Sea cual sea la opinión que se tenga de Feijóo y de su partido, es difícil no haber experimentado como un soplo de aire fresco la lectura del documento que presentó hace dos o tres semanas en Cádiz bajo el título “Plan de calidad institucional”. Frente a relatos políticos construidos de forma totalmente populista, basados en eslóganes y demagogias sin fundamentos técnicos, carentes de cualquier rigor que no sea la mera propaganda y con los que no se tiene ningún empacho en distorsionar la realidad, los treinta folios presentados por Feijóo constituyen un documento serio, con propuestas, de las que se podrá disentir, que se podrán discutir, pero que nadie podrá tildar de frívolas e inconsistentes.

Por supuesto que no es un programa de gobierno. Para serlo debería tratar otras muchas materias y quizás el juicio sobre alguna de ellas, por ejemplo en materia fiscal, no sería nada favorable. Incide tan solo en un aspecto, pero fundamental y básico en la realidad política española, quizás el más acuciante en estos momentos, las medidas necesarias para corregir los agujeros existentes en el funcionamiento de las instituciones y del Estado de derecho.

El 29 de diciembre pasado publiqué en este mismo diario un artículo titulado “Sin derecho, ni social ni democrático”. Señalaba cómo el Estado solo será verdaderamente democrático si está sometido a la ley y al derecho, y únicamente puede ser social si es democrático. Es por eso por lo que las cuestiones que planteó Feijóo son de suma relevancia, porque constituyen el requisito imprescindible a la hora de acometer la solución de cualquier otro problema político. Lo triste es que se hayan olvidado tan pronto y toda la actualidad se centre ahora en esa ley llamada del si es si.

Después de más de cuatro décadas de democracia se fue haciendo patente que nuestro Estado presentaba déficits y fallos en su funcionamiento político que precisaban corrección. En esto, nuestro país no es muy distinto al de otros de Europa. No obstante, a partir de hace años, quizás al compás de la crisis de 2008, surgió una corriente de opinión que se plasmó, aunque de manera distinta, en diversos partidos, y que proclamaban una nueva política.

En realidad, todo quedó en la mera crítica, ya que las soluciones aportadas eran demasiado simples, cuando no contraproducentes. Sirvan de ejemplo las llamadas primarias, que han terminado imponiéndose en determinados partidos y que tan solo han servido para intensificar su estructura caudillista, o la de las listas abiertas que, si bien no ha tenido traslación práctica, su único resultado hubiera sido transferir el poder de los llamados aparatos de los partidos a los medios de comunicación social y a sus propietarios, que favorecerían a unos candidatos frente a otros.

Tras la moción de censura del 2018 y la constitución del Gobierno Frankenstein, se ha producido un salto cualitativo. Ya no se trata de pequeñas lacras u oquedades en nuestro entramado constitucional, sino de formidables vicios en el funcionamiento democrático de los tres poderes del Estado, comenzando por el intento del primero, el Ejecutivo, de absorber y casi anular a los otros dos. Es por eso por lo que, el papel presentado por Feijóo analizando los problemas que sufren los tres poderes, y los de sus instituciones, aunque parcial y con aspectos discutibles, se convierte en una rara avis, y tiene suma relevancia tanto más cuanto que el Partido Popular tiene grandes posibilidades de gobernar en ayuntamientos, comunidades e incluso en el gobierno central.

La pena es que se haya introducido en el documento una propuesta nada novedosa y tampoco demasiado consistente, que ha servido de carnaza para que los medios de comunicación se hayan centrado en ella dejando en lugar muy secundario al resto de los temas, casi todos mucho más trascendentales. Me refiero a la invitación de que gobierne la lista más votada. La idea viene sin duda motivada por el hecho de que se haya multiplicado el número de formaciones políticas, muchas de ellas de tamaño muy reducido, normalmente restringidas a ámbitos territoriales concretos, a menudo independentistas, que confiesan abiertamente su intención de romper el Estado sea por el sistema que sea. Ciertamente el problema se agrava cuando sus planteamientos y medidas terminan imponiéndose mediante un pacto de perdedores.

Pero la solución en todo caso tendrá que abordarse desde la modificación de la ley electoral y no desde la adopción de medidas inadecuadas al sistema político español, que no es presidencialista. Ni al presidente del gobierno central, ni a los presidentes de las comunidades, ni a los alcaldes, los eligen directamente los ciudadanos, sino los diputados de las diversas cámaras o los concejales. De nada serviría que el Ejecutivo fuese elegido sin mayoría, si no tiene después el apoyo necesario para poder gobernar. La segunda vuelta tampoco solucionaría nada. Estaríamos en la misma situación. La cuestión es distinta en los sistemas presidencialistas en los que los ejecutivos cuentan con funciones propias e independientes del legislativo. La cohabitación crea dificultades, pero son superables. En los regímenes parlamentarios, por el contrario, resulta inviable y aboca forzosamente a nuevas elecciones.

La única manera de no dar protagonismo a los partidos anticonstitucionales es el entendimiento entre los grandes partidos nacionales. Incluso, como ocurre en otros países con regímenes parlamentarios como Alemania, mediante lo que se ha llamado la gran coalición. Cosa impensable en España, al menos mientras Sánchez esté al frente del PSOE, no tanto por discrepancias ideológicas (la Unión Monetaria las minimiza) como por intereses personales. La inviabilidad apareció de manera meridiana en el 2015, cuando Sánchez se negó a cualquier tipo de diálogo con Rajoy, ya que desde el primer momento acarició la idea de formar el Gobierno Frankenstein, lo que le permitiría llegar a la presidencia del gobierno y motivó que el Comité Federal de entonces le hiciera dimitir de la Secretaría General. Sánchez ha basado toda su acción política en la construcción de un monigote al que ha llamado derecha y que le ha servido de coartada para acometer todo tipo de tropelías. Quizás este tema merezca tratarse otro día en exclusiva en un artículo.

Es cierto que en el documento presentado por Feijóo y que comentamos ahora, la propuesta de que gobierne la lista más votada se limita únicamente a la administración local, donde resulta más sencilla su implementación. Primero, porque de alguna forma ya existe en la actualidad; se utiliza en el caso de que el alcalde no salga elegido a la primera votación. Segundo, porque las funciones en esta administración están mucho más pegadas a la gestión, y las competencias pueden recaer en el equipo de gobierno sin que sea preciso en la mayoría de los casos el concurso de la totalidad de la corporación.

Pero retornando al plan presentado por Feijóo, son muchos los temas relevantes que han quedado oscurecidos y en segundo plano por la propuesta de que gobierne la lista más votada. El PP haría bien en insistir una y otra vez en ellos y en mostrar claramente su decisión de afrontarlos a su llegada al gobierno, de manera que no quede todo, una vez más, en meras palabras. Importancia suma tiene todo lo referente a la neutralidad e independencia de los órganos constitucionales o asimilados: Consejo General del poder Judicial, Tribunal Constitucional, etc. No obstante, en ese catálogo se echa en falta lo referente al Defensor del Pueblo y al Tribunal de cuentas, que han estado muy politizados, y continúan estándolo después de la pifia de Teodoro García Egea y Pablo Casado pactando con Sánchez su renovación por el sistema tradicional. Quizás sea esta la causa de que no figuren en el plan.

En esta línea de garantizar la neutralidad de las instituciones, además de en los órganos constitucionales también se pone el acento y se ofrecen propuestas de cambio para la Fiscalía General, para la Comisión Nacional del Mercado de Valores, para el Consejo Nacional de Inteligencia, para el Consejo de Investigaciones Científicas, para la Comisión Nacional de la Competencia y de los mercados, así como para el Instituto Nacional de Estadística (INE). La elección de estas instituciones tal vez haya estado motivada por los escándalos que las han rodeado y por las interferencias del gobierno sanchista en ellas con el propósito de manejarlas. En el caso del INE hemos llegado a una situación preocupante. El hecho de haber forzado la dimisión del anterior director general extiende la desconfianza y obliga a preguntarse hasta qué punto los datos no sufren alguna manipulación, datos que son totalmente necesarios para conocer cuál es la realidad económica española.

Hay otras instituciones a las que no se hace referencia, pero en las que sería fundamental introducir reformas para garantizar su neutralidad e independencia. A título de ejemplo se pueden citar la Intervención General de la Administración del Estado y la Agencia Tributaria. Es más, habría que considerar también la problemática de la fiscalización y control del gasto público en las Comunidades Autónomas y en las Corporaciones locales, puesto que es en estas dos administraciones en las que la función interventora goza de menor independencia y son las más sometidas a la autoridad del poder ejecutivo.

La objetividad y la neutralidad constituyen una necesidad no solo en las grandes instituciones del Estado, sino en general en toda la administración pública. El peligro de politización y sectarismo siempre ha estado presente, pero ha sido en los últimos años cuando los defectos se han hecho más palpables. Se han multiplicado y ampliado el número de asesores y altos cargos que no tienen la condición de funcionarios, sino que sus méritos se reducen a los políticos o al hecho de ser familiares o amigos de miembros del Gobierno.

Especial importancia tienen los nombramientos de aquellos que se sitúan al frente de los organismos y empresas públicas. La gran autonomía de la que gozan estas instituciones propicia, por una parte, la probabilidad de ineficacia y mal funcionamiento de los servicios y, por otra, incrementa el riesgo de corrupción o al menos de tráfico de influencias. Además, el anuncio de una nueva ley de reforma de la administración y más concretamente del sistema de oposiciones constituye una amenaza muy seria a la profesionalidad de la función pública y un grave peligro de politización.

Merece destacarse también la referencia que el plan planteado por el PP realiza a la apropiación por el Gobierno y altos cargos de los bienes públicos para usos partidistas o personales. La utilización del Falcon y de los Super Pumas resulta sin duda escandalosa, pero es tan solo un caso más entre otros muchos, entre los que por ejemplo se encuentra esa enorme cascada de espacios publicitarios costeados por los fondos de recuperación o por recursos nacionales y que el Gobierno emplea para cantar sus excelencias y buen obrar, es decir, como medio propagandístico de las formaciones políticas que lo sustentan. Es muy posible que alguien se pregunte si en todos estos casos no estamos ante supuestos de malversación de fondos públicos y por lo tanto susceptibles de perseguirse penalmente.

Tema central en el documento presentado por Feijóo es el papel que asume el Ejecutivo y su relación con el Legislativo y, por lo tanto, con la forma de legislar. Es bastante evidente que esta se ha deteriorado sustancialmente en los últimos años. La multiplicación hasta extremos poco imaginables del decreto ley, instrumento que en teoría solo es aplicable en los casos de extraordinaria y urgente necesidad, la utilización de las disposiciones de ley por los grupos parlamentarios del Ejecutivo, evitando así tener que acudir a los órganos consultivos y acelerando el procedimiento legislativo, el recurso continuo a la tramitación de urgencia, etc., son todos mecanismos de los que se ha valido el Gobierno para burlar al Parlamento y poder así gobernar autocráticamente.

Esta marginación de las Cortes se ha llevado hasta el extremo en los estados de alarma durante los que el Ejecutivo, tal como le ha recordado dos veces el Tribunal Constitucional, asumió funciones que no le correspondían en detrimento del Legislativo. En esta tarea el Gobierno ha contado con la complejidad de las mesas de las cámaras, lo que indica la necesidad de corregir los reglamentos del Congreso y del Senado.

Los treinta folios de Feijóo constituyen un buen instrumento sin duda para que el PP acose al Gobierno sanchista y lo coloque frente a sus contradicciones, pero al mismo tiempo se convierten para Feijóo en un predio del que le va a ser difícil escapar, en un compromiso del que tendrá que dar cuentas si finalmente llega al gobierno.

republica.com 9-2-2023