Se ha dicho siempre que cuando no se quiere solucionar un problema se crea una comisión. Los grupos parlamentarios del PSOE y de Podemos han acordado establecer una comisión parlamentaria para estudiar el precio de la energía eléctrica, con una duración prevista de seis meses. Cuán largo me lo fiais, amigo Sancho. Claro que, ¿qué son seis meses para un estadista que planifica para el año 2050?

Sobre este tema se ha dicho ya casi todo. Unas cosas ciertas, otras no tanto. Hay quien para solucionar el problema de la formidable subida de la luz en estos últimos meses propone la creación de una empresa pública. Un poco tarde. Zapatero privatizó Endesa; antes se privatizó Repsol y hoy pretendemos crear una compañía eléctrica desde cero. Se vendió Iberia y a continuación nos vamos a hacer cargo de una empresa aérea llamada Plus Ultra, sin capital, con deudas y con un solo avión, a la que llamamos estratégica. Privatizamos todos los bancos públicos y actualmente avalamos a las empresas privadas con un chiringuito llamado ICO, aceptando el criterio de solvencia que la banca proporciona sobre ellas, aunque después será el erario público el que tenga que hacerse cargo de los incobrables.

Ahora, echamos de menos las empresas públicas. Pero hoy tenemos que jugar en otro terreno, el de la globalización, las multinacionales y la Unión Europea (UE). Se dirá que otros países también juegan en ese campo y mantienen empresas públicas. Pero quizás sea porque sus gobiernos han sido más listos -o menos sectarios- y han sabido zafarse, siquiera parcialmente, de los vientos, más bien huracanes, que venían de Bruselas. Nuestros líderes han estado siempre más atentos a ser niños buenos, primeros de la clase, a tener la aprobación de las autoridades europeas que a conseguir de la UE aquello que conviene a sus ciudadanos. Ahora se ha hecho imposible la marcha atrás. Es relativamente sencillo romper huevos y hacer con ellos una tortilla, incluso se puede permanecer sin romper los huevos, pero lo que resulta totalmente quimérico es reconstruir los huevos a partir de la tortilla.

Por otra parte, no estoy nada seguro de que en este tema a otros países les vaya mejor por el hecho de tener empresas públicas, ya que en el escenario impuesto por la UE estas tienen que comportarse como las privadas, sin que los gobiernos puedan concederles beneficios especiales. Si de algo se cuida la Comisión es que no se violente la sacrosanta libre competencia con ayudas de Estado. Bien es verdad que eso es en teoría, porque las reglas se cambian cuando le conviene a Alemania. Así, en la pandemia se ha abierto la veda porque le interesa al país germánico. Café para todos, hasta el punto de bendecir una ayuda tan irracional y desastrosa como la concedida por el Gobierno español a la compañía de aviación Plus Ultra.

Pero en el caso del mercado eléctrico mayorista es distinto. Se configura de acuerdo con una directiva de la UE de manera rabiosamente liberal, en la que el precio se fija diariamente por subasta de acuerdo con el coste marginal necesario para satisfacer la demanda. Es decir, el precio que se paga a todas las centrales es único, el mayor de todos los ofrecidos, independientemente de cuál haya sido el de su oferta.

En ese mercado compiten centrales con funciones de costes muy diversas. Hay algunas, como por ejemplo las hidroeléctricas y las nucleares, con costes variables reducidos, pero con costes fijos (inversión) cuantiosos; otras, por el contrario, por ejemplo, las de ciclo combinado, tienen costes de inversión muy reducidos, pero costes variables altos. En este sistema marginalista, es lógico que las centrales oferten de acuerdo a sus costes variables. Al ser único el precio con el que se terminará vendiendo toda la electricidad, las que hayan ofertado al precio más bajo, porque lo son sus costes variables, obtendrán un margen de explotación alto, que aparentemente se puede considerar un beneficio injustificable.

Quizás sea este el motivo por el que se demoniza este procedimiento de adjudicación. Hasta Calviño, ella tan europea, lo califica de injustificable. No obstante, en principio ese margen de explotación no tiene por qué ser ilícito, puesto que puede tener como finalidad compensar los costes fijos, correspondientes al mantenimiento, a la recuperación del capital inicial, o a la sustitución futura de la inversión.

Por otra parte, no hay ninguna seguridad de que la alternativa, la de adjudicar cada clase de energía al precio al que se ha ofertado, tuviese mejores resultados, puesto que, en este caso con toda seguridad, las compañías cuyos costes variables son más reducidos, hidráulicas, atómicas, aerólicas, etc., concursarían por un precio superior a estos. Lo harían por un valor cercano al que estimasen que iba a resolverse la subasta, con el riesgo de que pudiesen quedar fuera del pool de adjudicación y por lo tanto de que el precio medio se incrementase, al tiempo que se perdería en transparencia.

En cualquier caso, el método de subasta no está en cuestión, puesto que está fijado por una directiva comunitaria y no parece que la UE esté dispuesta a cambiarlo. Bruselas también prohíbe a los gobiernos la intervención directa en los precios. Una parte de la izquierda no termina de entender que la soberanía nacional queda limitada por la pertenencia a la UE, y no digamos a la Eurozona.

Parece que hay cierta homogeneidad en aceptar que detrás de la importante elevación del precio de la energía que se está dando estos últimos meses en el mercado mayorista se encuentra, por una parte, la subida del precio del gas que impacta en el coste de las centrales de ciclo combinado y, por otra parte, el incremento que se está produciendo en la cotización de los derechos de emisión de CO2, debido al endurecimiento de la política de transición ecológica marcada por Bruselas. No hay visos de que ambos factores vayan a reducirse en los próximos años; lo más probable es que se produzca lo contrario, con lo que, descontando un mayor o menor consumo derivado de posibles cambios climáticos, no puede esperarse que los precios de las subastas del mercado mayorista vayan a  disminuir en el futuro.

Esta subida en el precio de la electricidad en el mercado mayorista está afectando a todos los países europeos, pero no de la misma forma, porque depende de la proporción en que utilizan las distintas clases de energía. Concretamente, España e Italia se encuentran a la cabeza. Esta situación sirve de ejemplo para visualizar las contradicciones en las que se mueve la Eurozona. Países con distintos precios que tienen que competir en el mismo mercado y no pueden compensar esa divergencia variando el tipo de cambio porque tienen la misma moneda.

Los gobiernos nacionales poco o nada pueden hacer con respecto al precio en el mercado mayorista. Ahora bien, en España, este representa tan solo el 30% de la factura, otro 20% obedece a los peajes en los que tampoco parece que exista mucho margen para el cambio. Pero existe otro 50% que está formado por impuestos propiamente dichos o lo que llaman cargos que, en definitiva, son una especie de impuestos, gastos que ahora pagamos los consumidores y que no tienen nada que ver con el suministro eléctrico, sino con decisiones políticas tomadas en el pasado tales como la que tomó Zapatero de conceder 9.000 millones de euros de primas a las renovables o la compensación de las tarifas extrapeninsulares. Decisiones políticas que pueden ser justificables o no, pero cuyo coste, en cualquier caso, no tiene por qué incidir sobre los consumidores de la electricidad.

La solución podría venir por transferir esos gastos o parte de los impuestos al presupuesto. La ministra de Transición Ecológica ha señalado que ello implicaría hacer recaer el gravamen sobre los contribuyentes. Es cierto porque el déficit y la deuda pública no dan más de sí. ¿Pero es que acaso los consumidores de la electricidad no son contribuyentes? La cuestión radica en elegir a qué grupos se grava y qué impuestos se utilizan.

Los que recaen sobre la factura son indirectos y de los más regresivos, con lo que puede haber alternativas en el sistema fiscal mucho más progresistas y adecuadas que compensen los ingresos que se dejen de cobrar al eliminar los impuestos sobre el consumo de la luz. Me temo que el Gobierno, sin embargo, no está demasiado dispuesto a acometer una reforma fiscal en serio. Ya la ha retrasado en varias ocasiones aduciendo que no es el momento, pero el momento no va a llegar nunca. En realidad, es difícil que la emprenda un partido que mantuvo aquello de que eliminar los impuestos era de izquierdas, que defendió un tipo único para el impuesto sobre la renta y que eliminó el gravamen sobre el patrimonio.

Incluso cuando se ve empujado a tener que dar una solución a la difícil encrucijada en la que le ha situado la subida desmedida de la energía eléctrica, solo acude tarde y parcamente a la rebaja (por otra parte, provisional) de los impuestos y cargos que gravan la factura y que, además, solo en parte serán asumidos por el presupuesto, ya que se va a crear el Fondo para la Sostenibilidad del Sistema Eléctrico, que lo único que hará en definitiva será trasladar el coste al gas y a los hidrocarburos. La medida no modificará nada sustancialmente, solo la clase de consumo sobre que la que recaerá el gravamen.

El Gobierno intenta también salir de la encrucijada culpabilizando a las eléctricas y, más concretamente, a las hidráulicas y nucleares que, como hemos dicho antes, obtienen unos beneficios que pueden parecer infundados. Teresa Ribera les ha pedido que tengan empatía. Resulta un poco ridículo demandársela a unas empresas cuya finalidad por principio es la cuenta de resultados. Claro que el Gobierno parece haber cambiado la palabra concordia por empatía. Ahora es la de moda. El ministro independiente de Inclusión, refiriéndose al SMI, también ha pedido empatía a la CEOE. Ahí nos movemos, entre la empatía y la beneficencia, palabras muy ajenas al Estado Social, que se expresa en términos de justicia.

El Gobierno, por distintos medios, proyecta imponer cargas y gravámenes extraordinarios a esta clase de centrales eléctricas, lo que tiene muy buena aceptación popular. Me temo que la medida tiene más de pantalla y teatro que de efectividad, porque sus resultados son extremadamente dudosos. Primero, desde el punto de vista jurídico. No sería la primera vez que las eléctricas derrotan al Estado en los tribunales. Segundo, desde el punto de vista económico. No se sabe cómo van a reaccionar las empresas y los mercados. Hay peligro de que el desenlace sea contrario al buscado. ¿No sería preferible que, en lugar de gravar a las sociedades con unos procedimientos de los que desconocemos sus efectos, se reformara el impuesto sobre la renta de manera que se incrementase el gravamen a los ejecutivos y accionistas de estas compañías y de paso a los similares del resto de las sociedades de acuerdo con la capacidad económica de cada uno de ellos? Pero al Gobierno una verdadera reforma fiscal le da miedo. Terminará la legislatura sin acometerla e intentara moverse con impuestos al consumo que pasan más desapercibidos.

16-9-2020