Treinta y tres años y cuatro días separan el 14 de diciembre de 1988 del 18 de diciembre de 2021. Hay quien dice que la distancia es mucho mayor, la que hay entre unos sindicatos de clase y unos sindicatos verticales. En la primera fecha las organizaciones sindicales pararon el país y estuvieron a punto de forzar la dimisión del presidente del Gobierno; en la segunda, los sindicatos se manifestaron en Cataluña en contra de una sentencia de los tribunales y con la demanda de que la Generalitat la incumpla, es decir, que se sitúe en un estado de insumisión.
Aquel 14 de diciembre las organizaciones sindicales salieron a la calle y arrastraron a la mayoría de los ciudadanos con la finalidad, primero, de abortar una reforma laboral que abarataba y potenciaba el despido y multiplicaba las facilidades para realizar contratos temporales -condiciones, sin embargo, bastantes mejores que las que ahora rigen las relaciones laborales-; y segundo, de impedir una serie de modificaciones fiscales que reducían la progresividad, especialmente en el impuesto sobre la renta. Nada que ver, sin embargo, con las reformas que se adaptaron posteriormente y que han terminado por menoscabar aún más el sistema fiscal. No obstante, en aquel momento, a pesar de que luego la situación ha empeorado, la huelga general logró parar la ofensiva neoliberal.
El 18 de diciembre de este año los sindicatos en Cataluña se han manifestado, pero no han encabezado nada. Más bien han sido puras comparsas de una plataforma independentista, Som Escola, y de un golpista, Jordi Cuixart. Han participado en una protesta no precisamente en contra del Gobierno, ni del central ni del de la Generalitat; se manifestaron, por el contrario, en claro contubernio con este último. La finalidad no era pedir la reforma del mercado laboral ni exigir una fiscalidad más progresiva. No ha sido una protesta social. Las protestas sociales se terminaron en Cataluña hace muchos años. La última fue aquella en la que Artur Mas y algún otro consejero se vieron forzados a entrar en helicóptero al Parlament. Hoy en Cataluña todas las protestas son secesionistas y muchas de ellas, con reclamaciones a todas luces ilegales e inconstitucionales.
En esta ocasión, los sindicatos se han sumado a una protesta independentista, que persigue la desigualdad entre aquellos cuya lengua materna es el castellano y los que tienen como tal el catalán. Según los convocantes de la manifestación, la intención era preservar y proteger la cohesión social en Cataluña, y evitar la división en la escuela por razón de la lengua. Nada más falsario que este discurso, puesto que son los soberanistas los que dividen a los alumnos en dos clases, los que pueden estudiar en su lengua materna y los que no. Pero, como en todo nacionalismo, lo que se persigue es la supremacía de una parte sobre la otra: en este caso del catalán sobre el castellano.
Las sentencias no crean ninguna escisión sino, bien al contrario, pretenden establecer la igualdad que la inmersión lingüística rompe. No se trata, tal como pretenden hacernos creer los secesionistas, de que ese 25% que debe impartirse en lengua castellana se destine solo a aquellos alumnos cuyas familias lo reclaman, sino que se tiene que aplicar a todos los colegios, en todas las aulas y a todos los alumnos. El cambio en el sistema educativo que se deduce de la sentencia, por lo tanto, no divide a los escolares. Todos, sin distinción, recibirían la misma educación. La sentencia lo único que hace es mantener la igualdad de ambas lenguas exigida por la Constitución y que el modelo de inmersión lingüística ha destruido.
Paradójicamente, esa moralina que habla de la riqueza que proporciona la multiplicidad de lenguas no va con los soberanistas. Ellos se sienten más bien cercanos a la tradición judía que se desprende del relato bíblico de la Torre de Babel, en el que la multiplicidad de idiomas se considera un castigo y una maldición. Visión quizás lógica para un pueblo que se creía elegido por Dios y por tanto excepcional y superior al resto. Los soberanistas, si pudieran, suprimirían el castellano de Cataluña.
El drama del nacionalismo catalán es que en el fondo no es capaz de definirse a sí mismo, de establecer aquello que con suficiente consistencia hace a los catalanes diferentes del resto de españoles. Desde luego no es la raza, ni las características genéticas o biológicas. Alejandro Fernández, presidente del PP de Cataluña, con cierta sorna se lo espetaba a Quim Torra en el Parlament, recordándole que anatómicamente era muy españolazo, y que ambos eran muy parecidos. Que se mirase al espejo y que constatara que su figura tenía mucho más que ver con él que con los altos y rubios habitantes del norte de Europa.
Tampoco es posible afirmar que la diferencia se base en la estirpe o en la homogeneidad de ancestros. El INE elabora estadísticas acerca de los distintos apellidos y su frecuencia en cada una de las provincias españolas. Pues bien, los apellidos más frecuentes en Cataluña, y con mucha diferencia, son García, Martínez, López y Fernández. Resulta muy curioso escudriñar los datos de este organismo y descubrir en qué orden quedan en cada una de las cuatro provincias los apellidos que podríamos llamar “más catalanes”. Paradójicamente, se encuentran al final del ranking.
Lo anterior no debería sorprendernos, dados los intensos movimientos migratorios que se han producido, como en toda España, en Cataluña. Los catalanes, del mismo modo que el resto de españoles, son fruto del mestizaje. En los últimos ochenta años Cataluña, al igual que Madrid, ha sido objeto de una continua inmigración de casi todas las otras regiones de España como Extremadura, Andalucía, Castilla, Galicia, etc. En época reciente (y así parece que va a ser en el futuro) el flujo migratorio ha provenido de Latinoamérica, África e incluso de la Europa del Este. Es frecuente escuchar que son pocos los madrileños que han nacido en Madrid. Y muchos menos los que pueden jactarse de que sus padres sean naturales de la capital de España. Lo mismo se puede decir de Cataluña.
Tampoco parece que el criterio territorial pueda fundamentar con cierto rigor la existencia de una nación o de un pueblo diferente del resto de España. A la hora de predicar el derecho a decidir, ¿a quién hay que escoger, a los que han nacido en Cataluña o a los que residen actualmente en ella, aunque lleven tan solo unos cuantos días empadronados? Por otra parte, en qué criterio jurídico nos apoyamos para fijar los límites del territorio. ¿Aceptamos los de la Comunidad Autónoma tal como la definió la Constitución del 78, formada por cuatro provincias, con las demarcaciones que estableció el ordenamiento jurídico en 1833? Ambas normas escogieron una delimitación discrecional. Muy bien podrían haber establecido otra. ¿Por qué no escoger los países catalanes o el antiguo Reino de Aragón?, ¿y por qué no cada una de las provincias por separado?
Tal vez sea la lengua el único factor al que puedan aferrarse los secesionistas para definirse como conjunto distinto del resto de España y apoyar así sus pretensiones de independencia. Dentro de sus planteamientos, el idioma es lo que les proporciona ese carnet de pertenencia a un club diferente del de los otros españoles. Ello no significa que no agiten e intenten potenciar otros factores a los que llaman hechos diferenciales: folklore, usos, tradiciones. Pero eso no les diferencia de otras regiones. Todas tienen costumbres y hábitos propios, pero estos no pueden servir de apoyo para fantasías soberanistas.
La lengua se ha convertido para los secesionistas, por tanto, en un casus belli. Pretenden hacerla hegemónica en toda Cataluña. Para ello deben expulsar el castellano y minimizar el número de hispanohablantes. Hay quien se empeña en afirmar que el procés está acabado. No participo de esa creencia. Una cosa es que, en estos momentos, no puedan llevar a cabo sus bravuconadas, y otra, que no estén dispuestos a esperar una oportunidad mejor. Piensan que esta solo tendrá una probabilidad si conforman una mayoría muy cualificada, y que para ello la escuela y la extensión del catalán son medios esenciales. He ahí la razón por la que se movilizan con tanto empeño con el asunto del idioma, hasta el punto de llegar a la insumisión y a plantar cara ante los tribunales, postura que ahora no suele ser habitual después de ver las consecuencias penales que acarreó el golpe de Estado.
Lo que carece de toda justificación y resulta inexplicable es que los sindicatos se prestasen al papel de comparsa del soberanismo, a no ser que su propósito sea el de representar tan solo a una parte de la población de Cataluña. Insólito es también, aunque nos tiene acostumbrados a ello, que el Gobierno central se lave las manos y no intervenga, permitiendo que la ley y las sentencias no se apliquen en Cataluña. Pero todo es posible desde el mismo instante en que se creó el Gobierno Frankenstein.

republica.com 30-12-2021