El día 23 del mes pasado, una providencia del Supremo rechazaba el recurso interpuesto por la Generalitat de Cataluña contra la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de esa Comunidad acerca de la presencia del castellano en los centros docentes catalanes. Concretamente estipulaba que al menos el 25% de las clases debían impartirse en castellano. Hasta aquí todo normal. Lo extraño, lo que debería sorprendernos, es que el Gobern saliese en bloque a denunciar el ataque que, según ellos, estaba sufriendo la Autonomía por parte de la Justicia.
Pere Aragonés manifestó de forma contundente que la sentencia no se iba a cumplir, que el modelo educativo no variaría ni un ápice y, lo que es aún más grave, retó al Gobierno central, y en concreto a su presidente, a que no guardase silencio y saliese a reprobar la actuación de los jueces. Hasta este punto piensan los independentistas que tienen cogido a Sánchez por las orejas. A su vez, el consejero de Educación se arriesga más y pone por escrito el rechazo total a la sentencia y en una carta incita y ordena a los directores de colegio a que no la apliquen.
No hace falta ser experto en Derecho Penal para llegar a la conclusión de que si esto no es prevaricación se encuentra muy cerca de serlo. Parece que contiene todos los elementos para definirlo como tal. La carta tiene toda la apariencia de una resolución en la que se ordena a los inferiores. Y aquello que se dispone consiste en cometer un delito de desobediencia. El consejero ejerce como autoridad y, desde luego, actúa a sabiendas. Veremos qué dicen los tribunales.
Pero más allá del Código Penal y del dictamen de los jueces, lo que conviene resaltar es lo que todos estos hechos tienen de estridentes y preguntarse si no son tantos los desafueros que se están cometiendo en la política española que vamos a terminar por insensibilizarnos y perder el sentido de la normalidad democrática. Esa era mi preocupación cuando publiqué el libro “Una historia insólita. El gobierno Frankenstein”, en la editorial El Viejo topo, que diésemos por normales los extraños acontecimientos que venían sucediendo. Pero mi narración finalizaba con la formación del segundo Gobierno Frankenstein, es decir, con la sesión de investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno.
A partir de entonces, son muchos los lances que han seguido ocurriendo y que han jibarizado aún más nuestra realidad democrática. Y mayor es aun el peligro de que los sucesos más escandalosos los contemplemos con la indiferencia con la que se percibe lo rutinario. Quizás nos estamos acostumbrando a que el Gobierno de Cataluña viva en una permanente insumisión y que solo hagan caso a la ley cuando les favorece, declarándose en cambio en rebeldía siempre que la ley o los fallos judiciales no les convienen. Es curioso que aceptasen la autoridad del Tribunal Supremo para recurrir la sentencia y se la nieguen poco tiempo después en cuanto ha emitido la providencia en su contra.
Incluso hay algo peor, podemos habituarnos a que esas fuerzas insumisas sean las que manden en España y que arrastren al Gobierno de la nación a ser cómplice de la sedición, al menos con el silencio. Así se lo ha exigido públicamente Aragonés a Sánchez (no se cortan un pelo), y el consejero de Educación no ha tenido ningún problema en manifestar que había hablado con Pilar Alegría, quien le había confirmado ser de su misma opinión y garantizado la pasividad del Gobierno. Tampoco el PSC ha tenido ningún reparo en votar en el Parlament catalán en contra de la sentencia; claro que ¿acaso podíamos esperar otra cosa teniendo en cuenta que ellos son los autores del modelo de inmersión lingüística?
La alcaldesa de Barcelona, ella siempre tan amante de lo público y azote de propietarios y banqueros, tan propensa a las lágrimas y pronta a afirmar que no es independentista -a pesar de que en todos los contenciosos se coloca del lado de los sediciosos-, ha encontrado la solución al problema del modelo educativo de Cataluña. Es sencillo: las familias que quieran educar a sus hijos en castellano que se vayan a la enseñanza privada, que la pública es únicamente para los buenos catalanes.
Claro que aún es más estridente y máxima expresión de cinismo e hipocresía escuchar a Rufián dar vivas a Cádiz y a la clase obrera gaditana. Casa mal con ser portavoz de un partido cuyo líder en el pasado, Carod Rovira, no tuvo inconveniente en desplazarse a Perpiñán a pactar con ETA para que no matasen en Cataluña, aunque continuasen atentando contra el resto de España, entre otros sitios en Cádiz. Portavoz en el Congreso de una formación política que acuñó aquello de “España nos roba”, y que mantiene una constante conspiración para separar Cataluña (los ricos) del resto de España (los pobres), o al menos para obtener todo tipo de privilegios en detrimento de las otras Comunidades, entre ellas Andalucía, y por lo tanto de Cádiz. Es posible que la inercia y la costumbre terminen por hacernos aceptar pulpo como animal de compañía, en otras palabras, llegar a creer que Colau y Rufián son de izquierdas.
En esta cascada de disparates, cuya finalidad es que nos habituemos a las mayores imposturas, ocupa un lugar destacado el hecho de que Sánchez se vanaglorie de haber aprobado los presupuestos con la aquiescencia de once partidos. Se presenta como mérito lo que no es más que la expresión de una profunda debilidad, y una enorme ambición, la de un presidente de gobierno cuyo partido cuenta solo con 120 diputados y que tiene que ir al mercado político a comprar todo tipo de apoyos, sin que importe la matricula ni la patente.
Sánchez no ha dudado en aliarse con los golpistas catalanes, con los soberanistas vascos e incluso con los herederos de Herri Batasuna y de pagar el precio que estos le pidan, simple continuación de las múltiples cesiones que lleva haciendo desde el momento de su nombramiento. En el lote se engloban también retazos de partidos políticos de carácter regionalista nacidos al rebufo del nacionalismo y que, siguiendo su ejemplo, están dispuestos a vender sus escasos apoyos por un plato de lentejas.
Sánchez quiere hacernos creer que ha domesticado y controla a todas estas fuerzas políticas, cuando es al revés: son estas formaciones las que se han adueñado del PSOE, lo conducen a donde quieren y consiguen de él y de su gobierno lo que desean. Sánchez quiere que admitamos que ha logrado la paz; es más, quiere que nos acostumbremos a esa paz, paz que no es otra cosa que rendición ante los soberanistas y ante sus cómplices. No son los golpistas los que se han convertido al constitucionalismo, sino que es el PSOE el que ha cambiado de bando. La gran pregunta es si le va a resultar posible y cuándo recorrer el camino inverso.
republica.com 9-12-2021