistema de renta mínima de reinserción. Hoy todo el mundo sabe que el ingreso mínimo vital ha sido un auténtico fracaso, siendo prácticamente ingestionable, lo que desde luego no se arregla con la subida del 15%. Con la tan cacareada reforma del sistema público de pensiones va a ocurrir lo mismo. Se está muy lejos de que desde el Gobierno se solucione la supuesta quiebra de la Seguridad Social, ya que mientras se mantengan las pensiones unidas a las cotizaciones sociales como única fuente de financiación la viabilidad del sistema estará en entredicho y será la primera diana, quizás por ser la más fácil, que considere la Unión Europea a la hora de hablar de la consolidación fiscal.

Parece ser que la Comisión nos ha obsequiado ya con el primer aviso ante los palos de ciego que viene dando el ministro corrigiéndose a sí mismo y sin que hasta ahora haya habido concreciones suficientes de sus propuestas. De momento, la única medida adoptada que reviste cierta entidad ha sido el compromiso de mantener el poder adquisitivo de las pensiones, actualizándolas anualmente por el IPC. A pesar de que la medida había sido consensuada por todos los partidos políticos en el Pacto de Toledo y por más que el Gobierno lanzase las campanas al vuelo y en tono triunfalista asegurase que por primera vez la actualización estaba para siempre garantizada por una ley, ha bastado que la inflación se disparase para que surgiesen desde todos los ángulos multitud de voces poniendo en duda la posibilidad de una actualización de tal cuantía.

Se dice una y otra vez que el presupuesto público no puede asumir un incremento del gasto de esa envergadura. Se silencia que la inflación produce en los ingresos públicos un aumento de igual o mayor cuantía que en los gastos, incluyendo las pensiones. El déficit o el superávit del sector público no tienen por qué modificarse en función de cuál sea el incremento de los precios, excepto que se quiera emplear el exceso de ingresos para otras finalidades. Estas ofensivas infundadas en contra de la actualización de las pensiones seguirán existiendo mientras las finanzas de la Seguridad Social se mantengan al margen de las del Estado. No habrá reforma verdadera en tanto en cuanto permanezca esta división. Y es claro que el Gobierno está lejos de superarla, puesto que cuando se producen déficits en la Seguridad Social se financian con préstamos en lugar de mediante aportaciones del Estado.

Entre las voces que en este momento se han levantado en contra de la actualización de las pensiones quizás la más preocupante sea la del Banco de España, porque no se puede olvidar que en nuestro país es la franquicia del Banco Central Europeo (BCE) y en buena medida su portavoz. Tras la Unión Monetaria, es en el BCE donde en realidad radica el poder y es esta institución la que tiene capacidad suficiente para forzar a los países a seguir sus indicaciones. El hecho de que la actualización se encuentre en una ley no constituye ninguna garantía, a pesar de lo mucho que de ello se ha vanagloriado el Gobierno. Una ley con otra ley se modifica.

Las múltiples ocurrencias que va desgranando el ministro del ramo desde luego no van a solucionar el problema, porque la cuestión radica precisamente en considerar las pensiones un problema al margen del problema general de la financiación del Estado. Incluso algunas de estas ocurrencias van a resultar negativas como esa idea de crear fondos de pensiones de empleo de promoción pública que, para mayor gloria y boato del ministro, ha merecido una ley que en este momento se encuentra en el Parlamento. Ley de contenido pobre, reducida a la creación de esta nueva figura de ahorro y de toda una estructura burocrática, innecesaria y que en realidad no va a controlar nada.

Los fondos de pensiones en general han sido los máximos enemigos  del sistema público. Siempre se han considerado un mecanismo complementario, pero en realidad ha pretendido ser sustitutivo. Es por eso por lo que desde hace más de treinta años las entidades financieras, principales beneficiarias de los fondos, se han dedicado con sus servicios de estudios a difundir la teoría de que el sistema público de pensiones es inviable económicamente, en la creencia de que cuanto más se deprimiese este, más se generalizarían y extenderían los fondos privados.

En nuestro país, los fondos privados de pensiones se encuentran con un obstáculo casi insalvable, la escasa capacidad de ahorro que tiene la mayoría de la sociedad española. Solo la clase media y media alta pueden acceder a ellos. Que lo hagan o no depende únicamente de los incentivos fiscales. En realidad, los fondos no son más que una forma de inversión, y no de las mejores. Los partícipes no conocen en qué activos se materializan y si la elección se hace pensando en la rentabilidad de los partícipes o en el interés de los depositarios o de las gestoras que normalmente están unidas a las entidades depositarias.

Los planes de pensiones se mueven en una encrucijada complicada. Sin desgravaciones fiscales no son interesantes y si se les dota de ellas se cae en la contradicción de que al tiempo que se admite que no hay dinero suficiente para mantener las pensiones públicas se dediquen importantes recursos a incentivar los fondos privados, cuyos beneficiarios, tal como hemos dicho, serían las rentas altas y media altas. De hecho, los incentivos fiscales se han ido reduciendo de manera significativa a lo largo del tiempo hasta llegar a la situación actual en la que los fondos de pensiones carecen de todo atractivo y únicamente son convenientes para las entidades financieras, ya que mediante ellos mantienen cautivas importantes cantidades de dinero.

El ministro Escrivá, como es su costumbre, nos obsequia con una ocurrencia. Lo suyo es inventar. En esta ocasión se saca de la manga un fondo de pensiones que llama público y además de empleo. La figura es un poco engendro, como ya ocurrió con el ingreso mínimo vital. Lo primero es que ya existe un sistema público, por lo que resulta inútil e incluso contraproducente colocar otros a su lado. La clásica distinción entre reparto y capitalización tiene mucho de ficción y asintóticamente se confunden, si consideramos que las cotizaciones del sistema público de pensiones son aportaciones que realizan los empresarios y los trabajadores a la Hacienda Pública que los invertirá en la economía nacional y se los devolverá en el momento de la jubilación en forma de pensiones. De alguna manera, se podría hablar de capitalización.

La única diferencia, pero diferencia muy importante, es que en el sistema público de pensiones no hay una correspondencia exacta, ni individualmente ni en su totalidad, entre aportaciones y retornos. Esta misma ausencia de identidad cuantitativa es la que le concede su carácter redistributivo y lo liga al mandato de la Constitución y por lo mismo lo diferencia también de la nueva ocurrencia del ministro que, aunque se presente como complementaria, en realidad pretende ser sustitutiva. Solo puede tener éxito a base de restar recursos que se podrían dedicar a las pensiones públicas.

La ley elaborada por el Ministerio de la Seguridad Social y que se está debatiendo en el Congreso crea un fondo de pensiones de empleo, pero de promoción pública. En la exposición de motivos aparece la queja de la escasa difusión que han tenido los fondos de pensiones de empleo en nuestro país, lo cual es cierto. Tan solo se han generalizado entre los grandes ejecutivos. Las compañías los han usado para que pasen más desapercibidas las astronómicas retribuciones que perciben, especialmente en el momento de las liquidaciones por finalización de su relación laboral. También han ocupado un lugar en las empresas públicas, y se han seguido manteniendo en ellas después de ser privatizadas. Por último, hay que considerar algún que otro sector económico muy consolidado, como la banca, y que durante la dictadura eran tenidos como pertenecientes a un estrato superior, los trabajadores de cuello blanco.

Pero, al margen de estos ámbitos, los fondos de pensiones de empleo no han tenido éxito, como es lógico cuando existe un sistema público de pensiones. Si se niega la posibilidad de incrementar las cotizaciones será difícil que los empresarios y los trabajadores se encuentren en condiciones de contribuir a un sistema paralelo al de la Seguridad Social. Es por eso por lo que el invento del ministro está condenado al fracaso. Se afirma que se nutrirá de los convenios de empresa o sectoriales. Lo cierto es que los empresarios solo asumirán estas obligaciones siempre que se compensen con incrementos salariales más reducidos. Pero es de suponer que esta alternativa de ningún modo convencerá a los trabajadores, tanto más cuanto que los salarios en España no son nada elevados y muchos de ellos se encuentran en el nivel de mera subsistencia.

Escrivá confía en los autónomos y en los funcionarios. Como siempre, el ministro diseña la política al margen de la realidad. En nuestro país el colectivo de autónomos es muy heterogéneo. Muchos de ellos militan en el infraempleo o en el paro encubierto. Personas que, ante la dificultad de encontrar un puesto de trabajo, se lanzan a montar un negocio o a ejercer una profesión por su cuenta con futuro muy dudoso y con cierto empobrecimiento generalizado, ante el hecho de tener que repartir la demanda entre un número mayor de agentes productivos. Lo cierto es que la mayoría de los autónomos ponen dificultades para soportar cotizaciones sociales moderadas (lejos de las de los trabajadores dependientes). Luego no parece que haya muchas posibilidades de que en este ámbito se extienda el invento del ministro.

En cuanto a los funcionarios, el único experimento realizado ha sido un auténtico fracaso. A finales de 2002, siendo ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro pactó con los sindicatos de la función pública la constitución de un fondo de pensiones del 0,5% de la masa salarial de los 523.000 empleados públicos de la Administración central (54,65 millones de euros). El fondo fue constituido en el BBVA en 2004, ya con el PSOE en el gobierno y siendo ministro de Administraciones Públicas Jordi Sevilla. En realidad, constituía una retribución en especie y, como era lógico, iba en detrimento de las retribuciones en metálico.

A los funcionarios no se les dio a elegir. De lo contrario, casi todos se hubieran inclinado por el pago en efectivo. Podían, sí, rechazar el fondo, pero sin recibir a cambio contrapartida alguna. La razón del pacto hay que buscarla primero en el interés de Montoro en hacer propaganda de estos instrumentos financieros, y después en el poder que concedía a las organizaciones sindicales al controlar un fondo de pensiones de esa envergadura. No creo que desde 2004 hayan existido muchas aportaciones, con lo que el saldo se está consumiendo poco a poco, según se jubilan los funcionarios que se encontraban entonces en activo y van retirando las ridículas cantidades que les corresponden.

Todo lo dicho no parece pronosticar un buen futuro para el proyecto de Escrivá. Las ventajas que la ley considera son muy dudosas. El fondo diseñado es un engendro, un híbrido. Se define como público, pero la gestión será privada. Resultará difícil garantizar que las comisiones serán más pequeñas y que las inversiones serán las adecuadas. El bosquejo es espectacular, pura megalomanía por la extensión y amplitud que se piensa que alcance y por las potestades que concede a la Administración y el andamiaje de órganos de vigilancia que diseña, pero la gestión continúa siendo privada y de muy difícil control.

Nada hace pensar que este fondo vaya a ser atrayente. No creo que tenga mucha demanda, como no sea que al igual que en 2002 se obligue a los funcionarios a incorporarse sacrificando parte del incremento salarial al que tendrían derecho. Como el resto de los fondos, su único atractivo y medio para obtener clientes sería agrandar y extender considerablemente los beneficios fiscales. A eso juega ahora la CEOE. Pide exenciones y deducciones para los trabajadores en el impuesto sobre la renta y para los empresarios en el impuesto de sociedades y en las cotizaciones sociales. Ese es el peligro del invento del ministro, que termine por restar recursos al erario público y por lo tanto a las pensiones públicas y además sirva de coartada para reducirlas.

republica.com 25-5-2020



EL GASTO PÚBLICO Y EL DOCUMENTO DE FEIJÓO

HACIENDA PÚBLICA, PARTIDO POPULAR Posted on Mié, mayo 18, 2022 22:53:51

En mi artículo de la semana pasada intenté comentar y también criticar algunos de los puntos del documento de 41 folios elaborado por el PP y presentado por Feijóo al Gobierno. Opinaba que quizás podría ser conveniente la bajada provisional de los impuestos indirectos que gravan la electricidad y los carburantes a efectos de controlar la tasa galopante de inflación. Sin embargo, consideraba injustificada y contraproducente la reducción arbitraria del IRPF y del impuesto de sociedades. De cualquier modo, terminaba la reflexión afirmando que, dado el desmedido endeudamiento público, toda reducción tributaria tendría que compensarse con una minoración del gasto o un incremento de otros gravámenes.

El documento parece inclinarse por lo que denomina “ahorro en el gasto público”. El análisis no es demasiado fino, ni siquiera ocurrente. No va más allá de recomendar la evaluación de políticas públicas, amén de atribuírselo a órganos como la AIReF, que no tienen competencias en la materia. La verdad es que este sonsonete, junto con el del presupuesto por programas o el del coste cero, llevo oyéndolo desde hace más de cuarenta años, desde mi ingreso en Hacienda, sin que de las palabras se haya pasado nunca a la realidad. Incluso Jordi Sevilla, cuando ocupaba el ministerio de Administraciones Públicas con Zapatero, creó una agencia de evaluación de políticas públicas, y que seguramente lo único que demostró fue la inutilidad de tal organismo.

El problema no estriba en los análisis o en la creación de entes o agencias, sino en la voluntad política de racionalizar el gasto público. La Intervención General de la Administración del Estado (IGAE), con casi ciento cincuenta años de historia y más de cuarenta años de realizar controles financieros sobre los distintos organismos y actuaciones públicas, ha puesto sobre la mesa cientos y cientos -quizás varios miles- de informes señalando múltiples deficiencias y deseconomías en la gestión del gasto público. Pero lo cierto es que muy pocas veces los políticos han hecho caso a las recomendaciones. Son las conveniencias electorales o políticas las que terminan motivando sus decisiones.

De todas formas es conveniente poner las cosas en su sitio. El gasto público en España está sumamente descentralizado. La Administración central es solo una más, que se encuentra al lado de las de 17 Comunidades y de las más de ocho mil corporaciones locales, y la gran mayoría de ellas con un grado de descontrol y de ineficacia mayor que el del Estado. El documento señala a título de ejemplo los 22 ministerios y los múltiples asesores que se han contratado en esta legislatura. Sin duda es un escándalo e indicador de la poca importancia que este Gobierno ha concedido al control del gasto público, y de la desfachatez con la que crea y maneja las instituciones públicas.

No obstante, apartemos el dedo de la diana que está a la vista de todos, y contemplemos el panorama general. El Estado de las Autonomías ha multiplicado por 17 todos los cargos -presidentes, ministros, directores generales, etc.-, en muchos casos con retribuciones mayores que las del Estado. Solo hay que considerar el sueldo del muy honorable presidente de la Generalitat catalana, y las retribuciones y prebendas que quienes han estado en ese puesto mantienen una vez que han dejado el cargo y eso, aunque hayan sido cesados como golpistas y estén fugados de la justicia española. Quizás el mayor despilfarro se encuentra en la misma existencia de las Autonomías. En cualquier caso, no parece que sea posible la marcha atrás, el mallado de intereses políticos en cada Comunidad Autónoma es ya demasiado fuerte.

Además, sería curioso contemplar las reacciones de muchos de los que defienden el recorte en los gastos públicos, cuando de lo general se pasase a lo concreto y se entrase con tijeras y bisturí a la poda de partidas singulares. Habrá pocas unanimidades acerca de qué gastos recortar. Cada uno de ellos tendrá sus defensores, que declararán que son imprescindibles. Es por esto por lo que será muy difícil suprimir determinados gastos, tales como subvenciones a las empresas, a fundaciones, asociaciones y ONG. Son legión las organizaciones que viven enchufadas al erario público, y nos quedaríamos sorprendidos de la cantidad de empresas zombis que existen tan solo porque están colgadas de las ubres del sector público y que, antes o después, la mayoría de ellas terminarán cerrando; pero, eso sí, después de haber consumido una cantidad importante de recursos públicos.

Por otra parte, el mucho o el poco ahorro de los gastos públicos no debería orientarse a la financiación de la bajada de impuestos, sino que habría de destinarse a potenciar y completar otros gastos que están claramente infradotados. Me refiero, por ejemplo, a la sanidad pública. Después de la pandemia, imagino que nadie se atreverá a decir que se trata de un gasto improductivo o que solo el sector privado crea riqueza. La pandemia ha dejado también claras las deficiencias de nuestro sistema de salud, la necesidad de incrementar el personal y de la creación de nuevas instalaciones. Las listas de espera son interminables. Las demoras existentes para que nos atienda un especialista, para afrontar una operación o incluso para la atención primaria, desvaloriza el sistema público de salud y lo reduce en buena medida a unos servicios de urgencia. Es más, conduce a muchos de los que tienen posibles (que sin embargo se tienen por clase media y no quieren que suban los impuestos) a sortear esta situación y contratar una compañía privada, como complemento.

Lo mismo podríamos afirmar de la justicia que, en cuanto a la mecanización, parece encontrarse en la prehistoria y su falta de personal hace que los procesos se dilaten excesivamente en el tiempo, cumpliéndose la aseveración de que una justicia lenta no es justicia. Sería inexplicable que afirmásemos que el gasto en justicia es improductivo, cuando la seguridad jurídica constituye una condición indispensable para la actividad y el desarrollo económico.

Podríamos seguir citando otras muchas partidas de gastos con insuficiencia de recursos. El documento de Núñez Feijóo mantiene que una cantidad mayor de gasto público no conlleva necesariamente un mayor y mejor desempeño. Necesariamente, no, pero también es cierto que la insuficiencia de medios, los recortes y el regateo terminan por echar a perder y por deteriorar servicios muy valiosos. Lo barato muchas veces termina siendo caro.

En cuanto a lo que el documento manifiesta acerca de los fondos europeos de recuperación, hay de todo, cosas acertadas y menos atinadas. Plantea la posibilidad de emplearlos para financiar las rebajas fiscales. No parece ningún disparate, siempre que, tal como yo afirmaba en el artículo de la semana pasada, se refiera exclusivamente a los impuestos indirectos que gravan las distintas fuentes de energía y de carburantes, y de forma provisional. Incluso si Europa pusiese impedimentos para dedicarlos a este objetivo, se podrían asignar a inversiones públicas, tales como la sanidad, la modernización de la Administración o la creación de un gran parque de viviendas sociales dedicadas al alquiler, etc., que permitirían liberar recursos para dedicarlos a la rebaja de impuestos indirectos. 

Por otra parte, el documento señalaba la lentitud con que se están ejecutando los fondos y parece culpabilizar de ello a una mala gestión de la Administración, o a los muchos requisitos y trabas que se ponen en la contratación y en la concesión de las subvenciones en el sector público. Es cierto que los fondos no se están ejecutando ni mucho menos con la celeridad que se anunciaba. Pero, en primer lugar, hay que señalar la dilación de la Unión Europea. Si hay un aparato burocrático parsimonioso, ese es el de la Comisión. Una cosa ha sido el anuncio a bombo y platillo de la creación de los fondos y otra cosa muy distinta el tortuoso camino de las entregas concretas. Hasta ahora solo ha llegado una parte más bien pequeña, y en buena medida a final de año.

A la demora del proceso también ha contribuido la deficiente planificación del Gobierno, centralizando las decisiones de manera autocrática, lo que ha influido en la tardanza en presentar los papeles a la Comisión y también en los sinuosos caminos de las concesiones. Carece de todo sentido colocar el problema de la baja ejecución en los obstáculos administrativos cuando el Gobierno ha eliminado casi todos los requisitos, perjudicando gravemente el control y las posibilidades de racionalización en la aplicación de los fondos.

Las soluciones que plantea Núñez Feijóo para acelerar la ejecución de los fondos europeos discurren por los peores caminos, la desregulación de los gastos y, lo que es peor, la canalización de los fondos mediante los beneficios fiscales, exenciones, deducciones, bonificaciones, etc. La idea bien podía haber sido inspirada por la CEOE. Exigir una mayor desregulación de los gastos es un brindis al sol, porque respecto a los fondos de recuperación han desaparecido la mayoría de los controles. El único paso adelante que cabría dar, aunque sería más bien un paso atrás, sería utilizar los beneficios fiscales, tal como manifiesta Feijóo, lo que significa en el fondo adoptar el autoservicio, esto es, que los empresarios y las familias se sirviesen a sí mismos.

El desorden que puede imperar a la hora de presupuestar en los gastos públicos propiamente dichos se multiplica al infinito cuando se trata de otro tipo de gastos que a menudo no tenemos por tales, los gastos fiscales, que, aunque se presenten como minoración de los ingresos, tienen el mismo efecto que los gastos públicos y suelen obedecer a similares razones.

A pesar de esa homogeneidad, resulta curioso comprobar las distintas posiciones que se mantienen respecto a estos dos tipos de gastos, según la ideología que se profesa. Desde las filas conservadoras y neoliberales, se suele anatematizar el gasto público. Pero esa agresividad desaparece cuando se trata de gastos fiscales. Y es que los gastos fiscales se orientan principalmente a favor de las clases altas. Al configurarse como minoración de impuestos tienen un carácter inverso a estos. Serán tanto más regresivos cuanto más progresivos sean los tributos que aminoran. Aun las deducciones o bonificaciones aparentemente más sociales terminan beneficiando en mayor medida a los que tienen rentas más elevadas.

Además, los gastos fiscales, al estar difuminados como una reducción de los ingresos, pasan desapercibidos sin sufrir para su concesión los controles de otros tipos de gastos y, lo que es más importante, en muchos casos se desconoce una cuantificación adecuada de su coste. Son de muy difícil control e incrementan las vías de fraude. Los requisitos que se imponen a cada una de las exenciones, deducciones o bonificaciones en aras de conseguir el objetivo para el que se han aprobado resultan en muchos casos imposibles de verificar, sobre todo cuando, como ocurre en la mayoría de los sistemas fiscales modernos, las medidas afectan a un gran número de contribuyentes. La generalizada evasión que posibilitan hace que se incremente y multiplique gratuitamente el coste de las medidas. No parece que sea, por tanto, el modo más adecuado para canalizar los fondos europeos de recuperación.

Como se ve por este artículo, y también el de la semana pasada, pienso que el documento presentado por Feijóo posee muchos elementos criticables y rechazables, pero al menos tiene una cierta coherencia interna y se puede analizar y criticar. Por el contrario, el decreto-ley elaborado por el Gobierno y refrendado, aunque dejando pelos en la gatera, por el Congreso es un conglomerado anárquico de medidas, un totum revolutum sin demasiada coherencia, difícil incluso de enjuiciar.

Republica.com 12-5-2022



¿QUÉ IMPUESTOS?, ¿QUÉ GASTOS?

HACIENDA PÚBLICA Posted on Jue, mayo 12, 2022 21:57:21

Existe una cerrazón casi generalizada tanto en la izquierda como en la derecha en materia impositiva. Ante las bajadas y subidas impositivas se adoptan posturas bastante cerriles e irracionales, sin la menor distinción ni análisis. Todo entra en un totum revolutum. Afecta a los políticos, a los periodistas e incluso a algunos economistas que hacen aseveraciones de forma radical sin la menor consideración de las circunstancias y de los instrumentos.

El discurso del Partido Popular y sus aledaños, aledaños que a menudo llegan hasta el PSOE, es mostrenco, todo se soluciona bajando impuestos. Desde el partido socialista se llegó a decir en el pasado que bajar impuestos es de izquierdas. Podemos, por el contrario, mantiene que toda bajada impositiva es anatema, pero me temo que lo afirma sin demasiado estudio ni discriminación. En ese cruce de dogmatismos se pueden producir situaciones un tanto extravagantes como la ocurrida con la bonificación de 20 céntimos por litro de carburante.

El Gobierno se ha negado a instrumentarlo mediante una bajada de impuestos como hubiera sido lo más natural, y ha preferido un sistema totalmente rebuscado. Ha montado la de San Quintín, complicándolo todo. No hay duda de que en el descalabro ha debido de influir su inexperiencia administrativa y su incompetencia en la gestión. Los problemas para las gasolineras han sido muchos y considerables, y absurdamente se ha cargado de nuevo a la Agencia Tributaria con tareas que no son suyas.

Cuesta entender cuál ha sido la razón del Ejecutivo para haber actuado de esta manera tan alambicada. Tal vez un asunto de dogmatismo, el principio de que por razones ecológicas no se pueden reducir nunca los impuestos a la energía. Se trata, por tanto, de hacer pasar de una forma un tanto ingenua una reducción de impuestos por una subvención. Quizás pueda haber otra explicación, el interés político de hacer que aparezca explícitamente que se trata de una ayuda del Gobierno. ¡Qué buenas son las madres ursulinas que nos llevan de excursión!

Claro que desde el otro lado se han escuchado versiones de lo más peregrino a la hora de defender que las actuaciones deberían haberse instrumentado por medio de una bajada de impuestos en lugar de por una bonificación en el precio. Un agudo periodista de esos que están en todas las tertulias, mantenía que era mejor haber empleado la reducción fiscal, ya que, al contrario del gasto, esta no incrementa la deuda pública. Es difícil saber dónde se escuchan más disparates si en el mundo político o en el de la prensa. Bueno, tampoco algunos economistas se quedan a la zaga.

Ni la bajada de impuestos puede ser un tabú ni puede convertirse en la piedra filosofal. Aunque parezca una perogrullada, hay impuestos e impuestos, lo mismo que hay gastos y gastos, y circunstancias y circunstancias, por lo que no valen las generalizaciones. A todo el que propusiera una reducción tributaria o un incremento del gasto público -que como hemos visto en algunos casos son la cara y la cruz de la misma moneda- tendría que preguntársele cuál va ser la contrapartida, contrapartida que, en los momentos actuales, dado el nivel de endeudamiento público, no puede ser distinta que otra variación en los tributos o en el gasto.

Para el pensamiento conservador toda reducción de la carga fiscal es positiva, sobre todo si estamos en crisis porque, según dicen, aumenta la demanda, y por lo tanto la actividad. Pero, si de lo que se trata es de incrementar la demanda, se pueden buscar formas mucho más eficaces. Gran parte del gasto público tiene una propensión al consumo mucho mayor que la mayoría de las reducciones de tributos. Por ejemplo, las pensiones.

Con las pensiones ocurre algo muy llamativo. Los mismos que piden continuas bajadas de impuestos y que están en contra de toda subida fiscal, critican y reniegan de la actualización de las pensiones por el IPC. Sin embargo, no actualizar las pensiones constituye un tributo y uno de los peores, puesto que incide en su totalidad sobre los estratos sociales más bajos de la población. En contra de lo que se dice ahora, no hay pensiones altas. La pensión máxima está plafonada desde principios de los ochenta. Si hay jubilados con rentas elevadas no son precisamente a causa de las pensiones, sino por otros ingresos, por lo general de tipo financiero que, curiosamente, hay cierta renuencia a gravar y a los que en el IRPF se da un trato privilegiado.

La no actualización de las pensiones por la inflación constituye un verdadero impuesto. La subida de precios reduce la cuantía real de las prestaciones e incrementa, y en mayor medida, la recaudación tributaria. Una vez más, los gastos y los ingresos tienden a confundirse. Así ocurre con las pensiones, reducir el gasto, disminuir las prestaciones reales (que a eso se reduce la no actualización) es equivalente a imponer un gravamen.

Los defensores de reducir la fiscalidad recurren a la tan careada curva de Laffer con la finalidad de convencernos del milagro de los panes y los peces: minorando los tributos se recauda más. Su nombre proviene de su creador, Arthur Laffer, un oscuro profesor en la Universidad de Stanford en California, y que habría pasado sin pena ni gloria por la economía, si no hubiese sido por haberse topado accidentalmente en un restaurante chino con Jack Kemp, director de la campaña electoral de Ronald Reagan. El entonces candidato había prometido la cuadratura del círculo, bajar los impuestos, reducir el déficit e incrementar sustancialmente el gasto militar. Kemp creyó encontrar en la curva del ignorado profesor un instrumento idóneo para justificar lo que resultaba difícilmente creíble.

Como era de esperar, la curva estuvo muy lejos de funcionar. El primero que se dio cuenta de ello fue David A. Stockman, director de la Oficina del Presupuesto. Las reducciones fiscales sin recorte en las partidas presupuestarias acarreaban inevitablemente un crecimiento explosivo del déficit. Stockman discrepó abiertamente de la política de Reagan y presentó la dimisión, explicándola en un libro de sumo interés que constituye el mejor alegato contra la curva de Laffer, “El triunfo de la política” enEditorial Grijalbo”. El nuevo presidente, que había hecho campaña en contra del 2 % que alcanzaba el déficit público en tiempos de Carter, lo incrementó de tal manera que en 1986 alcanzaba el 6 % del PIB. Pero lo que también aumentó sustancialmente fue la desigualdad social. Ese es el efecto más probable de la bajada indiscriminada de impuestos y sobre todo cuando la reducción se realiza en los directos.

Además, en las circunstancias actuales, teniendo en cuenta la descontrolada inflación, resulta muy discutible que lo que haya que perseguir sea el incremento de la demanda. El problema número uno y el mayor peligro radica en la subida de los precios y especialmente en su diferencia con la de otros países. Parece que estamos en presencia de una inflación de costes y además importada a través de la energía desde el exterior que posteriormente se ha trasladado al resto de los sectores económicos y corre el peligro de hacerse crónica.

En este escenario no sería ningún disparate que el Gobierno redujese consistentemente los múltiples gravámenes sobre los distintos tipos de energía, al menos para que en esos productos la fiscalidad no se convierta, tal como está ocurriendo, en un elemento adicional de inflación. Si de lo que se trata es de combatir mediante la fiscalidad el incremento de los precios, los impuestos indicados son los indirectos. Bien es verdad que dado el alto porcentaje de endeudamiento no parece que esta bajada debería financiarse vía déficit, sino elevando los impuestos directos.

Es mucho el margen que existe para hacerlo después de todas las medidas regresivas acometidas a lo largo de los treinta últimos años. El Gobierno no ha estado dispuesto nunca a acometer una reforma en profundidad, ni el informe de los llamados técnicos da mucha esperanza para ello. Ni siquiera plantean algo elemental como volver a hacer del IRPF un impuesto global en el que rentas de trabajo y de capital se incluyan dentro de una misma tarifa. Sánchez se escuda tras la afirmación de que no es el momento. Para él nunca ha sido el momento. Sin embargo, una crisis económica no tiene por qué ser un obstáculo, ya que precisamente en ella se necesita más redistribuir los costes y los beneficios.

Lo que sí es cierto es que no hay tiempo. Entre la elaboración y la tramitación se necesitarían cerca de dos años. Podemos, una vez más, se ha dejado tomar el pelo por Sánchez, si es que de verdad querían modificar la fiscalidad. Es claro, también, que la reforma fiscal en profundidad no nos puede servir para financiar la bajada de impuestos indirectos necesarios para contener la inflación. Pero sí hay medidas parciales que se pueden adoptar. La primera no deflactar bajo ningún punto la tarifa del IRPF.

La inflación actúa doblemente sobre el IRPF. La primera, como en todos los tributos, aumentando la base imponible; la segunda es acentuando la progresividad del gravamen. Se produce de forma automática una subida de la tarifa. No es, desde luego, la mejor forma de modificarla. Todos los contribuyentes se van a ver perjudicados, pero no todos en la misma medida. Va a recaer principalmente sobre las rentas altas. Las rentas bajas lo acusarán mucho menos. La clase más deprimida no se verá afectada en absoluto porque está exenta del IRPF, y el quebranto en el resto de las clases bajas y medias (algunos se colocan en las medias cuando pertenecen a las altas y bastante altas) será mucho menor que el beneficio obtenido si se les bajasen los impuestos indirectos. En economía siempre hay que elegir.

En las peticiones de Feijóo a Sánchez hay una parte perfectamente asumible, la reducción de los impuestos indirectos y más concretamente los energéticos. Una segunda parte rechazable, la deflactación de la tarifa del IRPF, que solo serviría para incrementar la desigualdad, aunque paradójicamente la no deflactación sí podría servir de argumento para acometer la primera ya que proporciona la financiación necesaria.

Bien sé que desde las filas conservadoras se argumentará inmediatamente que la financiación tendría que provenir de la reducción del gasto. Hay gastos que precisarían incrementarse, como la sanidad o la justicia, y no digo yo que no haya gastos que deberían desaparecer, pero este expurgue de los improductivos o inútiles no es una tarea fácil, tanto más cuanto que nos movemos en un Estado de las Autonomías, en el que, como su nombre indica, cada administración campa por sus respetos y todas están empeñadas en su clientelismo, en mantener sus chiringuitos y capillitas, lo que por desgracia va a ser imposible de revertir, por lo menos a corto plazo. La desaparición de los gastos del Estado que normalmente se citan como escandalosos, podría ser muy positivo desde la óptica de la ejemplaridad y de la honestidad política, pero que nadie piense en ello como la solución a las finanzas públicas y a la contención del déficit.

Como colofón se me ocurre una boutade, pero que puede ser útil para entender la conexión y ambivalencia que se da entre los ingresos y los gastos públicos. Un área donde podrían confluir la izquierda y la derecha, los que quieren subir los impuestos y los que quieren reducir el gasto público, es en la eliminación de gran parte de los gastos fiscales. Nuestros impuestos están preñados de deducciones, exenciones, bonificaciones, etc., que vacían de contenido los tributos, y por lo tanto su supresión implicaría una subida consistente de los impuestos, pero también una eliminación de gastos públicos, pues en el fondo lo son, aunque se apelliden fiscales y se instrumenten como minoración de los tributos. De lo que no estoy nada seguro es de que se pusiesen de acuerdo sobre cuáles eliminar.

republico.com 14-4-2022



EL TRIBUNAL DE CUENTAS,  LA CORRUPCIÓN DE LAS INSTITUCIONES

CATALUÑA, CORRUPCIÓN, GOBIERNO, HACIENDA PÚBLICA Posted on Jue, mayo 12, 2022 20:51:32

La tragedia que asola Ucrania y que salpica a toda Europa puede hacer que una de las mayores corrupciones políticas de España pase casi desapercibida. Digamos que está llegando a su fin según lo predispuesto. El Tribunal de Cuentas ha cambiado en pocos días su propio criterio acerca de las garantías a exigir a los responsables de la malversación de fondos públicos llevada a cabo en los actos de publicidad y propaganda en el extranjero, orientados a preconizar el referéndum ilegal de independencia del 1 de octubre en Cataluña.

La gravedad del escándalo no estriba únicamente en el mero hecho de que se haya producido la modificación de criterio, sino que esta se ha conseguido mediante el cambio en la composición del propio tribunal, cambio realizado por el sistema tradicional de reparto entre los dos partidos mayoritarios, y que tan contrario es al espíritu de la propia Constitución. (Ver mis artículos del 23 de septiembre y del 11 noviembre del año pasado en este mismo diario digital). La gravedad, además, se incrementa en tanto en cuanto que la mutación ha recaído sobre un fallo cuya conclusión era tan evidente que la decisión tomada ahora por la sesión de enjuiciamiento quebranta las normas básicas del Derecho financiero y de la Hacienda Pública, y contradice los principios más elementales de la lógica y del sentido común.

¿Cómo se va a garantizar con dinero público que el erario recupere los recursos defraudados? El planteamiento es tan disparatado como cuando en tono de chunga y con cierta ironía se le comunica a alguien la disposición a convidarle siempre que antes nos adelante el dinero de la invitación. Se pretende cubrir una defraudación con otra defraudación, defraudación al cuadrado.

Corrupción, y grave, la de todos aquellos que en Cataluña han empleado fondos públicos para un objetivo ilegal, incluso delictivo, intentar la sedición de parte de la ciudadanía, insumisión frente a la Constitución y la soberanía nacional. Pero corrupción también y más grave la de los consejeros del Instituto Catalán de Finanzas que, a sabiendas, aprobaron que el organismo avalase con dinero público el alcance anterior. Se convierte en una corrupción de mayor nivel, corrupción al cuadrado.

Habrá sido seguramente esa la razón por la que tres de los consejeros dimitieron, para no tener que dar su conformidad a los avales. Quizás por miedo a incurrir en un grave delito de prevaricación. Habrá que preguntarse si la Sociedad Civil Catalana además de plantear una demanda ante el tribunal de Cuentas no debería haber interpuesto una querella criminal contra aquellos miembros del Instituto Catalán de Finanzas que aprobaron el aval y a todos aquellos que les forzaron a hacerlo.

Todo esto era ya bien conocido y no hay por qué incidir en ello, pero últimamente ha acaecido un nuevo suceso que eleva el listón de la corrupción, corrupción al cubo. Constituye un salto cualitativo. La gravedad es sustancialmente mayor, porque no radica en que determinados actos sean corruptos, sino en la corrupción de las propias instituciones. Ahora, la del Tribunal de Cuentas.

La corrupción del propio Gobierno Frankenstein no tiene parangón con ningún otro acto concreto de corrupción. Ni a la izquierda ni a la derecha del espectro político. Es una corrupción estructural que está en la misma conformación desde sus orígenes de este Ejecutivo, desde el inicio, desde la misma moción de censura, que mancha a todos los que forman o han formado parte de él, estigma que se mantendrá en el futuro y que será imposible de olvidar. Durante toda su existencia este Gobierno viene incurriendo en un cohecho endémico mediante el que se compra con fondos públicos o con cesiones políticas la permanencia día a día en el poder. Resulta grotesco que Sanchez asuma el lenguaje de los puros y exija explicaciones a Juan Carlos. Siempre he pensado que el problema de Sanchez respecto a la monarquía no tiene relación con las preferencias con respecto a la forma de Estado sino que se fundamenta más bien en un sindrome  sicológico, le es aplicable aquello que Nietzsche decía de sí mismo “Si dios existiese como iba a soportar yo no serlo, luego Dios no existe”.  Si existe rey como va a soportar Sanchez no serlo. Luego la monarquía debe desaparecer.    

Ahora se comprende la urgencia con la que el presidente del gobierno quería cambiar la composición del Tribunal de Cuentas. El mandato de los consejeros, a diferencia de los de las otras instituciones, acababa de expirar. Tras el indulto de los golpistas, quedaba por solucionar el problema crematístico, que no podía ser objeto de indulto, derivado de la defraudación cometida en los preparativos del golpe de Estado y que dependía del Tribunal de Cuentas. Se precisaba pues cambiar a los consejeros para corregir la redacción del auto que la sección de enjuiciamiento había preparado para rechazar los avales que presentaba el Instituto Catalán de Finanzas y que parecían más bien una broma pesada.

La historia reciente del Tribunal no es para que nos sintamos precisamente orgullosos de esta institución. La Ley Orgánica de 1982 y la Ley de funcionamiento de 1988, elaboradas ambas de acuerdo con las pretensiones del PSOE -la primera cuando estaba en la oposición, la segunda ya en el gobierno y de acuerdo con las manías de Pascual Sala-, configuraron una institución con enormes lacras, que comenzaban ya en el diseño de la responsabilidad y de la jurisdicción contable, y finalizaban en su constitución como órgano pluripersonal de doce consejeros, y que se han venido repartiendo en cuotas iguales los dos partidos mayoritarios.

Han sido estas lacras las que han condenado con frecuencia a esta institución a la esterilidad, limitando su actuación a casos de poca monta y quedando, sin embargo paralizada en cualquier asunto de mayor envergadura en el que hubiese por medio intereses políticos, porque en la mayoría de los casos la mitad del Consejo bloquea a la otra media. Durante todos estos años, el Tribunal de Cuentas no ha destacado precisamente por su eficacia, pero nunca había llegado al descaro, degradación y degeneración que se ha producido ahora. Degeneración de los currículos de los elegidos respecto a los que deberían tener, según la categoría asignada al puesto por la ley orgánica y la de funcionamiento. Cada vez son mucho más grises y de carácter más político.

Degradación, porque se ha nombrado a unos consejeros, y ellos han aceptado la designación, con la finalidad explícita de librar a los golpistas catalanes de la obligación económica derivada de los actos de sedición, admitiendo para cubrirla el aval de un organismo público, lo que en sí mismo constituye otra malversación. Dos son los elegidos para los puestos en la sección de enjuiciamiento, que van a permitir el cambio de criterio. En realidad, sus currículos son de tal levedad que no resulta fácil encontrarlos en Internet. Solo en el portal de trasparencia y con bastante vaguedad.

El primero es don Diego Íñiguez, perteneciente al cuerpo de Administradores Civiles del Estado y que ya desde el inicio (1993, en plena cúspide, de corrupción felipista) se separó de sus compañeros de promoción para cubrir un puesto de mayor nivel del que le correspondía de salida, pero también de mayor contenido político, consejero técnico en el Gabinete del ministro de Justicia. Durante los gobiernos del PSOE y en las esferas políticas de los gabinetes, ejerció bien de consejero técnico bien de asesor ejecutivo bien de vocal asesor, primero a la sombra de Belloch y más tarde a la de María Teresa Fernández de la Vega.

En el ínterin, durante los gobiernos de Aznar, buscó acomodo en el exterior en puestos muy cotizados en su cuerpo por sus altas retribuciones. Al final del mandato de Zapatero, consiguió que le hiciesen magistrado por el cuarto turno, es decir a dedo y sin oposición, lo que suelen describir como “juristas de reconocido prestigio”, aunque siempre está el problema de quién es el que reconoce el prestigio. Por desgracia, hay que preguntarse si no fue una forma que inventó en sus tiempos el PSOE para que  desembarcasen sus fieles en la Administración de Justicia. Ello permitió al nuevo magistrado refugiarse durante los mandatos de Rajoy en su judicatura recién estrenada, para volver con Sánchez a los puestos políticos. Primero, como director en la empresa pública de paradores, para aterrizar más tarde como jefe de gabinete de la ministra de Defensa, cargo que ocupaba al ser nombrado consejero del Tribunal de Cuentas.

Precisamente su inmediata permanencia como jefe de gabinete de la ministra de Defensa podría hacer que alguien se preguntase si no  podría estar inmerso en los supuestos del artículo 33.3 de la Ley Orgánica de la institución: haber gestionado fondos públicos o haber pertenecido a un consejo de administración de un organismo o sociedad pública en los dos últimos años, lo que le invalidaría para ocupar el nuevo cargo.

El segundo puesto como consejero en la sección de enjuiciamiento lo va a ocupar doña Rosario García Álvarez. Su currículum es mucho menos movido que el del anterior, se limita a veintisiete años de experiencia en la carrera judicial, últimamente como magistrada de la sala de lo social en el Tribunal Superior de Justicia de Madrid y profesora de Derecho laboral en la Universidad de Comillas. No parecen conocimientos muy a propósito para el Tribunal de Cuentas. Ni Derecho administrativo, ni financiero, ni mercantil, ni contabilidad, ni auditoría, ni análisis de los estados económicos y financieros, nada. Su única gracia parece que radica en poder ir a la sección de enjuiciamiento y estar dispuesta a cambiar el dictamen. Tan es así que según dicen doña Rosario no estaba en la primera lista, sino que era doña María Luz Rodríguez la designada, pero al darse cuenta de que la titulación de esta última no la capacitaba para ir a la sección de enjuiciamiento, que es para lo que se la necesitaba como objetivo primario -salvar a los golpistas-, se modificó la propuesta.

Poco puede sorprendernos la postura del sanchismo. Está en su naturaleza como en la del alacrán de la fábula. El Gobierno Frankenstein precisa día a día de estos comportamientos para mantenerse. Estaban claros su objetivo y su finalidad. Pero ¿a qué se debe la postura del PP?, ¿qué ganaba con los acuerdos? Solo le pueden acarrear desprestigio, después de meses y meses censurando el procedimiento y denunciando con buen fundamento su dudosa constitucionalidad, hasta el extremo de continuar bloqueando la renovación del Consejo General del Poder Judicial, lo que ahora parece una incongruencia. ¿Por qué uno sí y otros no?

Parece que en algún momento el PP alegó a favor del acuerdo el hecho de que los candidatos propuestos no tenían perfil político, lo que constituye una gran ingenuidad, puesto que confundían el nivel con la trayectoria. Que no hayan ocupado puestos relevantes solo indica que su currículum es más bien gris, pero no que todo él no se haya desarrollado a la sombra del PSOE. Es precisamente esa mediocridad la que más les debería haber llamado la atención y hecho desconfiar y podrían haberse cuestionado acerca de cuál era entonces el motivo de la propuesta. Ahora ya se sabe. Que estaban dispuestos a cumplir de forma servil las indicaciones políticas. La pregunta surge entonces de forma inmediata: ¿qué trapicheos ha habido entre Félix Bolaños y Teodoro García Egea?

Republica 10-3-2022



LA EUROPA DEL CAPITAL Y EL MODELO 720

EUROPA, HACIENDA PÚBLICA Posted on Jue, mayo 12, 2022 20:33:59

En 2017, la Comisión, y ahora el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, se han pronunciado en contra del modelo 720 de la Agencia Tributaria (Declaración informativa sobre bienes y derechos situados en el extranjero). En realidad, lo que censuran y condenan ambas instituciones es la obligación impuesta a los residentes en España de declarar en dicho modelo toda clase de bienes en el extranjero, así como reprueban las sanciones que lleva aparejadas no hacerlo, o hacerlo fuera de plazo.

Lo primero que puede extrañar es que tanto la Comisión como el Tribunal se adentren en materia de Hacienda Pública, ya que la Unión Europea ha huido siempre de estas competencias. Permanentemente ha rechazado todo intento de integración en el ámbito fiscal, a pesar de constituir un complemento necesario tanto del Acta Única como de la Unión Monetaria. En buena medida, los males y defectos de la UE radican en esa falta de unidad fiscal. El presupuesto comunitario es casi ridículo y los ingresos propios, en extremo reducidos y casi en su totalidad cobrados a los Estados y no directamente a los ciudadanos.

Ha sido la pasividad de las instituciones europeas la que ha permitido la existencia de paraísos fiscales dentro de la propia Unión y una competencia desleal entre los Estados, que han ido reduciendo la presión fiscal directa a favor de la indirecta, y que han jibarizado la política redistributiva. La UE nunca ha querido asumir la política redistributiva ni en el plano personal ni en el territorial, pero al mismo tiempo obstaculiza que los Estados la desarrollen.

Pero entonces, ¿por qué la Comisión y el Tribunal se entrometen en la forma de recaudar de un Estado miembro? La explicación se asienta en los derechos y prerrogativas del capital, y más concretamente de sus libres movimientos. La argumentación de la Comisión y del Tribunal, aunque con diferencias, se fundamenta en que consideran que el modelo 720 y todo lo que conlleva constituye una restricción a la libre circulación de capitales y por lo tanto al Derecho comunitario.

Todos los elementos que se cuestionan: las ganancias patrimoniales no justificadas, la no prescripción, la desproporción que según ellos tienen las sanciones, etc., son contrarios al Derecho comunitario, solo en cuanto que todos ellos incrementan la intensidad y la importancia de las restricciones a la libre circulación de capitales. Razonan que todas esas obligaciones impuestas acerca de los bienes que se sitúan en otros países pueden desincentivar la inversión en el extranjero. Aunque tendríamos que decir más bien que lo que hacen es eliminar el incentivo que la posibilidad de fraude y evasión fiscal conceden a la deslocalización de los bienes fuera del país de residencia.

Habrá que preguntarse si la facilidad para defraudar a la Hacienda Pública no es la que corrompe la libre circulación de capitales, al quebrar la neutralidad entre los destinos y al transformarla en evasión de capitales. Conviene no olvidar que gran parte de la inversión en el extranjero se puede realizar desde los bancos nacionales o en territorio nacional. Así que muchos de los que depositan bienes en el exterior lo que buscan es la opacidad fiscal. Con el modelo 720 se pretende retornar a la ecuanimidad, permitiendo que la libre circulación de capitales, al menos en cuanto a la información, se rija por motivos económicos y no fiscales.

Más allá de si el modelo 720 restringe o no la libre circulación de capitales, de lo que no cabe duda es que esta ocupa un papel fundamental en el andamiaje constitucional de la UE. Por el contrario, al sistema fiscal y a la lucha contra el fraude se los relega a un lugar muy secundario, casi irrelevante. En nuestra Constitución la jerarquía es la inversa. La libre circulación de capitales no aparece y, sin embargo, el Estado social, cuyo principal componente es un sistema fiscal justo, basado en la igualdad y progresividad, se configura como columna central del edificio. Ello conduce a plantear un problema de fondo: ¿hasta qué punto son compatibles ambas realidades políticas?

Va llegando el momento de que nos preguntemos si al firmar el Acta Única y al incorporarnos a la Unión Monetaria no se produjo un cambio sustancial de la Constitución Española, modificación que se realizó con cierta ligereza democrática, basándose exclusivamente en la autorización que la Carta Magna concede a los mandatarios para firmar acuerdos internacionales; si bien no parece que al redactar y aprobar este artículo se estuviese pensando en pactos que modificasen esencialmente la propia Constitución.

En honor de la verdad hay que añadir que esta metamorfosis no ha sido exclusiva de nuestro país. La mayoría de los Estados han dado un giro similar. Este hecho es bastante lógico si se considera que los pasos fundamentales en la constitución de la UE se han dado cuando el neoliberalismo había adquirido ya una posición dominante y la socialdemocracia y el Estado Social estaban de retirada. La UE se ha construido siguiendo los axiomas más estrictos de la globalización. En el centro está el capital y sus intereses y son los respectivos lobbies los encargados de escribir el libreto en Bruselas. No nos puede extrañar por tanto que las instituciones europeas solo entren en los temas fiscales para defender las prerrogativas del capital y de las empresas.

El Tribunal de Luxemburgo admite que se puede restringir la libre circulación de capitales en aras de la lucha contra el fraude fiscal, ma non troppo, pero no demasiado. El Estado puede demandar la información, pero sin establecer en caso de incumplimiento esas penalizaciones que se consideran tan duras. O, dicho de otro modo, el modelo 720 puede seguir funcionando, pero con unas sanciones suaves, casi testimoniales, que todo se reduzca a nueva invitación a declarar y que difícilmente empujarán al cumplimiento del contribuyente.

La sentencia acusa a las sanciones a imponer de falta de proporcionalidad. Se ignora a qué se refiere y qué medida emplea para determinarla, pero parece bastante claro que la intensidad y cuantía de la sanción, para que sea efectiva, debe estar en proporción directa a la facilidad de evasión. Allí donde la probabilidad de que la Administración detecte la infracción sea muy alta, la amenaza de una sanción reducida será suficiente para asegurar el cumplimiento. Por el contrario, cuando la posibilidad de evasión es muy grande y además el riesgo se puede diversificar en distintos bienes, las sanciones tienen que ser muy elevadas para que generen algún efecto disuasorio.

En los bienes que se encuentran en el extranjero la posibilidad que tiene la Administración Tributaria de detectarlos, si sus dueños no los manifiestan, es casi inexistente, por lo que las sanciones a la no declaración tienen que ser cuantiosas para lograr algún resultado. El Tribunal quizás emplea el término proporcional en relación a las sanciones que se imponen cuando los bienes están en territorio nacional, lo que no tiene ninguna lógica, dado que los distintos bienes situados en España, al revés de los que se asientan en el exterior, están sometidos a todo tipo de controles. Son muchas las fuentes a través de las cuales llega la información a la Agencia Tributaria: entidades financieras, compañías de seguros, notarios, registradores de la propiedad, catastro, empresas y demás entidades obligadas a retener, etc. Después de cruzar todos estos datos, la información de los bienes situados en España es bastante completa, lo que no quiere decir que no exista fraude en las rentas.

Parece que el Tribunal considera abusivo que los bienes descubiertos en el extranjero se califiquen de incrementos no justificados de patrimonio. Sin embargo, es el mismo tratamiento fiscal que se les da a los que se descubren en el interior. La única diferencia, y quizás esté ahí la explicación de la crítica del Tribunal, se encuentra en la prescripción. Mientras en estos últimos bienes se admite la prescripción, desde el momento en que fueron adquiridos por el contribuyente, siempre que se pueda conocer esta fecha, en los situados en el exterior la prescripción solo comienza a computarse desde el momento en que la Agencia Tributaria tiene noticia de ellos.

Pero esta diferencia es también razonable y no debe extrañarnos ni tendría que escandalizar al Tribunal. En los bienes situados en territorio nacional, la Administración puede localizarlos desde el mismo momento en el que están en poder del contribuyente. Por el contrario, en los que están emplazados en el exterior, difícilmente Hacienda puede descubrirlos si no tiene constancia de su existencia. Además, en el extranjero la Administración no cuenta ni con los medios ni con la potestad de actuar con los que cuenta en el interior.

En sus alegaciones la Comisión aduce que en la UE se ha establecido una serie de directivas destinadas a facilitar el intercambio de información entre los Estados, lo que hace innecesarios otros procedimientos más agresivos como el modelo 720. Resulta un poco ingenuo tal razonamiento. En primer lugar, porque según esta normativa la petición hay que hacerla de forma individualizada, lo que resulta imposible en la mayoría de los casos, cuando se desconoce absolutamente todo. En segundo lugar, porque como casi todo en Europa, esta obligación de información se realiza muy deficientemente, tarde, mal y nunca. Debe de funcionar tan bien como las órdenes de detención, de cuya ineficacia tenemos una amplia constancia los españoles.

Resulta llamativo el escaso espacio que ha ocupado en la prensa esta sentencia y, además, en la mayoría de las ocasiones felicitándose de ella y tildando de abusiva la postura de Hacienda. Parecería procedente que la reacción de aquellos que se oponen a toda subida de impuestos, aferrándose a la idea de que el fraude es muy elevado, fuese la contraria, ya que deberían defender todas las medidas de lucha contra la evasión fiscal. Y contra la sentencia debería haber tomado posición desde luego la izquierda, ya que la gravedad de lo decidido por la UE es grande y deja bien claro lo que se puede esperar dentro de sus límites. No es solo que a nivel comunitario no se pueda establecer un sistema tributario progresivo, sino, que tampoco se puede realizar dentro de cada Estado. Todo conspira para que el modelo que rija en este tema en Europa sea profundamente neoliberal.

En esta ocasión se echan en falta esas voces tan proclives a censurar a la justicia española cuando sentencia a los golpistas catalanes. Se esperaría que, siendo muchos de ellos teóricamente de izquierdas, hubieran reaccionado ante una sentencia que rompe la soberanía fiscal de un Estado miembro en beneficio del capital. Cuando se conozca el listado nominativo de las devoluciones y las cantidades respectivas será difícil no darse cuenta del disparate que se ha cometido con esta sentencia.

Los defensores entusiastas de la sentencia y detractores del modelo 720 se enfrentan a una contradicción. Fue el Gobierno de Rajoy  el que lo aprobó, siendo ministro de Hacienda Cristóbal Montoro. Conozco a Montoro desde hace muchos años, antes de que fuera ministro o secretario de Estado. Coincidí con él en múltiples mesas redondas cuando él ocupaba el cargo de director del Instituto de Estudios Económicos, entidad dependiente de la CEOE, y uno de los principales focos de emisión de pensamiento neoliberal. Nuestras posturas, como es normal, estaban casi siempre enfrentadas. Montoro no ha sido nunca un bolchevique rabioso ni siquiera un furibundo keynesiano. Sin embargo, vio la necesidad de que, si se quiere combatir el fraude, los bienes en el extranjero de los residentes deberían ser tan trasparentes como los que se encuentran en el interior del país.

Republica.com 17-2-2022



LOS FONDOS DE RECUPERACIÓN, NI SON GRANDES NI ANDAN

EUROPA, GLOBALIZACIÓN, HACIENDA PÚBLICA Posted on Jue, mayo 12, 2022 19:49:19

Burro grande, ande o no ande, afirma el refrán popular, y parece hecho a medida del comportamiento del sanchismo. Todo lo que hacen, según ellos, es lo más grande, grandioso, colosal, lo más excelso, histórico, único. Como no podía ser menos, todos estos calificativos u otros parecidos se los han aplicado a los fondos de recuperación europeos. Me temo que ese burro no va andar, pero es que tampoco es el más grande.

Sánchez y la ministra de Economía no han escatimado adjetivos, incluso han llegado a compararlo con el Plan Marshall y, contra toda verdad, se afirma que es la movilización de fondos más elevada que ha realizado la Unión Europea. Lo que, desde luego, no es cierto. Se puede disculpar la ignorancia del presidente del Gobierno, este capítulo no debe de estar en su tesis doctoral, pero lo que es menos explicable es que lo repita Nadia Calviño, dado que ha sido directora general de Presupuestos de la Unión Europea. Es posible que los dos estén haciendo trampas y para realizar las comparaciones consideren los recursos en valores absolutos, sin tener en cuenta la inflación ni las distintas monedas en que están expresados.

Los fondos de cohesión y de desarrollo han representado una movilización de dinero de bastante mayor cuantía que la que ahora se activa. Para realizar estas comparaciones, las transferencias de recursos hay que entenderlas a fondo perdido, excluyendo los préstamos o cantidades reembolsables. Además, habrá que considerarlas en términos netos, es decir, minorando la cuantía de las recibidas con la cuota que el país en cuestión como miembro de la UE debe aportar a la financiación total.

Aplicando lo anterior al Mecanismo para la Recuperación y la Resiliencia, y redondeando, la totalidad de los recursos que la UE proyecta trasladar a los Estados se eleva a una cifra cercana a los 700.000 millones de euros, de los cuales aproximadamente la mitad se entregará en calidad de préstamos y el resto, como transferencias no reembolsables. A España, como uno de los máximos beneficiados, le corresponderán unos 140.000 millones de euros en total; cerca de 70.000 millones de euros, si nos fijamos únicamente en las entregas a fondo perdido.

Para conocer la cuantía real de la ayuda, esta última cantidad se tiene que minorar por el importe con el que España, como un miembro más de la UE, debe contribuir a la financiación de la cantidad total. Este porcentaje es alrededor del 10%, porque es esta misma proporción la que existe aproximadamente entre el PIB español y el de toda la Unión, y que se traduce en una suma de 35.000 millones de euros. Si la transferencia teórica a España va a ser de 70.000 millones de euros, la ayuda neta, esto es, aquella que podemos afirmar que de verdad es a fondo perdido, no estará muy por encima de la mitad (35.000 millones de euros), que se recibirá a lo largo de estos seis años (2021-2026) y que representa un 3% del PIB, es decir, una media del 0,5% anual.

En los muchos años que España gozó de los fondos de cohesión, por lo menos hasta la ampliación al Este, su saldo neto positivo anual frente a la UE se ha movido en un rango del 0,5% al 1% del PIB. A su vez, el saldo neto de Portugal, Grecia e Irlanda ha pasado la mayoría de los años del 2% del PIB respectivo. Es absurdo por tanto pretender situar las ayudas que ahora se movilizan a la cabeza de cualquier otra transferencia realizada por la UE.

Sánchez, creyéndoselo o no, ha colocado los fondos de recuperación en el centro de su mensaje y ha hecho de ellos su máxima baza electoral. Por eso ha magnificado su cuantía, pero, sobre todo, se ha apoderado de ellos. Primero, intentando convencernos de que la concesión ha sido mérito suyo. Recordemos el paseíllo apoteósico que hizo entre todos los ministros aplaudiendo a su entrada al Consejo. Nadie que conozca mínimamente cómo funciona la UE puede creerse que un acuerdo como el de los fondos de recuperación puede ser obra del presidente del Gobierno de España, y menos si ese presidente es Pedro Sánchez.

Segundo, porque sin ningún pudor los considera suyos y por lo tanto con derecho a repartirlos como crea conveniente. No ha permitido que se aplicase ningún control político e incluso, y eso es casi más grave, ha liberado su ejecución de casi todos los requisitos a los que normalmente están supeditados los fondos públicos y ha convertido la fiscalización previa (en las intervenciones delegadas) de estas partidas en una mera nota de toma de razón contable. En ese reparto se va a imponer la más total discrecionalidad en la selección de los agraciados, tanto si son Comunidades Autónomas, empresas o particulares.

Como siempre, Sánchez tiene la virtud de reprochar a la oposición precisamente todo lo que él realiza. Resulta paradójico que en su comparecencia con Olof Scholz haya pedido que nadie convierta los fondos en un instrumento político, cuando ha sido precisamente él, desde el mismo momento de su aprobación, quien los ha considerado el mejor medio para hacer clientelismo y asegurarse así la permanencia en el poder.

Este burro, el de los fondos de recuperación, no solo no es el más grande, es que tampoco parece que pueda andar, al menos en persecución del objetivo que se confiesa y que está explícito en el título: la recuperación. Es posible, sin embargo, que sí funcione para conseguir el otro propósito de Sánchez, el clientelismo. Cuando aún no se había recibido ni un solo euro de los fondos europeos, se consignaron en los ingresos del presupuesto de 2021, 27.000 millones de euros, con la intención de que se pudiese anticipar la ejecución de los programas desde el mismo día uno de enero. Pues bien, la realización no parece que haya influido muy positivamente en la recuperación cuando, las estadísticas y previsiones de todos los organismos nacionales e internacionales, excepto las del Gobierno, llegan a la conclusión de que España se encuentra a la cola de todos los países de la UE en el ritmo de alcanzar los valores económicos  anteriores a la pandemia.

Esto no debería extrañarnos demasiado teniendo en cuenta los ejes transversales que se han fijado para vertebrar los planes de los fondos: la transición ecológica, la transformación digital, la igualdad de género, etc., finalidades que pueden ser muy respetables, pero en las actuales circunstancias no parece que constituyan el camino más rápido ni más eficiente para recomponer lo que la crisis ha destruido.

Existe, no solo en el Gobierno, una versión triunfalista que encomia con gran admiración el Mecanismo para la Recuperación y la Resiliencia y lo ve como una ocasión única que nos presta la UE. No obstante, por mucho que se diga lo contrario, los fondos van a venir condicionados no solo por las obligaciones que pueda imponer Europa, sino también por los proyectos en los que hay que gastarlos, que pueden ser muy convenientes para los fines que la UE se ha marcado, pero quizás no sean tan prioritarios para España.

Estos fondos, al igual que los de cohesión y el FEDER en el pasado, de ninguna manera van a compensar los desequilibrios que generan el mercado y la Unión Monetaria ni pueden compararse con la función redistributiva entre personas y territorios que ejercería una verdadera unión fiscal. Parece que son tan solo ese mínimo que están dispuestos a aceptar los llamados países austeros (de austeros nada, simplemente agraciados por la Moneda Única) para evitar que la desigualdad sea tan grande que termine por poner en peligro la Unión Monetaria.

Las desigualdades que está creando la moneda única -y que no hay fondos que puedan compensarlas- se pueden comprobar de manera fehaciente al considerar cómo ha evolucionado la economía de los países. Tal vez una de las variables más significativas sea el montante de deuda pública (también la privada) que acumulan los distintos Estados. En el año 2000, al comienzo del euro, la deuda pública española (59,60% del PIB) y la alemana (60,40% del PIB) se encontraban casi al mismo nivel; actualmente la primera (122,8% del PIB) es el doble que la segunda (69,7%).

A ello hay que añadir que durante estos años nos hemos desprendido de la casi totalidad de nuestros activos, empresas públicas rentables, lo que la prensa llamaba “las joyas de la corona”. Claramente nos hemos empobrecido. La fortaleza económica se mide por el patrimonio neto. Activo menos pasivo. A partir de la creación del euro nos hemos quedado sin activos y hemos engordado fuertemente nuestro pasivo. Curiosamente, algunos de los que están siempre dispuestos a alabar lo exterior y criticar lo interior han contrapuesto el hecho de que Alemania para financiar las pensiones haya acudido a emitir deuda, mientras que España ha subido las cotizaciones, sin considerar que nuestra deuda es el doble que la alemana y nuestra presión fiscal más reducida. Otra cosa es que el Gobierno español no haya escogido precisamente el impuesto más adecuado.

A lo largo de la historia las deudas han significado dolor, sufrimiento y el camino más corto para el empobrecimiento, la prisión e incluso la esclavitud. El endeudamiento también debilita a los Estados cuando lo contraen nominado en una divisa que no es la suya y que no controlan. Puede hacerles perder su soberanía y supeditarlos a poderes extranjeros. Sirva de ejemplo lo que ha ocurrido en muchos países de Latinoamérica con el Fondo Monetario Internacional. La enorme deuda que en estos momentos tiene contraída España y nominada en una divisa que, aunque suya, no controla hace a nuestro país totalmente dependiente de las decisiones del Banco Central Europeo, y de las presiones que este organismo pueda  sufrir en el futuro.

republica.com 27-1-2022



LAS OCURRENCIAS Y LOS GASTOS FISCALES

HACIENDA PÚBLICA Posted on Jue, mayo 12, 2022 19:37:51

Pocos Estados, por no decir ninguno, niegan su función social. Todos los gobiernos declaran que en su política este objetivo ocupa un lugar importante. Cada año, gobierne quien gobierne, hay que escuchar que los presupuestos de ese ejercicio son los más sociales de la historia. No obstante, creo que hay dos formas de ejercer la política social: una, mediante ocurrencias; la segunda, a través del desarrollo del Estado social.

El Estado social requiere un diseño coherente constituido por instrumentos sólidos, columnas en las que fundamentar un tejido de protección que cubra todas las contingencias. Debe ser un puzle bien trabado que no admita lagunas, pero tampoco repeticiones. Buen ejemplo de ello es el dibujado en la Constitución española: educación, sanidad, pleno empleo, seguro de desempleo, pensiones, apoyo a la familia, protección a la dependencia, vivienda, etc. El mapa es completo y no necesita añadidos, que en buena medida serían duplicidades. Se precisa, eso sí, que las dotaciones sean adecuadas y suficientes para cerrar por completo el círculo.

Hay otra forma de enfrentar la política social. Es la que hemos llamado “de ocurrencias”. Es aquella que aunque incluso se profese en teoría el Estado social, se le dota escasamente, y que se pretende solucionar este grave defecto mediante la concesión un tanto anárquica de prestaciones puntuales dirigidas en muchas ocasiones más que a solucionar un problema a generar réditos electorales. El resultado no puede ser más que caótico, en el que se mantienen lagunas, pero también duplicidades. Las subvenciones y las prestaciones se superponen despilfarrando los recursos sin aplicar ningún análisis de coste de oportunidad. Se beneficia a unos y se perjudica a otros.

En España, con el Estado de las Autonomías, la tendencia al desorden y a la repetición se incrementa de manera significativa. Buen ejemplo de lo que se afirma ha sido recientemente la creación del ingreso mínimo vital, que se ha superpuesto a las ayudas autonómicas, con lo que su concesión ha sido totalmente desigual permitiendo enormes vacíos, pero también duplicidades. Este sistema de adición sin orden ni coherencia sobrepasa con frecuencia el ámbito de la protección social para instalarse en casi todo el ámbito del gasto público.

El desorden que puede imperar, a la hora de presupuestar, en los gastos públicos propiamente dichos se multiplica al infinito cuando se trata de otro tipo de gastos que a menudo no tenemos por tales, me refiero a los gastos fiscales. Bajo este nombre se recoge todo tipo de exenciones, bonificaciones, deducciones etc. que, aunque se presenten como minoración de los ingresos, tienen el mismo efecto que los gastos públicos y suelen obedecer a parecidas razones.

A pesar de esa homogeneidad, resulta curioso comprobar las distintas posiciones que se mantienen respecto a estos dos tipos de gastos según la ideología que se profesa. Desde las filas conservadoras y neoliberales, se suele anatematizar el gasto público. En general, siempre está mal visto. Pero esa agresividad desaparece cuando se trata de gastos fiscales. El déficit público y la estabilidad presupuestaria que se utilizan como argumentos para denigrar cualquier incremento en los gastos del Estado, en absoluto se consideran a la hora de establecer los gastos fiscales.

Existe, sin embargo, una diferencia importante que consiste en que mientras el gasto público propiamente dicho -al menos el que combaten los liberales- suele ser gasto social y beneficia en mayor medida a las clases de rentas bajas, los gastos fiscales se orientan principalmente a favor de las clases altas. Al configurarse como minoración de impuestos, tienen un carácter inverso a estos. Serán tanto más regresivos cuanto más progresivos sean los tributos que aminoran. Aun las deducciones o bonificaciones aparentemente más sociales terminan beneficiando en mayor medida a los que tienen mayores rentas.

Los defensores de los gastos fiscales los justifican a menudo en la conveniencia de incentivar la actividad económica o determinadas variables y sectores -curiosamente en este campo todos se vuelven keynesianos- y, sin embargo, su capacidad para estimular es muy reducida, sobre todo cuando se trata de influir en macromagnitudes tales como el ahorro y la inversión. El único resultado que se logra es el de trasladar los recursos, según las ventajas fiscales, de una a otra forma de ahorro o de una a otra inversión, pero sin modificar significativamente las cantidades globales destinadas a estas magnitudes. En épocas de recesión económica, determinadas medidas, si son limitadas en el tiempo, pueden tener el efecto de anticipar decisiones. Pero, desde luego, esa eficacia se pierde cuando se consolidan y los agentes económicos cuentan con ellas.

Los gastos fiscales presentan importantes desventajas con respecto a una actuación decidida del Estado, a través de las distintas partidas de gasto público. En primer lugar, al no estar explicitados en el presupuesto, los gastos fiscales tienden a consolidarse en mayor medida que las partidas de gastos propiamente dichas, cuya conveniencia en teoría se plantea en cada presupuesto. Por el contrario, los beneficios fiscales se cuestionan en contadas ocasiones, excepto para incrementarlos. Una vez consolidados, pierden la poca eficacia que pudieran haber tenido los primeros años de su implantación.

En segundo lugar, al estar difuminados como una reducción de los ingresos, pasan desapercibidos sin sufrir para su concesión los rígidos controles de otros tipos de gastos y, lo que es más importante, en muchos casos se desconoce una cuantificación adecuada de su coste. Es materia propicia para sufrir un cierto espejismo. Todo el mundo considera los teóricos beneficios que se pueden obtener, pero no se contraponen al coste de oportunidad que comportan ni a los resultados que se producirían si se dedicasen esos recursos a otros objetivos.

En tercer lugar y este es uno de sus mayores defectos, son de muy difícil control e incrementan las vías de fraude. Los requisitos que se imponen a cada una de las exenciones, deducciones o bonificaciones en aras de conseguir el objetivo para el que se han aprobado resultan en muchos casos imposibles de comprobar, sobre todo cuando, como ocurre en la mayoría de los sistemas fiscales modernos, las medidas afectan a un gran número de contribuyentes. La generalizada evasión que posibilitan hace que se incremente y multiplique gratuitamente el coste de las medidas.

Al lado de los beneficios fiscales concedidos por el Estado se superponen los de las Comunidades Autónomas. Sus gobiernos son tanto o más dados a las ocurrencias que el gobierno central y tienen propensión a la misma demagogia. Si examinamos, por ejemplo, en el impuesto sobre la renta las distintas deducciones autonómicas de las diecisiete Comunidades, veremos que conforman un catálogo de lo más abigarrado y heterogéneo. Por lo visto, las necesidades y los objetivos son muy dispares según la opinión de cada gobierno. Ni siquiera existe uniformidad cuando pertenecen al mismo partido. En esto como en casi todo, la existencia de las Comunidades Autónomas termina construyendo un escenario caótico. Las ocurrencias se multiplican por diecisiete.

La descentralización fiscal aplicada en España es una de las más altas de Europa. La transferencia a las Autonomías de la capacidad normativa en materia tributaria ha replicado el modelo existente en la Unión Europea entre los Estados con el mismo resultado perverso, solo que la competencia fiscal entre regiones tiene consecuencias más graves que entre países. De todas formas, no deja de ser irónico que la autonomía normativa tan reclamada por los nacionalistas se haya vuelto en su contra.  He ahí al gran político Rufián rugiendo contra la heterogeneidad y reclamando la armonización. Vivir para ver.

Los gastos fiscales, al menos en España, se han convertido en la carcoma del sistema tributario, de manera que algunos gravámenes esenciales han quedado casi vacíos de contenido. Es lo que ha ocurrido con el impuesto de sociedades, cuya recaudación ha disminuido sustancialmente y el tipo efectivo de algunas empresas se ha reducido de forma escandalosa. Tan es así que el Gobierno ha fijado un tipo mínimo del 15%, aunque calculado sobre la base imponible, con lo que pretende conseguir que la carga fiscal ascienda por lo menos a un nivel que no sea indecoroso. Bien es verdad que el método empleado es un tanto chapucero y muy poco ortodoxo. Lo lógico sería que se eliminase la causa que origina la separación entre el tipo efectivo y el nominal, es decir, que se redujesen los gastos fiscales.

Sería de desear que esa seudocomisión de expertos nombrados por la Ministra de Hacienda a mayor gloria del sanchismo tuviese en cuenta que podar los diferentes impuestos de gastos fiscales representaría uno de los procedimientos más adecuados para incrementar la suficiencia y progresividad del sistema fiscal, al tiempo que se simplificarían de forma real y no ficticia los impuestos. Se acrecentaría, además, la transparencia, y se acercaría los tipos efectivos a los nominales. Se destruiría así cierta demagogia que tiende a magnificar el nivel de la imposición, en especial para ciertas rentas que logran a través de deducciones y exenciones un gravamen mucho menor que el que indican los tipos nominales.

republica.com 20-1-2022



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