En mi artículo de la semana pasada intenté comentar y también criticar algunos de los puntos del documento de 41 folios elaborado por el PP y presentado por Feijóo al Gobierno. Opinaba que quizás podría ser conveniente la bajada provisional de los impuestos indirectos que gravan la electricidad y los carburantes a efectos de controlar la tasa galopante de inflación. Sin embargo, consideraba injustificada y contraproducente la reducción arbitraria del IRPF y del impuesto de sociedades. De cualquier modo, terminaba la reflexión afirmando que, dado el desmedido endeudamiento público, toda reducción tributaria tendría que compensarse con una minoración del gasto o un incremento de otros gravámenes.

El documento parece inclinarse por lo que denomina “ahorro en el gasto público”. El análisis no es demasiado fino, ni siquiera ocurrente. No va más allá de recomendar la evaluación de políticas públicas, amén de atribuírselo a órganos como la AIReF, que no tienen competencias en la materia. La verdad es que este sonsonete, junto con el del presupuesto por programas o el del coste cero, llevo oyéndolo desde hace más de cuarenta años, desde mi ingreso en Hacienda, sin que de las palabras se haya pasado nunca a la realidad. Incluso Jordi Sevilla, cuando ocupaba el ministerio de Administraciones Públicas con Zapatero, creó una agencia de evaluación de políticas públicas, y que seguramente lo único que demostró fue la inutilidad de tal organismo.

El problema no estriba en los análisis o en la creación de entes o agencias, sino en la voluntad política de racionalizar el gasto público. La Intervención General de la Administración del Estado (IGAE), con casi ciento cincuenta años de historia y más de cuarenta años de realizar controles financieros sobre los distintos organismos y actuaciones públicas, ha puesto sobre la mesa cientos y cientos -quizás varios miles- de informes señalando múltiples deficiencias y deseconomías en la gestión del gasto público. Pero lo cierto es que muy pocas veces los políticos han hecho caso a las recomendaciones. Son las conveniencias electorales o políticas las que terminan motivando sus decisiones.

De todas formas es conveniente poner las cosas en su sitio. El gasto público en España está sumamente descentralizado. La Administración central es solo una más, que se encuentra al lado de las de 17 Comunidades y de las más de ocho mil corporaciones locales, y la gran mayoría de ellas con un grado de descontrol y de ineficacia mayor que el del Estado. El documento señala a título de ejemplo los 22 ministerios y los múltiples asesores que se han contratado en esta legislatura. Sin duda es un escándalo e indicador de la poca importancia que este Gobierno ha concedido al control del gasto público, y de la desfachatez con la que crea y maneja las instituciones públicas.

No obstante, apartemos el dedo de la diana que está a la vista de todos, y contemplemos el panorama general. El Estado de las Autonomías ha multiplicado por 17 todos los cargos -presidentes, ministros, directores generales, etc.-, en muchos casos con retribuciones mayores que las del Estado. Solo hay que considerar el sueldo del muy honorable presidente de la Generalitat catalana, y las retribuciones y prebendas que quienes han estado en ese puesto mantienen una vez que han dejado el cargo y eso, aunque hayan sido cesados como golpistas y estén fugados de la justicia española. Quizás el mayor despilfarro se encuentra en la misma existencia de las Autonomías. En cualquier caso, no parece que sea posible la marcha atrás, el mallado de intereses políticos en cada Comunidad Autónoma es ya demasiado fuerte.

Además, sería curioso contemplar las reacciones de muchos de los que defienden el recorte en los gastos públicos, cuando de lo general se pasase a lo concreto y se entrase con tijeras y bisturí a la poda de partidas singulares. Habrá pocas unanimidades acerca de qué gastos recortar. Cada uno de ellos tendrá sus defensores, que declararán que son imprescindibles. Es por esto por lo que será muy difícil suprimir determinados gastos, tales como subvenciones a las empresas, a fundaciones, asociaciones y ONG. Son legión las organizaciones que viven enchufadas al erario público, y nos quedaríamos sorprendidos de la cantidad de empresas zombis que existen tan solo porque están colgadas de las ubres del sector público y que, antes o después, la mayoría de ellas terminarán cerrando; pero, eso sí, después de haber consumido una cantidad importante de recursos públicos.

Por otra parte, el mucho o el poco ahorro de los gastos públicos no debería orientarse a la financiación de la bajada de impuestos, sino que habría de destinarse a potenciar y completar otros gastos que están claramente infradotados. Me refiero, por ejemplo, a la sanidad pública. Después de la pandemia, imagino que nadie se atreverá a decir que se trata de un gasto improductivo o que solo el sector privado crea riqueza. La pandemia ha dejado también claras las deficiencias de nuestro sistema de salud, la necesidad de incrementar el personal y de la creación de nuevas instalaciones. Las listas de espera son interminables. Las demoras existentes para que nos atienda un especialista, para afrontar una operación o incluso para la atención primaria, desvaloriza el sistema público de salud y lo reduce en buena medida a unos servicios de urgencia. Es más, conduce a muchos de los que tienen posibles (que sin embargo se tienen por clase media y no quieren que suban los impuestos) a sortear esta situación y contratar una compañía privada, como complemento.

Lo mismo podríamos afirmar de la justicia que, en cuanto a la mecanización, parece encontrarse en la prehistoria y su falta de personal hace que los procesos se dilaten excesivamente en el tiempo, cumpliéndose la aseveración de que una justicia lenta no es justicia. Sería inexplicable que afirmásemos que el gasto en justicia es improductivo, cuando la seguridad jurídica constituye una condición indispensable para la actividad y el desarrollo económico.

Podríamos seguir citando otras muchas partidas de gastos con insuficiencia de recursos. El documento de Núñez Feijóo mantiene que una cantidad mayor de gasto público no conlleva necesariamente un mayor y mejor desempeño. Necesariamente, no, pero también es cierto que la insuficiencia de medios, los recortes y el regateo terminan por echar a perder y por deteriorar servicios muy valiosos. Lo barato muchas veces termina siendo caro.

En cuanto a lo que el documento manifiesta acerca de los fondos europeos de recuperación, hay de todo, cosas acertadas y menos atinadas. Plantea la posibilidad de emplearlos para financiar las rebajas fiscales. No parece ningún disparate, siempre que, tal como yo afirmaba en el artículo de la semana pasada, se refiera exclusivamente a los impuestos indirectos que gravan las distintas fuentes de energía y de carburantes, y de forma provisional. Incluso si Europa pusiese impedimentos para dedicarlos a este objetivo, se podrían asignar a inversiones públicas, tales como la sanidad, la modernización de la Administración o la creación de un gran parque de viviendas sociales dedicadas al alquiler, etc., que permitirían liberar recursos para dedicarlos a la rebaja de impuestos indirectos. 

Por otra parte, el documento señalaba la lentitud con que se están ejecutando los fondos y parece culpabilizar de ello a una mala gestión de la Administración, o a los muchos requisitos y trabas que se ponen en la contratación y en la concesión de las subvenciones en el sector público. Es cierto que los fondos no se están ejecutando ni mucho menos con la celeridad que se anunciaba. Pero, en primer lugar, hay que señalar la dilación de la Unión Europea. Si hay un aparato burocrático parsimonioso, ese es el de la Comisión. Una cosa ha sido el anuncio a bombo y platillo de la creación de los fondos y otra cosa muy distinta el tortuoso camino de las entregas concretas. Hasta ahora solo ha llegado una parte más bien pequeña, y en buena medida a final de año.

A la demora del proceso también ha contribuido la deficiente planificación del Gobierno, centralizando las decisiones de manera autocrática, lo que ha influido en la tardanza en presentar los papeles a la Comisión y también en los sinuosos caminos de las concesiones. Carece de todo sentido colocar el problema de la baja ejecución en los obstáculos administrativos cuando el Gobierno ha eliminado casi todos los requisitos, perjudicando gravemente el control y las posibilidades de racionalización en la aplicación de los fondos.

Las soluciones que plantea Núñez Feijóo para acelerar la ejecución de los fondos europeos discurren por los peores caminos, la desregulación de los gastos y, lo que es peor, la canalización de los fondos mediante los beneficios fiscales, exenciones, deducciones, bonificaciones, etc. La idea bien podía haber sido inspirada por la CEOE. Exigir una mayor desregulación de los gastos es un brindis al sol, porque respecto a los fondos de recuperación han desaparecido la mayoría de los controles. El único paso adelante que cabría dar, aunque sería más bien un paso atrás, sería utilizar los beneficios fiscales, tal como manifiesta Feijóo, lo que significa en el fondo adoptar el autoservicio, esto es, que los empresarios y las familias se sirviesen a sí mismos.

El desorden que puede imperar a la hora de presupuestar en los gastos públicos propiamente dichos se multiplica al infinito cuando se trata de otro tipo de gastos que a menudo no tenemos por tales, los gastos fiscales, que, aunque se presenten como minoración de los ingresos, tienen el mismo efecto que los gastos públicos y suelen obedecer a similares razones.

A pesar de esa homogeneidad, resulta curioso comprobar las distintas posiciones que se mantienen respecto a estos dos tipos de gastos, según la ideología que se profesa. Desde las filas conservadoras y neoliberales, se suele anatematizar el gasto público. Pero esa agresividad desaparece cuando se trata de gastos fiscales. Y es que los gastos fiscales se orientan principalmente a favor de las clases altas. Al configurarse como minoración de impuestos tienen un carácter inverso a estos. Serán tanto más regresivos cuanto más progresivos sean los tributos que aminoran. Aun las deducciones o bonificaciones aparentemente más sociales terminan beneficiando en mayor medida a los que tienen rentas más elevadas.

Además, los gastos fiscales, al estar difuminados como una reducción de los ingresos, pasan desapercibidos sin sufrir para su concesión los controles de otros tipos de gastos y, lo que es más importante, en muchos casos se desconoce una cuantificación adecuada de su coste. Son de muy difícil control e incrementan las vías de fraude. Los requisitos que se imponen a cada una de las exenciones, deducciones o bonificaciones en aras de conseguir el objetivo para el que se han aprobado resultan en muchos casos imposibles de verificar, sobre todo cuando, como ocurre en la mayoría de los sistemas fiscales modernos, las medidas afectan a un gran número de contribuyentes. La generalizada evasión que posibilitan hace que se incremente y multiplique gratuitamente el coste de las medidas. No parece que sea, por tanto, el modo más adecuado para canalizar los fondos europeos de recuperación.

Como se ve por este artículo, y también el de la semana pasada, pienso que el documento presentado por Feijóo posee muchos elementos criticables y rechazables, pero al menos tiene una cierta coherencia interna y se puede analizar y criticar. Por el contrario, el decreto-ley elaborado por el Gobierno y refrendado, aunque dejando pelos en la gatera, por el Congreso es un conglomerado anárquico de medidas, un totum revolutum sin demasiada coherencia, difícil incluso de enjuiciar.

Republica.com 12-5-2022