Recuerdo que, en tiempos de la dictadura, un viejo profesor de Economía se preguntaba qué tipo de economía era la franquista. Y se respondía a sí mismo: “¿Socialista?, no, desde luego; ¿liberal?, tampoco puesto que la intervención estatal es muy elevada”. Es una economía, decía, recomendada. Las decisiones económicas se encontraban en buena medida motivadas por los intereses privados, según la capacidad que tuviesen para influir en el régimen.

El sector público empresarial entonces alcanzaba un tamaño muy considerable. En él se incardinaban casi todas las grandes empresas del país, desde CAMPSA a Iberia, pasando por Tabacalera o Telefónica, y otras muchas más; la mayoría de ellas con pingües beneficios, que iban a repercutir en ingresos saneados a la Hacienda Pública. Pero, al mismo tiempo y a su lado, al INI iban a parar bastantes de las empresas privadas que ya no eran rentables. De tal forma que el sector público empresarial se acabó convirtiendo en el estercolero del sector privado.

La historia enseña a no repetir los errores. Ahora que está tan de moda eso de la memoria histórica, tendría gracia que aquellos que se empeñan en resucitar el franquismo como instrumento para denostar a sus adversarios políticos sean propensos a repetir las mismas equivocaciones de la dictadura, controlando, por ejemplo, los alquileres o estableciendo una economía recomendada.

Hace algunos meses arreciaba la polémica sobre los presupuestos y el Gobierno magnificaba su relevancia con el objetivo de coaccionar a las otras fuerzas políticas; presentaba la negativa a aprobarlos como un acto antipatriótico y una ofensa a todos los españoles. Ya entonces mostré en algún artículo mi escepticismo acerca de la trascendencia del papel económico que pretendía dárseles, y afirmaba que su importancia para el Gobierno radicaba más bien en la mera apariencia política.

Las partidas importantes del gasto público caminan por derroteros distintos a los presupuestarios, con muchos menos controles, casi sin transparencia, disfrazadas de avales, créditos o participaciones en empresas, y a través de entidades interpuestas. Solo muchos años después terminan luciendo en las cuentas públicas. Recientemente, Eurostat acaba de ordenar que los 38.000 millones de euros -importe de la participación que el Estado mantiene en la SAREB, cementerio de las inversiones inmobiliarias de las entidades financieras de la pasada crisis (hace más de diez años)- se contabilicen como deuda pública, elevando así su montante.

Es por eso, porque antes o después impactarán en el erario público y, por lo tanto, en los bolsillos de todos los contribuyentes, por lo que resulta tan relevante, mucho más que los presupuestos, el hecho de que las decisiones sobre los llamados fondos de recuperación se adopten y se aprueben con todas las garantías políticas. No parece que sea ese el camino que vaya a seguir el Gobierno. El dinero aún no ha venido de Europa e incluso los fondos están sin aprobar todavía. La última actuación del Tribunal Constitucional alemán introduce importantes interrogantes, al menos retrasos. Sin embargo, el Gobierno ha comenzado ya a gastar y a conceder ayudas de Estado a través de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI).

El primer caso, el de los 53 millones canalizados hacia la compañía aérea Plus Ultra, está constituyendo ya un ostensible escándalo, pues parece que no se cumple ninguna de las condiciones establecidas para recibir la aportación. No es una empresa estratégica, está muy lejos de ser viable, no está acreditado que sea española y sus principales accionistas emparentados con la cúpula de la dictadura venezolana dan lugar a todo tipo de sospechas acerca de la objetividad en la concesión.

Después de todo el proceso de privatizaciones, la SEPI ha quedado casi vacía de contenido y se muestra incapaz, por tanto, por sí misma de cotejar el cumplimiento de los requisitos por parte de las empresas participantes. Por cierto, la SEPI es una entidad que ha estado descabezada más de cinco meses porque la ministra doctora en medicina y verborrea estaba esperando a ver si su amigo de Sevilla podía retornar al puesto, tras dimitir por estar imputado. Al final no ha tenido más remedio que nombrar a otra persona, por supuesto del mismo clan sevillano.

En el caso de Plus Ultra, la SEPI ha recurrido a tres informes que etiqueta de independientes. El primero de la auditora Deloitte que, tras el penoso papel que las auditorías privadas jugaron en la crisis bancaria pasada, da poca tranquilidad. El segundo, el de una compañía casi desconocida que se define como consultora y a la vez banco de inversiones, regida por un antiguo cargo socialista, León Benelbas, y buen ejemplo de puertas giratorias, que no ofrece mucha garantía ni de competencia ni objetividad. Y, por último, el de la Agencia de Seguridad Aérea (AESA), dependiente del Ministerio de Transporte, cuyo titular es Ábalos, famoso entre otras razones por pasearse por el aeropuerto de Barajas del brazo con la segunda de Maduro y ayudarla a transportar no se sabe cuántas maletas. Con tales informes, el consejo rector de la SEPI dio el visto bueno y elevó la propuesta al Consejo de Ministros, que ha concedido la ayuda de 53 millones de euros, aunque nunca sabremos si la decisión ha sido debida a los informes o más bien los informes han sido elaborados a la carta, en función de una decisión previamente adoptada.

El escándalo de Plus Ultra pone en cuestión todo el fondo de ayudas a las empresas canalizado por la SEPI y establece al mismo tiempo múltiples interrogantes. Quizás la primera pregunta sea cómo encaja en la misma corporación la doble condición de nacional y estratégica. Creíamos que después de privatizar a las grandes empresas del país ya no quedaban empresas nacionales que se puedan llamar estratégicas. ¿Cómo calificar de nacional a una empresa privada? ¿Acaso es suficiente que los accionistas tengan la nacionalidad española? En presencia de la libre circulación de capitales, los accionistas cambian y no hay nada que garantice que la participación del dominio en las empresas permanezca. La línea divisoria a menudo es muy tenue y difícil de reconocer, como se observa, por ejemplo, en el caso de Plus Ultra en el que los defensores de la concesión fundamentan el cumplimiento en el hecho de que la esposa de unos de los dueños venezolanos tiene la nacionalidad española.

Nos venían diciendo que ya no existían empresas nacionales, que todas eran europeas. Bien es verdad que lo mismo nos dijeron sobre los bancos y es claro que a la hora de la verdad cada país continúa asumiendo las pérdidas de sus entidades financieras. La Unión Europea, aplicando uno de sus principales dogmas, la libre competencia, prohíbe toda ayuda de Estado, precepto cuyo cumplimiento ha exigido con todo rigor a lo largo del tiempo. Pero en Europa todo es relativo y sometido a los intereses de los grandes países, especialmente de Alemania. El país germánico, nada más comenzar la pandemia, sin esperar ninguna autorización de la Comisión, se lanzó en apoyo de sus grandes empresas. Europa se ha visto en la obligación de autorizar lo que antes prohibía.

La cuestión es que no hay muchas sociedades españolas que puedan considerarse estratégicas. ¿Podemos mantener que para nuestro país las compañías aéreas Plus Ultra o Wamos tienen tal carácter, después de haber privatizado Iberia? ¿Podemos asegurar que los nichos de mercado que ahora ocupan esas dos entidades no serían ocupados de inmediato por otras compañías? Resulta difícil no sospechar que en España muchas de estas ayudas van a ir encaminadas a empresas en situación crítica, en muchos casos con dificultades económicas anteriores a la pandemia, a la que se va a utilizar como pantalla para salvar entidades poco viables, pero con intereses políticos o partidistas por medio, que en otras circunstancias Bruselas nunca hubiese permitido reflotar.

Y con esto nos adentramos en los criterios de insolvencia y viabilidad. Plus Ultra nunca ha dado beneficios y su patrimonio neto ha sido casi permanentemente negativo. Incluso en el año 2017 estaba en situación de concurso de acreedores, de la que según parece se libró mediante un préstamo participativo de origen muy dudoso concedido por Panacorp, un banco panameño rodeado del oscurantismo propio de un paraíso fiscal. Lo cierto es que todo el patrimonio de Plus Ultra se reduce a un avión en propiedad, ya que el resto los tiene en alquiler.

El problema de solvencia transciende el caso de Plus Ultra para cuestionar gran parte de las ayudas que la SEPI vaya a conceder. Existe el peligro de intentar mantener empresas zombis que, sin viabilidad, antes o después, se vean obligadas a cerrar y que sea imposible que el Estado recupere su participación o su préstamo. Pensemos por ejemplo en Duro Felguera. Podemos retornar de nuevo a una economía recomendada, en la que el sector público empresarial se transforme otra vez en un cementerio de muertos vivientes. Parece bastante incontestable que el sanchismo está utilizando la pandemia como pretexto y excusa con los que justificar lo que en otras circunstancias nunca hubiera podido realizar. Pero presiento que determinadas empresas también van a utilizar la crisis sanitaria para ocultar una situación económica estructuralmente crítica y su falta de viabilidad con el Covid y sin el Covid.

Vengo manteniendo que la socialdemocracia se suicidó hace tiempo, pero hay que afirmar que el neoliberalismo también se está transmutando. Continúa, sí, arremetiendo contra los impuestos y la presión fiscal. Reniega de la función redistributiva del Estado y de los gastos sociales, pero al mismo tiempo reclama enérgicamente su intervención en la economía para que subvencione a las empresas, y estas, igual que garrapatas, se agarran a él como tabla de salvación. Ha desaparecido ese discurso que representaba la piedra angular de la teoría del liberalismo, el de la mano invisible, el de la autonomía del mercado y su capacidad para autorregularse. ¿Qué subsiste de la afirmación de que las crisis tenían un efecto beneficioso porque servían de depurativo, capaz de purgar y limpiar la actividad económica?

El liberalismo, en una especie de darwinismo económico, ha defendido siempre que el mercado y la competencia expulsarían a las empresas no rentables y consolidarían a las viables. De ahí que la Unión Europea, construida claramente bajo principios liberales, prohibiera toda ayuda de Estado. ¿Dónde queda ahora todo ello? El liberalismo ha renunciado a parte de su credo. Ha pasado de rechazar al Estado a convertirse en su principal cliente.

Parece lógico que aquellos comercios y negocios que se hayan visto obligados a cerrar por una decisión administrativa reciban una compensación pública. Pero no parece igual de razonable que tenga que ser el Estado el que salga en ayuda de empresas dependientes de holdings o de fondos de inversión o en manos de importantes accionistas, cuando sus propios dueños no están dispuestos a capitalizarlas. ¿Si estos no apuestan por su viabilidad, debe hacerlo el Estado para cargar con los desechos del sector privado? Por otra parte, cuando la elección se hace por procedimientos poco transparentes siempre queda la duda de qué hay detrás, qué intereses están ocultos, cuánto de economía recomendada.

republica.com 9-4-2021