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ARTICULOS DEL 10/1/2016 AL 29/3/2023 CONTRAPUNTO

DE PUIGDEMONT A LOS EXILIADOS DE LA REPÚBLICA

CATALUÑA Posted on Dom, enero 31, 2021 23:17:57

Ya no sé si soy de los míos. El otro día escuché la comparación más abracadabrante, pronunciada curiosamente por quien se quiere hacer pasar por paladín de la república. Comparó una de las escenas más sombrías de nuestra historia, la triste hégira que tuvieron que emprender casi medio millón de españoles tras la Guerra Civil con un vodevil que causa sonrojo y risa, la fuga de Puigdemont escondido en el maletero de un coche, después de habernos obsequiado con un auténtico sainete de “síes” y “noes” hasta terminar declarando una república independiente vergonzante. La diferencia es tan notable que resulta difícil explicar cómo alguien en su sano juicio puede plantearla, a no ser que haya sucumbido al sectarismo independentista.

No me detendré en la parte más emotiva y, por lo tanto, más provocadora, la cadena de angustias y penalidades por las que tuvieron que pasar esa fila interminable de exiliados que atravesaron los Pirineos o la desesperación de los pasajeros de los últimos barcos que salieron de Alicante, y los sufrimientos y calamidades posteriores de todos ellos en los campos de concentración franceses o de otras naciones. El contraste con el turismo político y la vida casi de lujo que Puigdemont vive en Europa resulta insultante. Tampoco insistiré en la pérdida de inteligencia que significó para España el exilio republicano. Nada hemos perdido con la fuga de Puigdemont y sus satélites. La pena es que continúan dando la lata.

Pero todo lo anterior, aunque es relevante desde el punto de vista humano, no incide sobre el núcleo de la diferencia. El antagonismo más radical se encuentra en que los exiliados republicanos habían sido objeto de un golpe de Estado y huían de una dictadura militar, mientras que Puigdemont ha sido él mismo el que ha dado el golpe y se fuga de la justicia de una sociedad democrática, con sus defectos, sin duda, pero equiparable a la de los principales países europeos, por lo menos si no se destruye o adultera por el populismo y el secesionismo. La disparidad es esencial. Entre víctimas y delincuentes. Víctimas de un régimen sanguinario y delincuentes en una sociedad tan garantista que no consiente juzgarles en rebeldía y les permite presentarse como candidatos a todas las elecciones y en una Europa tan llena de contradicciones que les reconoce, por lo menos, hasta ahora como eurodiputados.

Isabel Serra, portavoz de Podemos en la Asamblea de Madrid, se ha visto en la obligación de salir en defensa de su jefe, recurriendo para ello a la RAE: “Un político que ha salido de su país por defender determinadas ideas políticas… es un exiliado. Eso no lo dice Pablo Iglesias, lo dice la RAE”. Mas allá de que la Real Academia no afirma nada por el estilo, lo cierto es que Puigdemont no ha huido de España por defender determinadas posiciones políticas, sino por dar un golpe de Estado, violando de la forma más flagrante las leyes y la Constitución. Esas ideas las defendió con total libertad durante muchos años, y de ella se valió para ocupar distintos empleos y cargos -algunos de ellos importantes-, y para llegar a presidir al final una de las Comunidades más ricas de España.

El problema surge cuando desde el poder que le proporcionaba esta plataforma, incluyendo un ejército de 17.000 hombres, quebranta la Constitución, transgrede toda la legalidad vigente, asume funciones que no le corresponden y declara unilateralmente la independencia de la Comunidad Autónoma de la que es presidente por el imperio de esa misma Constitución que desafía. En España hoy, a diferencia de otros tiempos más lejanos, a nadie se persigue por sus ideas políticas. En todo caso, si algunos en Cataluña pueden verse, si no perseguidos, al menos marginados, son aquellos a los que los soberanistas llaman españolistas, es decir, los que defienden la Constitución.

Según la nomenclatura del señor Iglesias y de la señora Serra, todos los autócratas que han dado un golpe de Estado y, tras su fracaso, tienen que huir de la justicia de sus países, deberían ser tenidos por exiliados políticos. ¿Tejero habría sido también un exiliado político si tras el 23-F se hubiera fugado de España?

Pedro Iglesias, se supone que con la intención de defender a Puigdemont, ha mantenido “que está en Bruselas no por haber robado, ni haber intentado enriquecerse”. Afirmación totalmente errónea. El ex presidente de la Generalitat está acusado de malversación de fondos públicos, y si no está condenado como muchos de sus consejeros es tan solo porque se encuentra fugado de la justicia. Han sido cuantiosos los recursos públicos que se han desviado de su correcta finalidad para destinarlos a objetivos no solo espurios, sino ilegales e incluso delictivos.

Los políticos tienen cierta tendencia a disculpar a aquellos de sus correligionarios que, inmersos en casos de corrupción, no se han apoderado aparentemente de dinero de forma personal. Establecen dos clases de corrupción en el manejo de los fondos públicos. Una menos grave que la otra. La más leve se daría cuando no se ha producido enriquecimiento personal. Discrepo. La financiación ilegal de los partidos políticos o la desviación de recursos públicos destinándolos a fortalecer el clientelismo o a fidelizar a los prosélitos, tal como ocurrió, por ejemplo, con los ERE en Andalucía, haya o no haya apropiación individual de dinero, tienen mucha más gravedad porque puede resultar dañada la esencia misma del sistema, la neutralidad del juego democrático. Además, en todos estos casos termina habiendo también, aunque sea de forma indirecta, un enriquecimiento personal porque los beneficios económicos conseguidos para su partido o secta influyen en el statu quo del individuo. Sin duda, el señor Puigdemont, como los demás prebostes de Convergencia, ha terminando beneficiándose del 3% impuesto con carácter general en Cataluña.

La malversación de fondos de la que está acusado Puigdemont es de la mayor gravedad posible, puesto que los recursos se han destinado a un proyecto que tenía por objeto romper el Estado, modificar las condiciones económicas y políticas de más de la mitad de los catalanes y robar la soberanía popular a la mayoría de los españoles. Es una ingenuidad pensar que todo ello no contribuía a su beneficio personal. Él ha sido lo que ha sido y es lo que es gracias al procés y a la financiación irregular del independentismo. Incluso, esos recursos invertidos ayer en publicidad, subvenciones y contratos, entre otras cosas, están rentando hoy lo suficiente para costear en buena medida el tinglado de Waterloo y su opulenta vida en Bélgica.

Pablo Iglesias, no sé si a modo de disculpa, ha afirmado que no está dispuesto a criminalizar a los independentistas. Es una de esas frases -como la de que no hay que judicializar la política- que aparentemente quedan bien, pero que lo mejor que se puede decir de ellas es que no significan nada, cuando no que pretenden distorsionar la realidad. En España nadie criminaliza a los independentistas, son los propios independentistas los que se criminalizaron al convertirse en golpistas y solo son ellos los que han abierto la puerta de la política a los tribunales al conculcar las leyes y la Constitución.

Una cosa es criminalizar a los soberanistas y otra blanquear a los golpistas, que es lo que se hace cuando se les califica de presos o exiliados políticos y en el culmen se les compara con los que fueron perseguidos por una dictadura fascista. Los abogados de Puigdemont piensan ya incorporar todas estas manifestaciones a su defensa en Europa. ¿Cómo van a creer en el extranjero que son verdaderos delincuentes si el vicepresidente del Gobierno español no lo cree, y el presidente parece ser que tampoco?

José Borrell, cuando fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores de Pedro Sánchez, se quejaba amargamente de la negligencia del Gobierno de Rajoy al no haber sabido combatir el relato independentista en el extranjero y aseguraba que el Gobierno de Sánchez se iba a dedicar a ello con ahínco. Aquella promesa choca tan frontalmente con los hechos actuales que da cierto bochorno recordarla.

El líder de Podemos defendió la posibilidad de indultar a los líderes independentistas catalanes, ya que “lo requiere el interés del Estado”. Creo que es todo lo contrario. Precisamente su condena y encarcelamiento obedecen a que atentaron gravemente contra el Estado e intentaron romperlo, y, lo que es peor, mantienen la misma actitud y afirman sin ningún pudor que están dispuestos a repetirlo. Parece lógico pensar que el interés del Estado precisamente lo que exige, por tanto, es que continúen en prisión para que no se pueda dar de nuevo otro primero de octubre ni otro golpe de Estado. Otros son quizás los intereses en juego tanto de Iglesias como de Sánchez. Pero no entremos en profundidades.

republica.com 29-1-2021



¿LOS IMPUESTOS DAÑAN EL CRECIMIENTO? DISTINGO

HACIENDA PÚBLICA Posted on Dom, enero 31, 2021 23:13:35

En una de esas tertulias en las que los participantes muestran su alergia a todo lo que suene a subida de impuestos, invitaron, el otro día, a la ministra de Economía a una extensa entrevista. Se habló de casi todo: de la tasa hiperbólica de crecimiento para el año que viene, del elevado déficit, del fuerte incremento de deuda pública en 2020 y 2021, y se incluyeron algunas puyas sobre el aumento de los tipos impositivos y acerca de los nuevos tributos. Al final, el director del programa lanzó la pregunta que tenía preparada desde el inicio, pregunta trampa. ¿Usted es de las que creen que la subida de impuestos daña el crecimiento? Cuestión a la que la señora Calviño no supo o no quiso contestar. Al principio se quedó parada y más tarde envió balones fuera, afirmando que ella ya se había explicado y de cómo el Gobierno actuaba con suma prudencia en todo momento.

La escolástica tenía múltiples defectos, pero no se le puede negar su capacidad retórica. Y a esa capacidad retórica debería haberse agarrado la ministra Calviño y haber contestado con un “distingo”, tal como hacían los antiguos filósofos y teólogos en la Edad Media al responder a cada una de las proposiciones que se planteaban en sus manuales o textos. Sí y no, cierto y no cierto. Depende. Cada aseveración no es simple ni sencilla. Está compuesta de muchos recovecos y derivaciones. Hay que separar, diferenciar, según los casos y las circunstancias. Sería de sumo interés que este hábito se introdujese en el discurso económico y en cada cuestión se distinguiese según las múltiples hipótesis. Nada es totalmente blanco o negro. Las generalizaciones casi nunca son posibles y la respuesta puede ser una u otra dependiendo de los condicionantes.

Este método, sin embargo, está totalmente alejado de la cultura actual, en la que imperan los mantras, los eslóganes y los falsos axiomas. Lo he dicho tres veces, luego es verdad. Presumimos de sociedades secularizadas. Pero lo cierto es que, aun cuando hayamos renegado de toda confesión religiosa en sentido estricto, mantenemos adhesiones incondicionales a determinados credos políticos o económicos con tanta o más firmeza que los miembros de las iglesias a sus dogmas. En la Edad Media –cuando la sociedad era intrínsecamente religiosa- los intelectuales se creían en la necesidad de racionalizar su fe. Es verdad que no solían conseguirlo. Pero es que, ahora, los nuevos profetas políticos o económicos ni siquiera se sienten obligados a intentar demostrar las verdades que presentan como evidentes.

El neoliberalismo económico es un discurso totalmente cerrado, mostrenco, que ha logrado imponerse como pensamiento único y que maneja cada una de sus proposiciones como conclusiones inapelables. Entre otras muchas, destaca la de que la subida de impuestos daña el crecimiento, y se ridiculiza a los que defienden lo contrario. Sin embargo, a esta cuestión, como a casi todas, habría que contestar distinguiendo. El “sí” o el “no” depende de muchos factores. Especialmente de los tributos que consideremos; también, y casi con la misma relevancia, del destino que se vaya a dar a los recursos obtenidos e incluso de la situación en la que se encuentre la economía en esos momentos.

El mismo concepto de crecimiento económico es relativo, y no siempre se puede calificar de beneficioso. Casi todo el mundo canta las excelencias del acaecido a la economía española con motivo de la adopción del euro. Pero la realidad es que ese crecimiento tuvo mucho de ilusorio, basado en el crédito y en una burbuja financiera. Duró lo que duró y puso los cimientos de la mayor crisis económica acaecida desde la Transición, con efectos devastadores para los trabajadores españoles. La realidad se ha vuelto a imponer y el porcentaje de la renta per cápita española con respecto a la europea ha retornado a los niveles de 1999 y, lo que es peor, se ha incrementado la desigualdad, creándose una serie de desequilibrios, que se han hecho presentes y agudizados con la pandemia. Quiero decir con ello que a la hora de contestar a la pregunta de cómo influye la subida o bajada de impuestos en el crecimiento habrá que considerar también de qué tipo de crecimiento se está hablando y cuál va a ser su grado de solidez a largo plazo.

La creencia de que en todos los casos una subida de la carga fiscal genera una reducción de la actividad económica y viceversa se basa en una suposición radicalmente falsa, la de que, con los gravámenes, esos recursos desaparecen o, lo que es lo mismo que el gasto público no tiene ningún impacto positivo sobre la economía o, al menos, que será muy inferior al que se generaría si tales fondos permaneciesen en el sector privado. No digo yo que el Estado no pueda despilfarrar el dinero, pero tampoco podemos asegurar (la garantía es aún menor) que esos recursos sean utilizados adecuadamente en manos privadas.

Como mucho, es creíble que cada ciudadano pretenda maximizar su propio beneficio (y no siempre), pero no la rentabilidad social, y es muy posible que para la mayoría de la población su participación en esta última sería mucho mayor que la rentabilidad individual que pudiesen obtener de los escasos recursos que quedasen en su poder tras la bajada o el no incremento de los impuestos. La aseveración de que donde mejor está siempre el dinero es en el bolsillo de cada contribuyente no tiene ningún fundamento y obedece a esa concepción desfasada que reiteradamente se ha mostrado falsa, de la mano invisible, y del laissez faire, laissez passer. ¿Podemos imaginar lo que hubiese ocurrido, por ejemplo, si se hubiese dejado la solución de la pandemia a la mano invisible?

¿Es posible asegurar que la inversión en sanidad, en educación, en infraestructuras, en I+D, en justicia, en orden público etcétera, es más útil que muchas inversiones privadas? ¿Acaso el empleo público resulta menos productivo que esa gran multitud de trabajos que se dan en sector privado, de una mínima productividad y que constituyen en realidad subempleo? Es curioso que en dificultades como estas, sin embargo, la gran mayoría de los detractores de los tributos y del gasto público terminen dirigiendo su mirada al Estado y exijan de este la solución de todos los problemas, sin confiar en que la mano invisible los solucione.

El repudio de los impuestos, especialmente de los directos, suele fundamentarse en la necesidad de incentivar el ahorro, que, según dicen, se trasformará en inversión y en empleo, pero no hay ninguna garantía sin más de que esto ocurra. Desde el tiempo de Keynes se sabe que, aunque la inversión y el ahorro realizados son iguales por definición, la inversión y el ahorro planeados no tienen por qué coincidir. Un exceso de ahorro planeado sobre la inversión también planeada desencadena fuerzas contractivas y, a la inversa, cuando la inversión supera al ahorro se generan impulsos expansivos. Se produce así lo que se puede llamar la paradoja del ahorro: un incremento del ahorro planeado podría llevar a una reducción del ahorro efectivo mediante una disminución de la renta. Aún más en la medida en que la propensión marginal al ahorro aumenta con la renta, todo cambio en la distribución de esta hacia una mayor desigualdad tendría efectos perniciosos no solo desde el ángulo de la justicia social, sino también para el crecimiento.

Keynes en su “Teoría general” se expresa en estos términos: “De este modo nuestro razonamiento lleva a la conclusión de que, en las condiciones contemporáneas, el crecimiento de la riqueza, lejos de depender del ahorro de los ricos, como generalmente se supone, tiene más probabilidades de encontrar en él un impedimento. Queda, pues, eliminada una de las principales justificaciones sociales de la gran desigualdad de la riqueza”.

Es decir, las cotas de mayor igualdad que promueven los impuestos directos, lejos de ser un impedimento para el crecimiento pueden colaborar a él, según como se destinen lo recursos obtenidos. Existe la sospecha de que si molesta el incremento de la fiscalidad no es porque deprima la actividad, sino porque la redistribución de renta y riqueza que promueve va contra los intereses particulares de determinadas clases sociales. Estas observaciones en cierto modo serían perfectamente aplicables a la Unión Europea. Las profundas desigualdades entre los países miembros están lastrando el crecimiento conjunto de la Unión, y la aplicación de políticas más redistributivas entre los Estados contribuirá a una mayor expansión de toda la economía comunitaria.

Los daños económicos de la pandemia están recayendo de forma diversa entre los ciudadanos, sectores o grupos sociales. Incluso los ingresos de algunos de ellos se han incrementado considerablemente. Según el índice Bloomberg, en el año que acaba de terminar, las veinte personas más ricas del mundo aumentaron su patrimonio en un 24%. Solo tres de ellos experimentaron pérdidas. Resulta bastante indudable que, en España, a pesar del manido eslogan de no dejar a nadie atrás, los efectos económicos del Covid 19 están acentuando de manera significativa la desigualdad, que se superpone, además, a la originada por la anterior crisis. No se ve la razón, en consecuencia, por la que no se pueda incrementar ya la imposición directa, elevando la progresividad del sistema fiscal, siempre y cuando los recursos obtenidos se orientasen a conseguir una redistribución más equitativa de la renta y del patrimonio.

No se trata solo de elevar la carga fiscal de las grandes fortunas, aunque también (nadie se siente aludido cuando se habla de ellas, por eso es tan fácil exigirlo políticamente), sino de modificar en profundidad los impuestos sobre las personas físicas, de patrimonio y de sucesiones. Estos dos últimos gravámenes deberían volver a ser estatales. Es cierto que estas modificaciones afectarían no solo, como se dice, a las grandes fortunas, sino a los dos o tres deciles superiores de la distribución de los ingresos y del patrimonio. Por supuesto, de manera muy diversa, en tanta mayor medida cuanto más arriba estuviese situado el contribuyente en la escala de renta y riqueza.

No parece que el Gobierno vaya por este camino. Las modificaciones introducidas en los presupuestos referentes a la imposición directa -y más concretamente al IRPF- son una parodia, un arañazo en la normativa, orientada únicamente a recubrirse de un tinte seudoprogresista, pero sin verdadera efectividad. El incremento de recaudación mínimo necesario para que el déficit no alcance niveles astronómicos (aunque los va a alcanzar de todos modos) piensa obtenerlos de las tasas y de los impuestos indirectos, que quizás sí pueden ser ahora un obstáculo para que se reanime la economía.

No caben muchas dudas de que, en los momentos actuales, con tipos negativos de interés, con tasas de inflación que el BCE- por más que introduce dinero en el sistema- no logra acercar siquiera al objetivo del 2%, lo que necesita tanto la economía europea como la española, no es precisamente que se estimule el ahorro, sino el consumo. No parece que tenga mucho sentido, por tanto, desde el punto de vista de la teoría económica subir los impuestos indirectos en lugar de los directos, aunque bien es verdad que los primeros pasan más desapercibidos, mientras que los segundos son presa  fácil de la demagogia, especialmente de esos dos o tres deciles de la población, que son los que crean la opinión económica y política. He ahí sin duda la razón del comportamiento de un gobierno sin ideología y sin conocimientos económicos suficientes, que se rige únicamente por la imagen y la representación.

republica.com 22-1-2021