Hay veces que cuesta entender a los políticos. A menudo están empeñados en labrar su propia perdición. Son presa de la desmesura. Es lo que entendían los griegos por “hibris”, pecado de orgullo y de arrogancia. Plutarco afirmaba que “los dioses ciegan a quienes quieren perder” y en palabras de Eurípides “Aquel a quienes los dioses desean destruir primero lo vuelven loco”. El poder ofusca a los humanos. La “hibris” arroja a quienes la padecen al exceso y al engreimiento, les fuerza a abandonar la justa medida, a sobrepasar los límites.

Es posible que algunos miembros del PP estén dejándose arrastrar por la “hibris”. Contra toda lógica, se empeñan en crear enfrentamientos internos. Parecen desconocer que son las divisiones entre las distintas facciones de un partido lo que castigan en mayor medida los electores. Su colosal victoria el 4 de mayo pasado puede haber cegado a Ayuso y hacerla caer en lo desorbitado, llevándola a abandonar la objetividad y los límites posibles. Ha perdido, tal vez, la proporción de las cosas.

Da la sensación de que va sobrada, y sobredimensiona su triunfo, olvidando quizás que se debe, más que a su mérito, a los errores y traspiés de Sánchez. Como ocurre últimamente en casi todas las elecciones, el voto en lugar de ser “a favor de”, es “en contra de”. Quizás debería preguntarse en qué medida otro candidato hubiese obtenido un resultado similar.

A Ayuso no son los dioses los que la ciegan, sino determinadas voces de sirena, cercanas a ella y dentro de la agrupación de Madrid. Pretenden ofuscarla, vertiendo en su oído frases agradables que potencian su ego, y la hacen caer en el pecado de desmesura. La lanzan a contiendas que no les convienen ni a ella ni a su partido. Algunas de estas voces son ya conocidas; en su día, ya pusieron todo tipo de zancadillas y obstáculos a Rajoy. Hay abrazos que matan. Dios nos libre de la amistad de Esperanza Aguirre. Siempre ha tenido mucho descaro. Decía aquello de que quería privatizar el Canal de Isabel II para devolvérselo a los madrileños.

Pero la “hibris” también ronda Génova. Cuando, sin ningún mérito propio, sino por demérito del contrario, las encuestas se han dado la vuelta (con la excepción de las de Tezanos) y les favorecen, se llenan de soberbia y se enzarzan en una lucha estéril con la presidenta de la Comunidad de Madrid que a nada conduce. Su altanería y arrogancia contrasta con la levedad de su discurso, que solo se sostiene por las indignidades y peligros que provienen de la actuación del Gobierno Frankenstein.

Es difícil saber qué dioses han ofuscado a la dirección del PP para que después de negarse durante no se sabe cuánto tiempo a la renovación de los órganos constitucionales, si no se realizaba con garantías de imparcialidad e independencia, haya terminado plegándose -excepto en la renovación del Consejo General del Poder Judicial- sustancialmente al mismo sistema de reparto, uno para ti, uno para mí. Es posible que se haya intentado hacer de una manera más disimulada, discreta, huyendo de la desvergüenza y el descaro. Pero el resultado final ha sido el mismo. Han permanecido en la órbita del reparto sin entrar en el círculo del verdadero consenso. Para ese viaje no hacían falta tales alforjas.

El ministro de la Presidencia, que encabezaba la delegación gubernamental en la negociación, dejó enseguida claro que ellos no se responsabilizaban de los cuatro vocales del Tribunal Constitucional elegidos. No habían designado ni a Alcubilla ni a Espejel, es decir, que solo los habían aceptado como contrapartida para que el PSOE a su vez diese su conformidad a Montalbán y a Sáez Valcarcel. Dos para ti, dos para mí. Pero ha sido el mismo presidente del Gobierno el que también ha afirmado con total descaro que él solo responde de los suyos, con lo que certifica el reparto de consejeros.

Resulta evidente que, al menos para el PSOE, no ha cambiado nada. Tampoco para la prensa, que puso enseguida filiación a todos los elegidos. Lo mismo ha ocurrido con los consejeros del Tribunal de Cuentas. No hay duda de quién ha designado a cada uno de ellos. Poniendo el símil de una cuerda, la cual representaría la adscripción política de todos los candidatos. El pacto se habría conseguido a base de que cada partido pudiese elegir a los de un extremo de la cuerda, si aceptaba que la otra fuerza pudiese designar consejeros a los del otro extremo. El verdadero consenso, que es el que está en el espíritu de la Constitución y al que se refería el Tribunal Constitucional, y al que en ningún momento se ha querido recurrir, hubiese consistido en que ambos partidos confluyesen en la elección de todos los miembros, al designar a aquellos que están en el centro de la cuerda. De esta forma, los candidatos serían de los dos y de ninguno.

Que los elegidos sean más desconocidos o que hasta ahora hayan estado más bien en la sombra no quiere decir que se encuentren menos politizados. Me temo que lo único que indica es que su currículo profesional es más gris y, por lo tanto, que no son los más adecuados para el puesto. Da la impresión de que se ha tenido más en cuenta la ideología que la capacitación. A ello abunda el hecho de que, según parece, haya sentado mal en el Tribunal Supremo que ninguno de los cuatro magistrados designados pertenezca a esa institución, cuyos miembros se supone que constituyen la cima de la carrera judicial. Hasta cierto punto la queja, al margen de corporativismos, parece lógica, puesto que algunas sentencias del Supremo tendrán que ser revisadas por el Constitucional, y resulta contradictorio que quienes tienen menor preparación y conocimientos supervisen a aquellos que, en principio, tienen mayor experiencia y capacitación.

Tampoco parece que en el Tribunal de Cuentas se haya escogido a los más aptos, sino que se han priorizado las afinidades políticas. Es curioso que en una institución cuya finalidad primera es la fiscalización de las finanzas públicas brillen por su ausencia entre los currículos de los consejeros elegidos la economía, la contabilidad y la auditoría. Casi todos son juristas.

Pero tal vez sea en la institución del Defensor del Pueblo donde menos se haya disimulado y se hayan guardado en menor medida las formas. Se ha mantenido al milímetro el procedimiento seguido tradicionalmente. El Gobierno nombra al Defensor del Pueblo y la oposición al adjunto. El PSOE ha designado a Ángel Gabilondo para el primer puesto, y el PP a Teresa Jiménez Becerril para el segundo. El sesgo político está suficientemente claro. Gabilondo ha sido ministro con Zapatero, y cabeza de lista impuesto por Sánchez en dos ocasiones a la presidencia de la Comunidad de Madrid, y asimismo portavoz del PSOE en la Asamblea. Becerril, en estos momentos, es diputada en el Grupo Popular y fue durante años europarlamentaria. Los currículos de los dos candidatos elegidos, aun cuando puedan ser muy adecuados para otros cometidos, no son los más aptos para el puesto para el que han sido seleccionados. No parece que su conocimiento de la función pública y de las leyes y procedimientos administrativos (materias sobre las que gira la tarea que tiene que desarrollar esta institución) sea muy profundo.

El acuerdo ha sido una tomadura de pelo. Después de tanto marear la perdiz, han terminado manteniendo el procedimiento de siempre. Casi un fraude de ley, porque está en contra del espíritu del mandato de la Carta Magna, tal como ha indicado el propio Tribunal Constitucional (véase mi artículo del 23 de septiembre pasado en este diario).

Casado se ha cubierto de gloria. Hay que preguntarse quién o quiénes le han cegado para cometer tal equivocación y plegarse a este método de elección que, con sentido, ha venido rechazando durante largo tiempo. Y para ofuscación la de esos tertulianos o analistas políticos que, conducidos por su frivolidad habitual, se congratularon de que los dos partidos mayoritarios hayan llegado a un pacto sin analizar su contenido. Parece ser que para ellos lo importante es el mero acto de acordar y no lo que se ha acordado.

republica.com 11-11-2021