No es ningún secreto que la principal característica de este Gobierno es el maquiavelismo, la aceptación de que el fin justifica los medios. Su único objetivo, mantenerse en el poder. Para ello todo vale. Pero creo yo que hay otra característica, tal vez menos conocida y de la que no somos demasiado conscientes, la incompetencia. Las pifias que cometen suele ser fruto de ambas. Alguien poco respetuoso hablaría de maldad y tontería.

Serían infinitos los ejemplos. Por citar alguno, hablemos del embrollo que se ha formado en la Seguridad Social en la que no hay manera de conseguir cita para realizar cualquier gestión. Cerrado por inoperancia. Dicen que falta personal. Pero parece que eso no es óbice para que el ministro del ramo pueda mandar una carta a cada uno de los jubilados haciendo propaganda y jactándose de lo mucho que han subido las pensiones. No dudo que falte personal, pero algo tendrá que ver en el colapso el diseño de un ingreso mínimo vital que resulta ingestionable.

También podríamos poner el ejemplo de los fondos de recuperación europeos que nadie sabe dónde están. El Gobierno apostó por el oscurantismo para poder repartirlos a su gusto y a su conveniencia, sin dar cuenta alguna. Pero tanto ha sido su aislamiento en esta materia, tanta su incompetencia y tanto el desconocimiento de la Administración, que gran parte de ellos están sin ejecutar y otros se están empleando sin control, sin racionalidad, sin el menor análisis del impacto económico y en los fines más variados, decididos solo en virtud del clientelismo político.

La tardanza en su ejecución y las críticas que el Gobierno recibe de la misma Unión Europea han obligado a Sánchez a tirar por la calle de en medio y a buscar los gastos más fáciles de desembolsar, incluso resucitando el catastrófico plan E de Zapatero, repartiendo dinero entre los ayuntamientos un poco a tontas y a locas como una pedrea y para los destinos más variopintos.

Pero quizás donde aparezca de forma más clara la incompetencia sanchista sea en la elaboración de las leyes. Las chapuzas son continuas. Todos los días están en la prensa la ley del sí es sí y sus penosas consecuencias. Lo grave además es que el Gobierno, lejos de reconocer su ineptitud y su metedura de pata, atribuye la culpa a la interpretación de los jueces, lo que choca con el hecho de que los aludidos no sean ni uno ni dos, ni siquiera un grupo lo que podría entenderse por una equivocación, o incluso, pensando aviesamente, fruto de una postura ideológica machista, -como se dice-, porque lo cierto es que las sentencias provienen de toda España y de  jueces de los más diversos pelajes.

El quid de la cuestión estriba que los sanchistas piensan que los tribunales no tienen que aplicar la ley tal como está escrita, sino interpretarla de acuerdo con sus deseos y con lo que ellos quisieron decir cuando la elaboraron, aunque la impericia les haya llevado a plasmarlo de forma distinta. Tendríamos que habernos quedado pasmados, si no estuviéramos ya curados de espanto, al escuchar al portavoz parlamentario del PSOE afirmar tranquilamente que lo que se pretendía era orientar a los jueces sobre por dónde debía discurrir su interpretación.

Cuando falta aún mucho para que acabe la traca de la ley del sí es sí, han aparecido en escena los primeros efectos indeseados, como dice Sánchez, de esa otra ley bodrio en la que se juntan churras, múltiples trasposiciones de directivas europeas, con merinas, la reforma del Código Penal eliminando el delito de sedición y la modificación a la baja del de malversación.

El objetivo es claro, completar los indultos y plegarse a las exigencias de los secesionistas. Esquerra nunca lo ha ocultado, más bien se ha vanagloriado de ello y de haberle ganado el pulso al Estado. En realidad, tampoco el Gobierno lo negó, aunque lo disfrazó del latiguillo habitual de que todo se hacía para pacificar Cataluña.

A Esquerra no le valía rebajar las penas del delito de sedición, sino que perseguía su eliminación, una forma de amnistía. Se quería dejar claro que nunca había habido nada penalmente reprobable, sino actos plenamente democráticos. De nuevo, el Gobierno se plegó a las exigencias de los golpistas y escogió una fórmula con la que creía que salvaba la situación, añadió al delito de desórdenes públicos un nuevo supuesto al que se añadió el calificativo de agravado.

No se precisa tener grandes conocimientos jurídicos para que resulte extraño que se pretenda reducir lo que ocurrió en Cataluña en 2017 a un problema de orden público, por muy agravado que sea. De hecho, el traje de la sedición quedaba ya estrecho y somos muchos los que pensamos que el atavío que le iba a la medida era el de rebelión. Así opinaron durante todo el proceso las tres acusaciones, la Fiscalía, la acusación particular y la Abogacía del Estado, aunque esta última, presionada por el Gobierno, cambió de opinión en la calificación definitiva.

Así también lo creyó en su momento el juez instructor. Y cuando uno lee la sentencia llega a la conclusión de que también lo pensaba el ponente, al menos al redactar la primera parte, puesto que sigue milimétricamente la argumentación de la Fiscalía de que la violencia que exige el artículo 472 del Código Penal no tiene que ser física, sino que puede ser también compulsiva, equivalente a la intimidación grave.

Del mismo modo, y parece una obviedad, se señaló que para que se produzca el delito de rebelión se precisa que tal violencia esté ordenada a conseguir una de las finalidades que marca el susodicho artículo, pero es que los puntos uno y cinco (derogar, suspender o modificar la Constitución o declarar la independencia de una parte del territorio nacional) parecen hechos a la medida de lo que pasó en Cataluña. La conclusión parecía evidente. Sin embargo, la ponencia da una cabriola en el aire y, se supone que en aras de la unanimidad, el Tribunal se inclina por la sedición, aunque hay que hacer esfuerzos para que los hechos quepan en los supuestos de ese delito (ver mi artículo en estas mismas páginas del 17 de octubre de 2019 titulado “Sí, hubo golpe de Estado”).

La unanimidad en la sentencia explica que el auto de su revisión actual se haya suscrito también por todos los miembros del Tribunal. Ello priva de razón totalmente al berrinche de los independentistas, hablando de dictadura de los jueces y al querer ver una intromisión de estos en la función legislativa. Es curioso que los secesionistas hayan tildado la sentencia de venganza, la misma expresión que empleó Sánchez para justificar los indultos. Y es que los relatos de ambos se van haciendo muy similares. En esta ocasión no se ha atrevido él, ni ninguno de sus ministros socialistas, a criticar abiertamente al Tribunal Supremo, pero lo ha hecho mediante apoderado. Ya se ha encargado de realizarlo su portavoz, el periódico “independiente” de la mañana.

Esquerra fue muy ambiciosa. No le resultaban suficientes las rebajas de penas para unos delitos que estaban ya indultados, aspiraban a su desaparición. Bien es verdad que hay bastantes altos cargos que están aún pendientes de juicio y que se sentirían beneficiados con la eliminación total de ese delito. Existía además una clara intención política, mantener que sus actuaciones en contra de la Constitución y su declaración de independencia, lejos de constituir un delito, fueron un acto de soberanía democrática.

El Gobierno central sucumbió a la presión de Esquerra y creyó que el tema se arreglaba creando un supuesto agravado dentro del capítulo de desórdenes públicos. Pero las cosas son como son y no como se pretenden, sobre todo si se carece de los conocimientos precisos. El resultado, tal como afirma el Tribunal Supremo: dejar un enorme vacío legal que deja inerme al Estado frente a un posible nuevo golpe de Estado.

La avidez de Esquerra y su conciencia de que domina al Gobierno les llevó también a exigir la reducción de las penas para el delito de malversación. Los independentistas se encontraron, sin embargo, con una difícil encrucijada, cómo beneficiar a los condenados por el procés, pero solo a ellos, de manera que los favores no se extendiesen a otros delincuentes acusados de corrupción. Con tal fin, se inventaron la tesis de que no es lo mismo defraudar para llevarse el dinero a casa que cuando no hay enriquecimiento propio.

Aparte de lo injustificado que es considerar que el segundo supuesto es menos grave que el primero, no se solucionaba el problema, porque ¿cómo evitar que la reducción se aplicase también a todos los encausados por corrupción cuya finalidad hubiese sido tan solo, por ejemplo, la financiación de los partidos políticos? Rufián, con toda desfachatez, pregonaba que había que hacer una buena operación quirúrgica. Quería indicar con ello que debería hacerse una redacción ad hominem, lo que no es tan fácil si además se desconoce la técnica jurídica.

Una vez más, la reforma de la ley ha sido un engendro, se ignora aún cuáles van a ser las consecuencias, pero lo que sí se sabe es que no va a servir para reducir las penas de inhabilitación a los políticos catalanes del golpe de Estado, que era precisamente la finalidad de la reforma. A la malicia se le añade la ineptitud. El tiro les ha salido por la culata.

Resumiendo, la nueva redacción del delito de malversación se formaliza en tres supuestos, dos de ellos a simple vista no son aplicables a los secesionistas del uno de octubre. El primero se recoge en el artículo 432 bis de nueva creación. Para su aplicación se exige que los bienes apropiados sean devueltos en el plazo de diez días, lo cual evidentemente no se ha cumplido en este caso. El segundo aparece en la nueva redacción del art 433, y se refiere a las autoridades o a los funcionarios públicos que diesen al patrimonio público una aplicación pública distinta al que estaba destinado. Es, por tanto, un supuesto penal que afecta a aquellos que violan la especificidad presupuestaria cambiando, pero dentro del sector público, el destino fijado para los recursos.

Es palmario que este supuesto tampoco es aplicable a la malversación cometida en el procés. No se puede afirmar que dedicar recursos públicos a celebrar un referéndum ilegal para el que no se tiene competencias y financiar aquellas actuaciones necesarias para violar la Constitución y romper España sea una simple variación de la aplicación presupuestaria.

Tanto la versión de malversación descrita en el artículo 432 bis como la del artículo 433, que son las castigadas con menores penas, no son aplicables a las desviaciones de fondos públicos que ocurrieron en 2017 en Cataluña a efectos de llevar a cabo unas actuaciones ilegales y delictivas. Hay que concluir, en consecuencia, que necesariamente se debe imputar la tipificada en el artículo 432, aunque en su nueva redacción.

Los autores de la reforma cometieron, creo yo, dos errores. El primero es haber identificado enriquecimiento propio con ánimo de lucro. El segundo término es mucho más amplio que el simple llevarse el dinero a casa. Se comete la apropiación de los fondos en cuanto se decide darles una finalidad distinta de la utilidad pública en beneficio propio o de un tercero, y no digamos si este destino es ilegal o delictivo como en el caso que nos ocupa.

El segundo error que pienso que cometieron los independentistas -y este es mucho más grave- es que en su demencia dedujeron que dedicar fondos al procés era destinarlos a al interés publico. Su conciencia real o fingida es que no cometieron nada ilegal, sino un acto patriótico. Eso y el victimismo es lo que les lleva a lanzar improperios contra los jueces y a hablar de venganza. La verdad es que se equivocaron y redactaron unas enmiendas al Derecho Penal que no dice lo que ellos, según parece, querían decir. Aparte de malicia, ineptitud.

No obstante, para la ministra de Hacienda no hay ninguna equivocación. Ella tiene descaro y verborrea suficientes para dar la vuelta a la tortilla. Y hay que tenerlo para que, una vez conocida la sentencia, su reacción fuese afirmar que se demostraba así que el PP mentía al decir que la reforma se había hecho para beneficiar a los independentistas catalanes. Es una buena forma de aprovechar y justificar la ignorancia.

republica.com 23-2-2023