El sanchismo se ha empleado a fondo en pregonar las versiones más curiosas acerca de los resultados de Andalucía, que si Juanma Moreno no es del PP, que si ha rentabilizado electoralmente los cuantiosos recursos que Sánchez había mandado a Andalucía, que si lo importante era saber qué tendencia iba a primar en el PP. Pero, a pesar de todo ello, la procesión ha ido por dentro y las señales de alarma han sonado en la Moncloa. El presidente del Gobierno ha terminado por introyectar el discurso de Rufián cuando le interpelaba en las Cortes acerca de que, para invertir la tendencia electoral, el Ejecutivo tenía que implementar medidas progresistas, que más bien habría que tildar de populistas.

El discurso fue sin duda paradójico, porque lo que más perjudica electoralmente al PSOE es precisamente su alianza con Esquerra y con otras formaciones políticas similares. Pero invertir esta situación no está en la mano de Sánchez. Le guste o no, su Gobierno solo puede ser Frankenstein y su permanencia en el poder está ligada irremediablemente a golpistas, soberanistas y descendientes de terroristas. Por eso ha optado por el único camino que cree que le queda, disfrazar la realidad, bien mostrando de ella una faz falsa, bien aprobando todo un abanico de medidas económicas que en su mayoría no tienen por objeto mejorar la economía, ni siquiera paliar los efectos negativos de la crisis, sino mostrar una apariencia de que se pretende dar una respuesta adecuada a la inflación.

A los pocos días de las elecciones andaluzas, el Gobierno ha aprobado un nuevo decreto ley que en buena medida consiste tan solo en prorrogar el anterior, que vencía a finales de junio. El resto  es un pastiche poco convincente lleno de medidas populistas que lo que único que indican es la ausencia de una verdadera política económica y social. Ocurrencias al mejor estilo zapateril, que solucionan nada o muy poco y cuyo truco radica en ocultar cualquier coste de oportunidad, es decir, presentarlas como si fuesen totalmente gratuitas y como si los recursos dedicados a ellas lloviesen del cielo.

Pero lo cierto es que no es así. El coste irá a incrementar el ya muy elevado endeudamiento público, puesto que Sánchez ha eludido desde el principio acometer seriamente reformas fiscales progresivas. El mismo impuesto que se anuncia a las compañías energéticas no deja de ser una chapuza, de dudosa constitucionalidad, sobre todo cuando se le quiere conceder un carácter retroactivo. Se trata solo de la apariencia de que se ataca a los ricos y poderosos. Por otra parte, esta escalada inflacionista no puede explicarse únicamente por los beneficios extraordinarios de las energéticas. Son muchos los perdedores, pero también bastantes los ganadores. Una redistribución de ganancias y pérdidas precisa de una utilización de la política fiscal mucho más fina. Es muy posible, además, que la medida consista tan solo en eso, en un anuncio para cubrir las apariencias, pero que finalmente no llegue a término.

Incrementar el endeudamiento público no es algo inocuo y que no vaya a tener un coste alto. En los momentos actuales en los que el BCE se ve obligado a cambiar de política, y las primas de riesgo de países como España pueden dispararse, la aplicación de nuevos instrumentos para salvar la deuda de estos países se hará sin duda de forma condicionada. De hecho, la Comisión, al dar estos días luz verde al nuevo tramo del Fondo de Recuperación, ya ha dejado caer la necesidad de que España presente un plan creíble acerca de la viabilidad del sistema público de pensiones, transmitiendo así sus dudas acerca de la solución un tanto bobalicona presentada por el ministro Escrivá, con lo que los augurios de cara al futuro no son precisamente buenos. Esperemos que las alegrías actuales no nos conduzcan como en la etapa Zapatero a situaciones muy críticas.

Sánchez, en la presentación del decreto ley, afirmó con aplomo que con las medidas que se aprobaban se reduciría la tasa de inflación 3,5 puntos. Desde una perspectiva económica, la afirmación es ridícula o cómica. No obstante, la disminución sí puede cumplirse en el ámbito de la representación. Todo consiste en que al final el Gobierno afirme, sea cual sea la inflación que se dé, que los precios  habrían sido 3,5 puntos más elevados si no hubiese sido por la política aplicada por el Gobierno. Tan solo una medida puede influir seriamente en la inflación, la reducción del 10 al 5% del IVA de la electricidad, medida que curiosamente fue propuesta por Feijoó y despreciada hasta ahora por el Gobierno, y que desde luego está muy lejos de poder garantizar tal minoración de los precios.

El resto de las medidas apenas van a tener impacto sobre la inflación. Son ocurrencias. Su finalidad consiste en crear una apariencia de ayuda a las clases más perjudicadas, pero resultan un conjunto anárquico, sin ligazón de unas con otras y sin demasiada racionalidad. Suben los carburantes y lo que se rebaja es el precio del transporte público. No parece tener demasiado sentido. La razón esgrimida es que favorece a las clases bajas, aunque se olvidan de todo el ámbito rural. Muchas medidas podrían cumplir de forma mejor esta finalidad al tiempo que reducirían la inflación, como por ejemplo minorar o eliminar el IVA de artículos que entran principalmente en la cesta de la compra de las capas sociales más vulnerables. Alternativamente se alega otra razón, la necesidad de desincentivar el consumo de la energía, pero resulta un poco ingenuo pensar que, si el elevado precio actual no consigue ese objetivo, lo va a lograr la rebaja en el coste del transporte público.

La medida a la que se ha dado más publicidad, por ser quizás la más populista (y que recuerda otras de Zapatero o la aprobada por el mismo Sánchez de conceder 400 euros a los jóvenes que cumplan 18 años en el presente ejercicio para que lo gasten en artículos culturales) es la de establecer una ayuda de 200 euros, como pago único a personas definidas como de bajo nivel de ingresos. El límite de estos queda fijado en 14.000 euros por unidad familiar, y referido al ejercicio 2021.

Como toda medida populista esta se encuentra llena de vacíos y de contradicciones. La primera, su relatividad. Una persona soltera que hubiese ganado 13.500 euros en 2021 tendría derecho a la ayuda, mientras que una familia de seis miembros, tres niños y tres adultos, y que los ingresos de estos últimos hubiesen sido de 6.000, 4.500 y 4.000 respectivamente estarían excluidos de la subvención.

Pero es que, además, el ámbito de los beneficiarios queda limitado a personas que a la entrada en vigor del real decreto ley realicen una actividad por cuenta propia o ajena, o sean desempleados. Quedan excluidos por tanto los perceptores de pensiones no contributivas o del ingreso mínimo vital. Cosa curiosa, cuando se supone que esta última prestación se había creado para dar cobertura a los estratos sociales más vulnerables. Surge de inmediato una pregunta a la que la norma no aparece dar respuesta: ¿Qué sucede cuando en una misma familia coinciden individuos de conjuntos diferentes, por ejemplo, un autónomo y un beneficiario de pensión no contributiva?

Los mayores problemas de la medida van a surgir del hecho de que parece que se ha diseñado por los mismos genios que idearon la chapuza del ingreso mínimo vital, con lo que muy probablemente esté condenada a idénticos defectos y errores. Es más, el decreto ley remite a efectos de su gestión a la norma por la que se establece el ingreso mínimo vital, con lo que sin duda se caerá en el mismo desbarajuste. Empezando porque una vez más se va a producir un desfase temporal entre el momento en que se computan los ingresos (año 2021) y el de la prestación (segundo semestre de 2022). La situación económica puede haber cambiado sustancialmente. Y siguiendo porque en muchos casos resultará muy difícil, incluso imposible, comprobar los requisitos exigidos. Al igual que en el caso del ingreso mínimo vital, se encarga a la Agencia Tributaria, que en la mayoría de las ocasiones no tendrá ni información ni medios para hacerlo y además se la distrae una vez más de su auténtico objetivo, controlar el fraude fiscal.

Sánchez ha puesto un colofón a sus ocurrencias y se presenta como un nuevo Robin Hood. “Sabemos para quiénes gobernamos, para los más vulnerables y para las clases medias y trabajadoras. Este es un gobierno molesto para ciertos poderes económicos que tienen sus terminales mediáticas y políticas”. Eso lo dice quien ha huido del Parlamento para la presentación de sus planes económicos y ha preferido representaciones teatrales delante de toda la plana mayor del mundo empresarial, que, como gorriones, abrían la boca esperando el maná de los fondos europeos.

Republica.com 7-6-2022