En una de esas tertulias en las que los participantes muestran su alergia a todo lo que suene a subida de impuestos, invitaron, el otro día, a la ministra de Economía a una extensa entrevista. Se habló de casi todo: de la tasa hiperbólica de crecimiento para el año que viene, del elevado déficit, del fuerte incremento de deuda pública en 2020 y 2021, y se incluyeron algunas puyas sobre el aumento de los tipos impositivos y acerca de los nuevos tributos. Al final, el director del programa lanzó la pregunta que tenía preparada desde el inicio, pregunta trampa. ¿Usted es de las que creen que la subida de impuestos daña el crecimiento? Cuestión a la que la señora Calviño no supo o no quiso contestar. Al principio se quedó parada y más tarde envió balones fuera, afirmando que ella ya se había explicado y de cómo el Gobierno actuaba con suma prudencia en todo momento.

La escolástica tenía múltiples defectos, pero no se le puede negar su capacidad retórica. Y a esa capacidad retórica debería haberse agarrado la ministra Calviño y haber contestado con un “distingo”, tal como hacían los antiguos filósofos y teólogos en la Edad Media al responder a cada una de las proposiciones que se planteaban en sus manuales o textos. Sí y no, cierto y no cierto. Depende. Cada aseveración no es simple ni sencilla. Está compuesta de muchos recovecos y derivaciones. Hay que separar, diferenciar, según los casos y las circunstancias. Sería de sumo interés que este hábito se introdujese en el discurso económico y en cada cuestión se distinguiese según las múltiples hipótesis. Nada es totalmente blanco o negro. Las generalizaciones casi nunca son posibles y la respuesta puede ser una u otra dependiendo de los condicionantes.

Este método, sin embargo, está totalmente alejado de la cultura actual, en la que imperan los mantras, los eslóganes y los falsos axiomas. Lo he dicho tres veces, luego es verdad. Presumimos de sociedades secularizadas. Pero lo cierto es que, aun cuando hayamos renegado de toda confesión religiosa en sentido estricto, mantenemos adhesiones incondicionales a determinados credos políticos o económicos con tanta o más firmeza que los miembros de las iglesias a sus dogmas. En la Edad Media –cuando la sociedad era intrínsecamente religiosa- los intelectuales se creían en la necesidad de racionalizar su fe. Es verdad que no solían conseguirlo. Pero es que, ahora, los nuevos profetas políticos o económicos ni siquiera se sienten obligados a intentar demostrar las verdades que presentan como evidentes.

El neoliberalismo económico es un discurso totalmente cerrado, mostrenco, que ha logrado imponerse como pensamiento único y que maneja cada una de sus proposiciones como conclusiones inapelables. Entre otras muchas, destaca la de que la subida de impuestos daña el crecimiento, y se ridiculiza a los que defienden lo contrario. Sin embargo, a esta cuestión, como a casi todas, habría que contestar distinguiendo. El “sí” o el “no” depende de muchos factores. Especialmente de los tributos que consideremos; también, y casi con la misma relevancia, del destino que se vaya a dar a los recursos obtenidos e incluso de la situación en la que se encuentre la economía en esos momentos.

El mismo concepto de crecimiento económico es relativo, y no siempre se puede calificar de beneficioso. Casi todo el mundo canta las excelencias del acaecido a la economía española con motivo de la adopción del euro. Pero la realidad es que ese crecimiento tuvo mucho de ilusorio, basado en el crédito y en una burbuja financiera. Duró lo que duró y puso los cimientos de la mayor crisis económica acaecida desde la Transición, con efectos devastadores para los trabajadores españoles. La realidad se ha vuelto a imponer y el porcentaje de la renta per cápita española con respecto a la europea ha retornado a los niveles de 1999 y, lo que es peor, se ha incrementado la desigualdad, creándose una serie de desequilibrios, que se han hecho presentes y agudizados con la pandemia. Quiero decir con ello que a la hora de contestar a la pregunta de cómo influye la subida o bajada de impuestos en el crecimiento habrá que considerar también de qué tipo de crecimiento se está hablando y cuál va a ser su grado de solidez a largo plazo.

La creencia de que en todos los casos una subida de la carga fiscal genera una reducción de la actividad económica y viceversa se basa en una suposición radicalmente falsa, la de que, con los gravámenes, esos recursos desaparecen o, lo que es lo mismo que el gasto público no tiene ningún impacto positivo sobre la economía o, al menos, que será muy inferior al que se generaría si tales fondos permaneciesen en el sector privado. No digo yo que el Estado no pueda despilfarrar el dinero, pero tampoco podemos asegurar (la garantía es aún menor) que esos recursos sean utilizados adecuadamente en manos privadas.

Como mucho, es creíble que cada ciudadano pretenda maximizar su propio beneficio (y no siempre), pero no la rentabilidad social, y es muy posible que para la mayoría de la población su participación en esta última sería mucho mayor que la rentabilidad individual que pudiesen obtener de los escasos recursos que quedasen en su poder tras la bajada o el no incremento de los impuestos. La aseveración de que donde mejor está siempre el dinero es en el bolsillo de cada contribuyente no tiene ningún fundamento y obedece a esa concepción desfasada que reiteradamente se ha mostrado falsa, de la mano invisible, y del laissez faire, laissez passer. ¿Podemos imaginar lo que hubiese ocurrido, por ejemplo, si se hubiese dejado la solución de la pandemia a la mano invisible?

¿Es posible asegurar que la inversión en sanidad, en educación, en infraestructuras, en I+D, en justicia, en orden público etcétera, es más útil que muchas inversiones privadas? ¿Acaso el empleo público resulta menos productivo que esa gran multitud de trabajos que se dan en sector privado, de una mínima productividad y que constituyen en realidad subempleo? Es curioso que en dificultades como estas, sin embargo, la gran mayoría de los detractores de los tributos y del gasto público terminen dirigiendo su mirada al Estado y exijan de este la solución de todos los problemas, sin confiar en que la mano invisible los solucione.

El repudio de los impuestos, especialmente de los directos, suele fundamentarse en la necesidad de incentivar el ahorro, que, según dicen, se trasformará en inversión y en empleo, pero no hay ninguna garantía sin más de que esto ocurra. Desde el tiempo de Keynes se sabe que, aunque la inversión y el ahorro realizados son iguales por definición, la inversión y el ahorro planeados no tienen por qué coincidir. Un exceso de ahorro planeado sobre la inversión también planeada desencadena fuerzas contractivas y, a la inversa, cuando la inversión supera al ahorro se generan impulsos expansivos. Se produce así lo que se puede llamar la paradoja del ahorro: un incremento del ahorro planeado podría llevar a una reducción del ahorro efectivo mediante una disminución de la renta. Aún más en la medida en que la propensión marginal al ahorro aumenta con la renta, todo cambio en la distribución de esta hacia una mayor desigualdad tendría efectos perniciosos no solo desde el ángulo de la justicia social, sino también para el crecimiento.

Keynes en su “Teoría general” se expresa en estos términos: “De este modo nuestro razonamiento lleva a la conclusión de que, en las condiciones contemporáneas, el crecimiento de la riqueza, lejos de depender del ahorro de los ricos, como generalmente se supone, tiene más probabilidades de encontrar en él un impedimento. Queda, pues, eliminada una de las principales justificaciones sociales de la gran desigualdad de la riqueza”.

Es decir, las cotas de mayor igualdad que promueven los impuestos directos, lejos de ser un impedimento para el crecimiento pueden colaborar a él, según como se destinen lo recursos obtenidos. Existe la sospecha de que si molesta el incremento de la fiscalidad no es porque deprima la actividad, sino porque la redistribución de renta y riqueza que promueve va contra los intereses particulares de determinadas clases sociales. Estas observaciones en cierto modo serían perfectamente aplicables a la Unión Europea. Las profundas desigualdades entre los países miembros están lastrando el crecimiento conjunto de la Unión, y la aplicación de políticas más redistributivas entre los Estados contribuirá a una mayor expansión de toda la economía comunitaria.

Los daños económicos de la pandemia están recayendo de forma diversa entre los ciudadanos, sectores o grupos sociales. Incluso los ingresos de algunos de ellos se han incrementado considerablemente. Según el índice Bloomberg, en el año que acaba de terminar, las veinte personas más ricas del mundo aumentaron su patrimonio en un 24%. Solo tres de ellos experimentaron pérdidas. Resulta bastante indudable que, en España, a pesar del manido eslogan de no dejar a nadie atrás, los efectos económicos del Covid 19 están acentuando de manera significativa la desigualdad, que se superpone, además, a la originada por la anterior crisis. No se ve la razón, en consecuencia, por la que no se pueda incrementar ya la imposición directa, elevando la progresividad del sistema fiscal, siempre y cuando los recursos obtenidos se orientasen a conseguir una redistribución más equitativa de la renta y del patrimonio.

No se trata solo de elevar la carga fiscal de las grandes fortunas, aunque también (nadie se siente aludido cuando se habla de ellas, por eso es tan fácil exigirlo políticamente), sino de modificar en profundidad los impuestos sobre las personas físicas, de patrimonio y de sucesiones. Estos dos últimos gravámenes deberían volver a ser estatales. Es cierto que estas modificaciones afectarían no solo, como se dice, a las grandes fortunas, sino a los dos o tres deciles superiores de la distribución de los ingresos y del patrimonio. Por supuesto, de manera muy diversa, en tanta mayor medida cuanto más arriba estuviese situado el contribuyente en la escala de renta y riqueza.

No parece que el Gobierno vaya por este camino. Las modificaciones introducidas en los presupuestos referentes a la imposición directa -y más concretamente al IRPF- son una parodia, un arañazo en la normativa, orientada únicamente a recubrirse de un tinte seudoprogresista, pero sin verdadera efectividad. El incremento de recaudación mínimo necesario para que el déficit no alcance niveles astronómicos (aunque los va a alcanzar de todos modos) piensa obtenerlos de las tasas y de los impuestos indirectos, que quizás sí pueden ser ahora un obstáculo para que se reanime la economía.

No caben muchas dudas de que, en los momentos actuales, con tipos negativos de interés, con tasas de inflación que el BCE- por más que introduce dinero en el sistema- no logra acercar siquiera al objetivo del 2%, lo que necesita tanto la economía europea como la española, no es precisamente que se estimule el ahorro, sino el consumo. No parece que tenga mucho sentido, por tanto, desde el punto de vista de la teoría económica subir los impuestos indirectos en lugar de los directos, aunque bien es verdad que los primeros pasan más desapercibidos, mientras que los segundos son presa  fácil de la demagogia, especialmente de esos dos o tres deciles de la población, que son los que crean la opinión económica y política. He ahí sin duda la razón del comportamiento de un gobierno sin ideología y sin conocimientos económicos suficientes, que se rige únicamente por la imagen y la representación.

republica.com 22-1-2021