Hay quien contrapone el derecho a la vivienda al de la propiedad privada, como si para dar satisfacción al primero fuese necesario violar el segundo. No hay tal antagonismo. El derecho establecido por el artículo 47 de la Constitución a que todos los españoles tengan una vivienda digna y adecuada no es frente a los bancos, ni frente a los propietarios de fincas o casas, ni siquiera frente a los fondos buitre de los que tanto se habla. El derecho es frente al Estado, frente a los poderes públicos. Son las distintas administraciones las obligadas a proporcionar la solución habitacional, tal como se denomina ahora. Luego no tiene por qué darse ninguna oposición a la propiedad privada.

Solo los Estados con gobiernos fallidos e inhábiles para cumplir sus funciones cargan sobre el sector privado las obligaciones que solo a ellos competen. Son los gobiernos que no son capaces de distribuir las cargas sociales de forma equitativa entre todos los ciudadanos, de acuerdo con su capacidad económica y mediante un sistema fiscal progresivo, los que terminan asignándolas de manera anárquica e injusta sobre personas y grupos sin motivo especifico que no sea otro que el librarse lo más rápidamente posible de sus obligaciones.

Por eso en España solo el franquismo que, en su falta de voluntad e incapacidad para aplicar una política fiscal progresista y por lo tanto para dar respuesta a las necesidades sociales con la finalidad de acallar a los inquilinos, echó la carga de manera arbitraria sobre los caseros congelando los alquileres y prohibiendo los desahucios.

En la época actual únicamente desde el populismo (y no desde la socialdemocracia) se puede defender una política parecida. Las especiales características de la crisis de 2008 y la generalización de problemas en el pago de las hipotecas pueden explicar que desde dentro de los indignados del movimiento 15-M surgiese la plataforma anti desahucios, como forma de protesta frente al Ejecutivo, aunque en realidad debería haber sido contra los gobiernos anteriores que fueron los que permitieron la burbuja inmobiliaria.

La cosa cambia radicalmente cuando la protesta se extiende al ámbito de los alquileres y, sobre todo, cuando los que protestan están ya en el poder. Muchos de los que son hoy dirigentes de Podemos y que comenzaron su carrera política obstaculizando los desahucios, están hoy en el Gobierno y son los encargados y responsables de dar la respuesta a la carencia de viviendas. Resulta irónico que hablen de personas vulnerables y de soluciones habitacionales como si ellos no tuvieran nada que ver en el asunto y hubiese que encomendar a los jueces y a los propietarios la resolución del problema. El mismo concepto de vulnerable es indeterminado, sobre todo si se deja en manos de los servicios sociales su apreciación. Estos son muy heterogéneos y cada uno de ellos tendrá un criterio diferente.

La respuesta al derecho a una vivienda no puede encontrarse en prohibir los desahucios, sino en que las administraciones públicas cumplan sus obligaciones de facilitar de forma inmediata a aquellas familias sin capacidad económica a las que se vaya a desahuciar una solución habitacional, sea cual sea esta, o bien subvencionar su alquiler hasta que su produzca el arreglo definitivo.

Es el Gobierno el obligado a proporcionar a aquellos españoles que no pueden obtenerla por sus medios, esa vivienda digna y adecuada que determina la Constitución, y a repercutir este coste social entre todos los contribuyentes según su capacidad económica, es decir, mediante impuestos. No parece muy equitativo, más bien una pura lotería, que tenga que ser el arrendador respectivo quien deba asumir la carga social destinada a paliar el deterioro en la posición social o económica de su inquilino. Es como si el médico o el maestro debieran atender gratuitamente y a su costa (y no a la del Estado) a las familias en riesgo de exclusión social, o los tenderos y comerciantes de todo tipo hubieran de suministrar todos sus productos sin contrapartida a las familias socialmente vulnerables. Una cosa es la caridad y otra la justicia.

El problema es ciertamente de justicia: distribuir adecuadamente el coste de la política social de forma generalizada en función de la capacidad económica de cada ciudadano. Pero existe también una cuestión de eficacia, conseguir los objetivos propuestos. El mercado del alquiler, como cualquier otro, se rige por las leyes de la oferta y la demanda. Si se quieren precios más asequibles y mejores condiciones para los arrendatarios, el camino tiene que ser ampliar la oferta, nunca medidas que puedan restringirla (ver mi artículo del 20-9-2018 en este mismo medio).

El mercado español de la vivienda es un mercado muy atomizado. Más del 96% está en manos de pequeños propietarios o familias, la mayoría de clase media, que redondean sus sueldos o pensiones con estos ingresos. Este colectivo se caracteriza por una mentalidad muy conservadora que no quiere riesgo, que en buena medida ha canalizado su inversión al mercado inmobiliario porque lo considera mucho más seguro que el de los activos financieros y cuyos miembros está dispuestos a salirse de él en cuanto vislumbren que el riesgo aumenta.

Una gran parte de ellos consideran que padecen ya indefensión y que se encuentran en una posición de inferioridad frente al arrendatario, que puede impunemente dejar de pagar el alquiler. Su única arma es el desahucio. Desahucio que suele dilatarse en el tiempo y que, cuando al final se logra el piso suele presentar grandes desperfectos, a lo que hay que añadir a menudo considerables deudas en suministros. Y, desde luego, en raras ocasiones se recuperan las rentas dejadas de ingresar. Campañas como las de estigmatización de los desahucios y la previsible aprobación de medidas a favor de los arrendatarios y en contra de los arrendadores incrementan su intranquilidad y sus dudas acerca de si van a verse inmersos en líos judiciales y en escándalos públicos, que es lo último que desean.

Todas estas políticas y actuaciones encaminadas teóricamente a defender a los inquilinos lo que están provocando o pueden provocar es una reducción de la oferta, con la consiguiente elevación del precio o, lo que es aún peor, que los arrendadores adopten medidas muy selectivas a la hora de alquilar. Se expulsará así del mercado a los más vulnerables (emigrantes, parados y precarios con riesgo de desempleo, familias con hijos pequeños o con ancianos, etc.), precisamente a los que se dice querer proteger. Este colectivo, ante la duda de los posibles arrendadores acerca de si van a poder hacer frente al pago de la renta y la sospecha de que en caso de conflicto va a ser mucho más arduo el desalojo, tendrá enormes dificultades para encontrar quien esté dispuesto a alquilarles el piso. El resultado, como se ve va a ser el contrario al que los defensores de la intervención afirman perseguir.

republica.com 26-12-2022