“Yo revelo todo mi corazón, amigos míos -atestiguaba Nietzsche por boca de Zaratustra-. Si hubiese Dios, ¿cómo soportaría no serlo? Luego Dios no existe”. Sánchez, aunque sea de forma inconsciente, piensa de la misma manera: si hay rey, ¿cómo soportaría no serlo? Luego delenda est monarchia. La razón de la ofensiva de Sánchez contra la monarquía (ofensiva disimulada, pero no por eso menos agresiva) se encuentra sí en la necesidad de dar gusto a sus socios independentistas, que tienen como uno de sus primeros objetivos destruirla, no tanto como monarquía sino como representación de la unidad del Estado, y atacar al Rey no tanto como rey sino como jefe del Estado.

Pero, también, en un deseo inconsciente frustrado, el de ser rey, pero no rey parlamentario -que necesita para realizar cualquier acto el refrendo del gobierno-, sino absoluto, del Antiguo régimen, de los que aglutinan todos los poderes, tal como los poseía el ahora denostado Juan Carlos I a la muerte de Franco y a los que renunció para transferirlos al pueblo, el español, que según la Constitución es el único soberano. Cuando Sánchez coincide en un mismo acto con el jefe del Estado se nota demasiado su desagrado por tener que ocupar el segundo lugar.

Una noticia no ha tenido quizás la relevancia que merecía, la contestación de la Moncloa al Consejo de Transparencia, acerca del uso del Falcon para asuntos privados o de partido. Han sido tres meses largos de disputas con el Consejo y se han necesitado dos pronunciamientos de la Audiencia Nacional para forzar a Sánchez a reconocer que lo ha empleado para asuntos propios y del partido en infinidad de situaciones. Nunca un presidente de gobierno se ha negado como este a dar información sobre el uso de los medios públicos. Ninguno ha necesitado tantas llamadas de atención por parte del Consejo de Transparencia. Ninguno ha tenido que ser amonestado por la Audiencia Nacional por negarse a facilitar los datos y esconderse detrás de los secretos oficiales.

Con todo, lo más relevante es la argumentación aportada por Moncloa y enviada al Consejo de Transparencia para justificar la utilización de los medios públicos para fines privados: “La condición del presidente del gobierno se ejerce de forma continuada e íntegra durante todo el laxo de tiempo que discurre entre su nombramiento y cese, sin contemplar ningún periodo determinado o determinable en que el jefe del ejecutivo no ostente esa condición”. La contestación no deja de ser sorprendente, ya que parece que se considera la presidencia del gobierno como un cierto manto para cubrir todo lo que se haga y en todo momento, patente de corso, una especie de inviolabilidad para la utilización de los recursos públicos con absoluta discrecionalidad.

Es curioso que ahora que se discute la inviolabilidad del Rey, parece que Sánchez pretende establecerla para la presidencia del gobierno. Con una gran diferencia, en el caso del jefe del Estado la Constitución se la concede después de atarle las manos y establecer que todas sus decisiones sean refrendadas por el Gobierno; de tal manera, que en sentido contrario sus actos son nulos. En nuestra Constitución el jefe del Estado no puede decidir nada por sí mismo. Sus actuaciones se encuentran condicionadas por la voluntad del Gobierno. No puede ir a Cataluña ni a ningún otro sitio si el Ejecutivo no le autoriza; y, piense lo que piense, no ha tenido más remedio, por ejemplo, que firmar los indultos de los condenados por el procés cuando el Gobierno se los ha presentado para su ratificación.

La situación del presidente del Gobierno es totalmente distinta. En un sistema como el español el poder del jefe del Ejecutivo es amplísimo y no necesita para la mayoría de sus decisiones refrendo alguno. De ahí la gravedad de que Sánchez quiera añadirle la irresponsabilidad en el uso de los medios públicos. Quiere ser rey, pero de los de la antigua usanza. Poder acudir en Falcon con su esposa al festival de Benicassim o desplazarse utilizando el mismo medio de transporte por toda España en campaña electoral o en actos de partido, invitar a sus amigos al Palacio de las Marismillas sin dar cuenta a nadie, y sin dar explicaciones marcharse de excursión a Nueva york. En fin, no distinguir entre asuntos particulares y oficiales en la utilización de los medios públicos con el argumento de que él es presidente de gobierno en todo momento haga lo que haga.

No deja de ser curioso que quien se ha negado durante tanto tiempo a dar explicaciones, que quien ha sido amonestado reiteradamente por el Consejo de Transparencia como ninguna otra institución y que quien, creando un precedente gravísimo, ha sido obligado a dar las informaciones que se le reclamaban por la Audiencia Nacional se preocupe tanto por la transparencia de la Casa Real, cuando esta institución, al menos ahora, aparece a la cabeza en todos los rankings en esta materia y además el jefe del Estado debe ser refrendado en todas sus actuaciones por el Gobierno.

Hay asuntos que rayan en lo ridículo, como el hecho de que los ministros y demás acólitos del sanchismo repitan como papagayos la frase ingeniosa del maestro de que el emérito debe dar explicaciones. Lo cierto es que la frase choca con la insistencia en afirmar que ahora es una persona privada, hasta el punto de no poder pernoctar en la Zarzuela, por tratarse de un edificio público, como si no lo fuera el Palacio de las Marismillas y privados los amigos de Sánchez. Juan Carlos ha dado explicaciones, las que podía dar, a través de su abogado, donde las personas privadas las dan, en los tribunales. Aunque en este caso ha sido en la Fiscalía, donde el expediente ha permanecido durante dos años sin llegar siquiera a los jueces. Ya se ha encargado la Fiscalía, bien aleccionada por Lola Delgado, de hacer todo tipo de filtraciones.

En este tema creo que políticos y periodistas han desplegado una buena dosis de hipocresía. Desde que se aprobó la Constitución hasta su abdicación, el anterior jefe del Estado estuvo sometido al refrendo de los distintos gobiernos que respondían por él de sus actos. Es increíble que estos no supiesen nada de las transgresiones o excesos que presuntamente ha cometido el anterior jefe del Estado. Desde el Gobierno de Suárez hasta el de Zapatero, todos en cierta manera han sido responsables. PP y PSOE, PSOE Y PP, no pueden lavarse ahora las manos, y mucho menos rasgarse las vestiduras. Tampoco los independentistas, del PNV y de Convergencia. Algo parecido ocurre con los periodistas.

El sanchismo practica lo del Evangelio. Ven la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el propio. En estos momentos en los que las encuestas les son desfavorables se enrocan en el discurso de la presunta corrupción, la mayoría de casos antiguos, de los demás, pero se olvidan de la suya actual o de la de sus compañeros de viaje. Por ejemplo, el PSC mantiene a Colau en la alcaldía de Barcelona con varias imputaciones.

En cuanto a la corrupción, existe cierta confusión. A menudo solo se considera, o únicamente se le da importancia, a la que comporta el propio provecho y principalmente la malversación en efectivo. Cuántas veces hemos escuchado eso de ”pero ellos no se han enriquecido” Sin embargo, pienso que suele ser bastante peor la corrupción que se comete para favorecer al propio partido que la que el infractor realiza exclusivamente en beneficio propio. Si en ambos casos hay malversación de fondos públicos, en el primer supuesto se ataca además la neutralidad que debe imperar en el juego democrático. Se da ventaja a una formación política por encima de las demás.

Y, para corrupción, la de los amigos de Sánchez, los independentistas, que emplearon en contra del resto de los catalanes gran cantidad de recursos públicos orientados a vulnerar la Constitución y romper el Estado, es decir, a actos delictivos. En el fondo siempre hay enriquecimiento propio, puesto que lo que va al partido o a favorecer la propia opción ideológica termina de una u otra manera beneficiando al autor de la corrupción. Y ¿hay mayor corrupción y enriquecimiento que convertir a un aprendiz de economista incapaz de publicar una tesis sin copiar, en presidente del gobierno a base de cesiones, de comprar con medios públicos, no solo dinerarios sino también políticos, a todos los que pretenden romper el Estado?

A Sánchez habría que llamarle Pedro el de las mercedes por similitud con aquel Enrique II, iniciador de la dinastía Trastámara e hijo bastardo de Alfonso XI, que para llegar al trono y mantenerse en él tuvo que hacer todo tipo de cesiones a los nobles, y que por ello es por lo que la historia lo conoce como Enrique el de las mercedes. Sánchez llegó a la Moncloa y se mantiene en ella a costa de comprar los votos de los enemigos del Estado, pagando un precio muy caro. ¿Hablamos de corrupción?

republico.com 2-6-2022