Me gustaría que no se aprobasen los presupuestos. Soy consciente de que voy contra corriente. El motivo está lejos de ser la creencia de que Sánchez, de esta forma, tendría que abandonar la Moncloa. La legislatura se va a terminar con presupuestos o sin presupuestos. La diferencia es que, para aprobar unos nuevos, Sánchez va a tener que pagar a cada uno de sus socios el correspondiente tributo, que no irá a su cargo, sino al de todos los españoles. He aquí la razón de mi deseo.

No puedo por menos que sonreír cuando leo en la prensa o escucho en la radio o en la televisión que el presupuesto es el documento político más importante del año; que constituye el programa del Gobierno para el ejercicio; que es fundamental para la economía. En realidad, no hay nada de eso. Prácticamente todo lo que se puede hacer con un nuevo presupuesto se puede hacer igualmente con el anterior prorrogado. La flexibilidad de las modificaciones presupuestarias es tan grande y los créditos extraordinarios se usan con tanta frecuencia que el presupuesto prorrogado se puede modificar todo lo que se necesite para acometer aquellos gastos que el Gobierno desee. En realidad, los cambios pueden producirse y se van a producir tanto si es en el prorrogado como en el nuevo. Recuerdo que un antiguo funcionario de Hacienda, curtido en elaborar las cuentas públicas, medio en broma medio en serio, afirmaba que el presupuesto consistía en un solo crédito y ampliable.

La elaboración de unos nuevos presupuestos se ha convertido en un acto de pura representación, de prestigio para un gobierno o, mejor dicho, de desprestigio en el caso de que no logre aprobarlos. Aprobarlos es prueba de que cuenta con estabilidad parlamentaria. De hecho, el Gobierno Sánchez ha funcionado hasta este año con un presupuesto prestado y prorrogado y sin que ello le haya impedido hacer lo que se le antojara en los años anteriores. Para él,  el presupuesto es tan solo un instrumento para su promoción y propaganda.

Es verdad que todos los gobiernos han transmitido una imagen idílica de los presupuestos y todos los han presentado convenientemente maquillados. Cada año se repite que son los más sociales de la historia. Pero qué duda cabe que este es muy especial. Para darse cuenta de ello basta haber presenciado la rueda de prensa de la ministra de Hacienda. Se ha superado con respecto al año pasado, y miren que era difícil. Amén de la verborrea que en ella es tradicional, todo es lo más de lo más y aún más. No ha habido capitulo, partida o aspecto del que no haya dicho que en él este presupuesto constituye un hito histórico. Le faltó citar a Leire Pajín y el acontecimiento planetario.

Todos son juegos de artificio. Y detrás, el maquillaje de las cifras. Comenzando por un cuadro macroeconómico con previsiones que poco tienen que ver con la realidad, pero que sirven de soporte adecuado para cuadrar las cifras presupuestarias que se desean. Ni siquiera intentan disimularlo. No se han molestado en cambiar las estimaciones ni para 2021 ni para 2022, tras el último ajuste que para el segundo trimestre del año actual ha realizado el INE. El Banco de España ya ha anunciado que modificará a la baja sus previsiones, a pesar de que en este momento son bastante inferiores a las del Gobierno.

Es difícil de creer que en este año y el siguiente, el PIB vaya a crecer un 6,5% y un 7%, respectivamente. El FMI acaba de revisar sus estimaciones para España, fijando para 2021 un 5,7% de crecimiento -ocho décimas inferior a la del Gobierno- y para 2022, un 6,4%, seis décimas menos. ¿Cuál es la finalidad de inflar las previsiones? Una, inmediata. Poder denominar a estos presupuestos los de la recuperación justa. De lo de justa hablaremos más adelante. En cuanto a la recuperación, es que por poco que se corrigiesen a la baja sus estimaciones la recuperación, es decir, la vuelta a la renta de 2019, no se produciría en 2022. Mientras que la mayoría de los países europeos retornarán a los niveles de PIB de 2019 en el próximo año – si no lo hacen en este-, España tendrá que esperar al 2023.

Pero existe otra, la de poder inflar los ingresos de manera que sin tener que pronosticar un déficit escandaloso e inasumible para Europa, haga creíble la posibilidad de acometer todo ese festival de gasto que se presupuesta, gran parte, sin tener en cuenta el coste de oportunidad. El monto de la verbena es, no obstante, de tal calibre que se precisan maquillar adicionalmente los propios ingresos, para que se pueda ofrecer un cierto aspecto de coherencia.

Realizando comparaciones con 2019 -las únicas que tienen significado, puesto que 2020 y 2021 son años anormales por la pandemia- y aceptando las propias cifras de crecimiento proporcionadas por el Gobierno, el PIB nominal experimenta un aumento del 5,6%, casi todo ello debido a la elevación de los precios, mientras que los ingresos tributarios totales se prevé que aumenten el 9%. Sin embargo, no hay en los presupuestos ninguna modificación tributaria de envergadura, lo cual es sorprendente en un gobierno que se llama progresista y que tilda al presupuesto de recuperación justa, para justificar esta diferencia.

Quizás lo más relevante sea la fijación de ese 15% de tipo mínimo en el impuesto sobre sociedades para las empresas con un nivel de facturación superior a 20 millones. Es una medida que tiene más de populismo y de propaganda que de eficacia. Es, además, burda, de trazo grueso; sin ninguna finura, cae en lo que los fiscalistas llaman “error de salto”. El incremento en las ventas de un solo euro puede significar contraer la obligación de contribuir por ese 15%, de manera que al empresario no le interesará vender más de veinte millones de euros hasta que el exceso de facturación sobre esta cantidad compense el plus de tributación que tiene que abonar. Por otra parte, el volumen de ventas no es un buen indicador del tamaño de una compañía. Puede haber muchas diferencias dependiendo del sector al que se pertenezca.

Es verdad que esta medida, patrocinada por la OCDE, ha sido aprobada por 136 países para implantarla en 2023. Pero se trata de un acuerdo de mínimos adoptado entre naciones de características diferentes y de desarrollos económicos y sociales difícilmente comparables; algunas con sistemas fiscales incipientes e injustos. Lo que resulta incomprensible y hasta cierto punto irrisorio es que España se contente con ese mínimo y que el Gobierno lo presente como el culmen del progresismo, tanto más cuanto que el 15% no se gira sobre los beneficios, sino sobre la base imponible, es decir, después de minorar los resultados con una serie de deducciones o bonificaciones que pueden vaciar de contenido esta magnitud.

No se puede negar que el impuesto sobre sociedades quedó muy dañado en España tras el mandato de Zapatero. Pero precisamente por ello lo que se necesita es una reforma en profundidad y no creer que se ha cumplido con un mero parche sin apenas consecuencias prácticas. La prueba de la insignificancia de la medida se encuentra en que el mismo Ministerio de Hacienda prevé una subida muy escasa de la recaudación. La previsión del crecimiento del impuesto de sociedades sobre la de 2019, se cifra tan solo en un 3%, en otras palabras, que ni siquiera cubre la inflación, y se minora por tanto en términos reales.

Muy al contrario, el crecimiento previsto sobre 2019 del impuesto sobre la renta es de un 15%, porcentaje que choca con el incremento del PIB nominal que, según los propios datos del Gobierno, se eleva tan solo al 5%. Todo ello resulta difícil de creer cuando no hay ninguna modificación fiscal de calado que pueda hacer que la recaudación se incremente más que el PIB nominal. Desde luego la disminución de la cuantía máxima a desgravar en el próximo año por aportaciones a los planes de pensiones no puede ser la causa de esta discrepancia.

La importancia de esta medida se ha exagerado. Unos, al presentarla como un gran avance progresista; otros, como una grave injusticia. Ni lo uno ni lo otro. Hace ya bastantes años que los fondos de pensiones dejaron de ser beneficiosos para los partícipes, si es que lo fueron alguna vez. Solo son productivos para los bancos que cuentan con un dinero cautivo para invertirlo donde les interese, amén de obtener lucrativas comisiones. Desde que Montoro eliminó la deducción del cuarenta por ciento que tenían en el rescate no son en absoluto interesantes para los contribuyentes. Lo que se deduce del impuesto, ahora en la suscripción, se gravará en el momento del rescate.

La única ventaja puede venir dada por la divergencia en el tipo marginal que tenga el participe en ambas ocasiones. Para la mayoría de los contribuyentes que tengan capacidad de ahorro como para invertir en fondos de pensiones, la diferencia entre un caso y otro será insignificante, y de cualquier modo no compensará el coste de tener cautivo durante tantos años el dinero, el riesgo de desconocer en qué se invierte y de las comisiones que se deben abonar tanto a la gestora como a la depositaria.

El Gobierno, una vez, más huye de hacer una verdadera reforma fiscal que modifique en profundidad tanto el impuesto de sociedades como el de renta, y que incremente la progresividad y la suficiencia del sistema. Lo de la comisión de expertos es una burda coartada. No se necesitan comisiones, sino voluntad política. Tampoco vale el argumento de que en una crisis no se pueden subir los impuestos. Todo depende de qué tributos se incrementen, a qué contribuyentes afecten y a qué se dediquen los fondos recaudados. Según y cómo no solo puede ser posible, sino hasta muy conveniente.

Republica.com 28-10-2021