Voy a por todas. Cuando se escuchan estas palabras de boca de Sánchez, no se puede por menos que sentir un cierto escalofrío. Emergen a la memoria todas las cosas que ha sido capaz de hacer para llegar a la presidencia del gobierno y mantenerse en ella. Sánchez ha chalaneado, ha engañado a todo el mundo, ha destruido a su antiguo partido para sustituirlo por una secta a sus órdenes. Se ha mostrado dispuesto a pactar si era necesario con el propio diablo, prometer lo que le pidiesen, pagar el precio que le exigieran, todo para continuar en el poder. Ha construido un mundo de embustes y mentiras que él mismo se ha llegado a creer. Cuando la realidad le ha zarandeado haciendo que viese que perdía elección tras elección y las encuestas una tras otra le eran desfavorables, ha gritado “voy a por todas”. ¿Hasta dónde será capaz de llegar si se encuentra entre la espada y la pared y ve que se le escapa el poder de las manos? Da miedo.

A por todas, no pone ninguna limitación. Todo es lícito, todo vale. El fin justifica los medios. De tanto pactar con los golpistas e independentistas ha asimilado su discurso. Desjudicializar la política. Es imposible encontrar una expresión más mendaz y menos democrática. En realidad, lo que se está pidiendo es acabar con el Estado de derecho.

La política es todo lo referente al gobierno de la polis, la ciudad, el Estado para los griegos. Tras muchos años de historia, después de múltiples vicisitudes, avances y retrocesos, la polis, el Estado moderno, se fundamenta en tres soportes básicos: democrático, social y de derecho. Estos atributos se complementan, se necesitan y ninguno de los tres puede realizarse plenamente sin que se den los otros dos. Así como, sin el carácter de social, el Estado se convierte en el consejo de administración de la clase dominante, sin el derecho, el Estado se transforma en tiranía o se hace despótico. La misma democracia necesita de leyes y de normas para realizarse.

Los golpistas catalanes prescindieron de las leyes y de la Constitución, declararon la soberanía de Cataluña y se proclamaron únicos representantes de los ciudadanos catalanes, sin reparar en que si habían sido elegidos era para el cometido y con las exclusivas competencias que les otorgaban las leyes y la Constitución. Se lanzaron a una revolución, pero desde el poder que les daba la Generalitat, por ello es lícito denominarles golpistas.

El Estado de derecho se impuso y frustró su propósito. Esa es la razón por la que exigen ahora que se desjudicialice la polis, la política, que desaparezca del Estado el derecho y la justicia. Sánchez les ha comprado el eslogan. En realidad no le ha costado mucho. Desde el principio ha tenido alergia a las leyes y a todo lo que coarte sus ansias de poder. Lo probó ya en su primera singladura como secretario general al no aceptar los límites que le imponía el Comité federal del partido e intentar frustradamente un golpe de Estado interno, aunque algún correligionario que le acompañó luego en el gobierno lo interpretase interesadamente como los idus de marzo.

A menudo en nuestra democracia se produce la unión no deseable en una misma mano del poder legislativo y el ejecutivo. Tan solo el judicial permanece independiente. Sánchez ha sabido unir con alianzas y pactos contra natura el ejecutivo y el legislativo, y encuentra como única limitación a su poder la de los tribunales. Por eso desde el primer momento ha pretendido controlarlos. De ahí la enorme ofensiva desatada contra el PP respecto a la elección del Consejo General del Poder Judicial. Incluso han acusado a la oposición de insumisión constitucional.

El PP ha estado más bien torpe a la hora de defenderse. Cuando no se llega a un acuerdo entre dos bandos, es evidente que los responsables serán ambos. No se puede hablar de bloqueo de uno solo. Pero es que, además, el PSOE lo que pretende (a tenor de que todos los vocales que propone son de lo más sectario) es continuar con el sistema de reparto, que es precisamente el contrario al espíritu de la Constitución, según la interpretación dada por el Tribunal Constitucional en su sentencia del 29 de julio de 1986 (véase mi artículo publicado el 23 de septiembre de 2021 en este mismo diario digital y titulado “Trapicheo en la constitución del CGPJ”).

Sánchez, desde que se instaló en el poder, ha establecido un permanente forcejeo, más bien contienda, contra todos los ámbitos judiciales, de manera que se pudiesen retorcer las leyes a su antojo. La última, con la complicidad de la anterior dirección del PP, el nombramiento en el Tribunal de Cuentas de consejeros afines con el único objetivo de que cambiasen, por una parte, el criterio anterior del propio Tribunal, aceptando ahora el sinsentido de que una Administración pueda avalar la responsabilidad contable de quien ha robado a esa propia Administración. Y, por otra, rebajar la cuantía de las cantidades defraudadas por los golpistas del 1 de octubre. Para tales cambios se precisaba el concurso de la Fiscalía, pero la Fiscalía, al igual que la Abogacía del Estado, han dejado de ser instancias profesionales e independientes para ser una prolongación del sanchismo.

En aras de desjudicializar la política, tal como ha pactado con los independentistas, intenta que la Fiscalía retire la acusación a los dirigentes de ETA a los que se juzga por el asesinato de Miguel Ángel Blanco y, del mismo modo, que se inhiba en los juicios pendientes en los distintos tribunales por los acontecimientos de la subversión del 2017 en Cataluña.

Bajo el eslogan de desjudicializar la política, los golpistas catalanes han pasado olímpicamente del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, y del Tribunal Supremo que había ratificado la sentencia del anterior, exigiendo la enseñanza del castellano al menos en un 25% en las aulas. El Parlament ha aprobado una ley con el concurso del PSC por la que se contradice de forma radical la postura de los tribunales y de la misma Constitución. Es más, la ley ha sido seguida de una instrucción del consejero de Educación catalán a los colegios, propia de un régimen dictatorial, prohibiendo el español hasta en los recreos y con comisario político incluido. Aplican al idioma español los mismos procedimientos que Franco utilizaba frente al catalán.

Uno se pregunta si hay que desjudicializar la política. ¿Por qué aprueban una ley? Parece ser que sus leyes sí son válidas. En el fondo lo que se está poniendo en cuestión a diario en Cataluña es un asunto de soberanía. Lo que se esconde detrás de la frase de los independentistas catalanes de desjudicializar la política es el empeño de librar a la polis (estado) catalana de la ley y de la justicia española.

Por eso resulta tan reprobable la postura del Gobierno. Lejos de recurrir la ley del Parlament ante el Tribunal Constitucional, con lo que la norma quedaría suspendida temporalmente hasta que se produjese la sentencia (la suspensión automática solo es prerrogativa del Gobierno), la asume, la jalea y la hace propia, con lo que se coloca también él en insumisión frente al Tribunal Supremo, cosa que ha hecho con frecuencia, y en cierto modo frente a la Constitución.  

En realidad, lo que Sánchez quiere ante todo es politizar la justicia, pretende hacerse con el control del Tribunal Constitucional. Con ese objetivo no tiene empacho en elaborar una ley (bueno, decreto ley, que es lo único que utiliza Sánchez) corrigiendo el que hace unos meses había hecho aprobar y que limitaba las funciones del CGPJ, privándole de hacer nombramientos; ahora se le devuelve tal competencia, pero limitada exclusivamente a la designación de los dos consejeros del Tribunal Constitucional que le corresponden y que es condición para que el Gobierno pueda hacer el nombramiento de los dos suyos. Todo es absolutamente descarado.

Sánchez se ha llevado ya algunos coscorrones del Tribunal Constitucional y, dada la forma de gobernar totalmente despótica, a base de decreto ley y con sumisión continua a las fuerzas que quieren romper el Estado, no es descabellado que se llevase alguno más. De ahí que persiga controlarlo, dado que tiene muchos asuntos pendientes y bastantes de ellos de verdadera importancia, como la sentencia de los ERE.

El Gobierno, siguiendo la senda de Tartufo, por una parte, afirma que respeta el veredicto de los tribunales, pero, por otra, ha salido en tromba en defensa de los dos presidentes de la Junta con el tópico de que ellos no se han enriquecido. Todos los ministros repiten que pagan justos por pecadores. Pero si ellos son los justos, ¿quiénes son los pecadores?

Nunca he entendido ese discurso que disculpa a los defraudadores con el argumento de que no se han enriquecido personalmente. Pienso que siempre existe enriquecimiento, aunque sea indirecto y no inmediato. Es más, en estos casos suele haber un agravante. Si el fin es la financiación de un partido, se está violentando la neutralidad que debe darse en el juego político. Algo parecido ocurrió con los ERE, se utilizó una enorme cantidad de dinero público para crear todo un mundo clientelar que garantizase el poder al partido socialista. Y más grave es aún la corrupción de los golpistas catalanes, que usaron múltiples recursos de la Generalitat para atentar contra el Estado y la Constitución.

Y en la cúspide de todos, aun cuando no este tipificada en el Código Penal y tenga apariencia de legalidad, se encuentra la corrupción de un gobierno que compra con mercedes públicas a otras fuerzas políticas para permanecer como sea en el poder.

republica.com 18-8-2022