Hace ya algunos días que se oyeron en el discurso político los mayores y más graves disparates. Todo comenzó por que el PP presentó ante el Tribunal Constitucional un recurso de amparo y la petición de medidas cautelarísimas contra la chapuza legislativa que una vez más adoptaba el Gobierno Frankenstein y que violaba todas las normas y reglas procedimentales (ver mi artículo del 15 de diciembre del 2022 publicado en este mismo diario con el título “Legislar a la carta”). La oposición entendió que esta forma de legislar conculcaba sus derechos como diputados, por ello reclamaban el amparo del alto tribunal.

El simple hecho de que el Constitucional se reuniese con carácter de urgencia, y a pesar de que ni siquiera hubiese decidido si admitía o no el recurso, fue suficiente para que el bloque Frankenstein perdiese los nervios y saliese en tromba vomitando todo tipo de exabruptos y despropósitos y tildando de golpistas a la oposición, a los jueces, a los medios y a todo el que se cruzase en el camino de Sánchez. Lo irónico del planteamiento es que los únicos que en realidad han dado un golpe de Estado han sido en 2017 los secesionistas catalanes, que son precisamente los aliados y el apoyo del Gobierno.

Es larga la serie de falacias e improperios vertidos desde las filas del Frankenstein con la aquiescencia del presidente del Gobierno e imposible de recoger en un artículo, pero lo que sí hay que resaltar, y resulta lo más grave, es el supuesto que subyace en todo ese discurso, el mismo que manejaron los golpistas en 2017. Según el cual, el triunfo en unas elecciones concede al ganador un poder absoluto sin sometimiento a las leyes ni a ningún otro poder que haga de contrapeso.

Sin embargo la creación del Estado moderno se ha basado en tres pilares que se han ido asentando progresivamente. Primero se le exigió constituirse como Estado de derecho, con el que se superaba el absolutismo y la arbitrariedad. Se trataba de trascender el sistema basado en un déspota benevolente que aplicaba la justicia según su leal saber y entender, sin someterse a ninguna norma que no fuese la de su juicio y voluntad, y llegar a otro en el que leyes objetivas obliguen por igual a todos los ciudadanos. En esto consiste el gran avance del Estado de derecho, en el sometimiento de todos por igual a la ley, desapareciendo cualquier criterio arbitrario y discrecional.

Tres son principalmente los requisitos que resumen su contenido: a) Reconocimiento y tutela de derechos civiles y libertades públicas; un ámbito de intimidad privada y autonomía para las personas; b) División de los distintos poderes de manera que, contrapesándose, se impida cualquier tipo de absolutismo y c) Sometimiento de todos, y en especial de las autoridades, al imperio de la ley y del derecho.

Posteriormente, el Estado añadió a su condición “de derecho”, la de “democrático”, el gobierno de uno solo o de una camarilla es sustituido por el de todos. El calificativo de democrático predicado del Estado implica la participación de la totalidad de los ciudadanos en los asuntos públicos. Es un paso más en la evolución del Estado moderno, con respecto al simple Estado de derecho; añade al status libertatis el status activae civitatis. Representa, en realidad, una superación del esquema original burgués ligado al sufragio censitario en el que los derechos políticos estaban reservados a ciertos niveles de propiedad y de instrucción, y basado en el funcionamiento de los partidos de cuadros, meras asociaciones de notables. El Estado democrático se fue imponiendo progresivamente en toda Europa desde mediados del siglo XIX hasta los inicios del XX, a través del sufragio universal y los partidos de masas: 1848 para Francia y Suiza, 1864 para Grecia, 1870 para el imperio alemán, 1893 para Bélgica, 1918 para Inglaterra etc.

El Estado social constituye el último paso, al menos por ahora, en ese proceso de configuración del Estado moderno. Parte de la consideración de que los aspectos económicos condicionan el ejercicio de los derechos civiles y políticos y de que el hombre, para poder realizarse como hombre, necesita disponer de un mínimo nivel económico; en definitiva, de que no se puede hablar de auténtica libertad si no están cubiertas las necesidades vitales más elementales. Estima que quizás la mayor esclavitud surge de los lazos económicos. Si el Estado de derecho pretende proporcionar seguridad jurídica, el Estado social intenta garantizar la seguridad económica y social.

El Estado social también se basa en el supuesto de que la estructura económica no solo puede ser un impedimento para el Estado de derecho, sino también para el Estado democrático. Asumen el principio de Marx de que la desigualdad en el dinero origina también la desigualdad en el poder, y que los que concentran las riquezas tienen tales medios e instrumentos que pueden interferir en el juego democrático, desnaturalizándolo y convirtiéndolo en una envoltura puramente formal, sin ningún contenido. Si el Estado quiere ser verdaderamente un Estado de derecho y democrático, no tiene más remedio que ser también social, renegar del laissez faire e intervenir en el ámbito económico.

La pretensión de que el Estado asumiese este carácter de social pasó a integrarse en una gran parte de los programas de la izquierda, más concretamente en el de aquellos partidos llamados socialistas o socialdemócratas. Así, en agosto de 1869 en el congreso fundacional del Partido Socialista Obrero alemán; en la creación del partido socialdemócrata danés en 1878; en 1879 en el Partido Socialista Obrero Español, en 1892 en el partido italiano etc.

Pero es necesario añadir en seguida que esta evolución temporal puede seguirse conceptualmente también en sentido inverso respecto a la posible condicionalidad entre los tres criterios. No puede darse el Estado social si no es democrático y de derecho (en todo caso quedaría reducido a la mera beneficencia) y sin la condición “de derecho” el Estado no puede ser ni democrático ni social. Entre los tres atributos hay una relación determinista y, en un orden lógico y consecuente, cada uno de ellos exige e implica los otros dos. Quedarse en una de las fases sin dar un salto a la siguiente significa no solo no avanzar, sino retroceder; constituye una involución al despotismo, porque ninguna de esas facetas es estable sin el complemento de las restantes.

Hay una tendencia relativamente reciente en fijarse exclusivamente en el criterio de democrático y olvidarse de la sujeción al derecho. Se piensa que los votos permiten todo y que quien gana unas elecciones tiene patente de corso para actuar y gobernar sin ninguna cortapisa. Se recurre a la soberanía popular, pero hay que considerar que esta se encuentra en los tres poderes e informando todas las instituciones del Estado. Los gobiernos, por muy democráticamente que hayan sido elegidos, tienen que funcionar de acuerdo con las leyes y la Constitución. De lo contrario, retornaríamos al absolutismo y a un sistema despótico, aun cuando en este caso no se concrete en un jefe, en un rey o en un caudillo, sino en una mayoría electoral. Dictaduras, ni la del proletariado, decíamos antiguamente en la izquierda. Los votos se emiten de acuerdo con unas reglas de juego y unas leyes que marcan no solo la forma y finalidad de las elecciones, sino también cuáles son las competencias y limitaciones de los elegidos. Las mismas mayorías y minorías se forman de acuerdo con una norma determinada y tal vez serían otras si la ley fuese distinta.

Fue en Francia a partir de Napoleón III cuando surgió la expresión “golpe de Estado”, designando con ello la insurrección frente al orden jurídico, transgrediendo la ley y el statu quo desde el poder. En el golpe de Estado, a diferencia de la revolución, es el poder el que pretende cambiar el marco de juego gracias al cual precisamente se han celebrado los comicios, en la creencia de que las competencias de los elegidos son absolutas y en que no tienen que supeditar sus dictados ante nadie ni ante nada. Se estima que la ley no es igual para todos y que se puede utilizar de forma discrecional y arbitraria según a quien se le aplique.

Recientemente esta mentalidad y forma de actuar, al unísono con el desarrollo del populismo, se ha extendido en bastantes regiones de América Latina. Algunos gobiernos, aunque elegidos democráticamente, se olvidan del Estado de derecho y se deslizan hacia sistemas autoritarios y absolutos, en algunos casos dictatoriales, modificando los regímenes sin respetar las reglas establecidas para ello. Curiosamente con frecuencia acusan de golpistas y subversivos a aquellos que se les oponen.

En España el ejemplo más claro lo constituyó el golpe de Estado de los independentistas catalanes en 2017. Basándose en que el Parlament de Cataluña era soberano y que ellos tenían en él mayoría se creyeron con la potestad de modificar, unilateralmente y sin someterse a las normas y procedimientos establecidos, la Constitución y de cambiar la estructura territorial de España. Negaban la competencia del Tribunal Constitucional para determinar lo que podía aprobar y no aprobar el Parlamento catalán.

Al margen de que la soberanía no reside en la sociedad catalana, sino en la totalidad de la española, es que el hecho de haber ganado unas elecciones no da derecho a actuar en contra de la Constitución ni a negar la autoridad que posee el Tribunal Constitucional para señalar lo que el Parlamento catalán no puede establecer de acuerdo con la Carta Magna. En realidad, solo confirmaban el principio escondido tras el relato que venían repitiendo acerca de lo escandaloso que resultaba que el Tribunal Constitucional hubiese anulado algunos artículos de un estatuto que había aprobado en referéndum la sociedad catalana.

A partir de que Sánchez ganase con apoyo de los golpistas catalanes la moción de censura, esta falsa concepción del orden político mantenido por los secesionistas se ha ido introyectando poco a poco por el Estado y más concretamente por el Gobierno, así como por los partidos que lo apoyan. Incluso han asumido su mismo lenguaje. Términos como conflicto político o desjudicialización de la política indican de forma bastante clara cómo lo que en realidad se pretende es crear para la política un ámbito de impunidad, en el que el derecho y la ley no rigen. De ahí los ataques a los jueces cuando estos pretenden simplemente aplicar el orden penal y constitucional. El presidente del Gobierno para justificar los indultos calificó de venganza la sentencia del Tribunal Supremo.

Los acontecimientos ocurridos estos últimos días y la enorme cantidad de aberraciones y dislates vertidos confirman la concepción absolutista que Sánchez tiene del poder. Ningunea al Jefe del Estado. No admite ningún otro contrapoder, ni leyes ni tribunales. Desprecia el Estado de derecho, cuyos principales supuestos rechaza. No cree que la ley tenga que ser igual para todos y por eso legisla a la carta para que sus aliados soberanistas salgan favorecidos y, como se ve, tampoco cree en la división de poderes, ni en los derechos de las minorías.

Hace años se precisaba escribir artículos como este, con la finalidad de defender el Estado social argumentando que sin él resulta imposible que el Estado sea “de derecho” y “democrático”. Hoy, sin embargo, sorprendentemente lo más urgente y necesario es defender que sin derecho al final se falsean la democracia y el Estado social. O témpora, o mores.

republica.com 29-12-2022