Existe un interrogante, y es si los políticos son los plebeyos y contagian a toda la sociedad o si es la sociedad actual la que está encanallada y escoge a los políticos de acuerdo con su naturaleza. Lo que es cierto es que la mediocridad se ha ido adueñando del mundo político. Solo hay que ver los currículos. Lastra, la del currículo brillante, dice que escucha a sus mayores, pero parece que con poco éxito. Añade que ahora le toca a una nueva generación regir el país y el PSOE. Lo dice de tal modo que da la impresión de que les hubiera correspondido en una tómbola. Ciertamente, a algunos les ha tocado la lotería. De no haber entrado en política, el presidente del gobierno estaría llevando el maletín de cualquier catedrático, y algunos ministros no habrían llegado en la administración ni a jefes de servicio.

Zapatero, siguiendo las huellas de Lastra, afirma que el poder se ejerce generacionalmente.  Difícil de entender. Yo creía que el poder se ejercía bien o mal, despótica o democráticamente, justa o arbitrariamente y de mil formas más, pero generacionalmente es la primera vez que lo oigo. Para aclararlo, y creyendo ser profundo, añadió “cada tiempo tiene su afán”. El afán de Zapatero consistió en dejar al partido socialista y al país hechos unos zorros. De aquellos polvos vienen estos lodos. A esto debe de referirse con lo de generacionalmente, porque en cuanto alcanzó la Secretaría general se empleó a fondo en purgar su formación política de todo aquel que hubiese significado algo en el pasado. Quien es insustancial aguanta mal la proximidad de la competencia.

Ese cambio generacional del que Zapatero se jacta, y que en realidad ha afectado a casi toda la clase política, debería llamarse más bien proceso de degeneración. La moneda mala expulsa a la buena, afirmamos los economistas enunciando la ley de Gresham. De forma similar, la regla se cumple en el terreno social, los políticos malos expulsan a los buenos. Una nueva clase política caracterizada por su insignificancia y simpleza se ha adueñado del poder en casi todos los partidos. Zangolotinos que casi han pasado del bachiller al juego político, sin actividad intermedia, se han licenciado en politiqueos y doctorado en escaramuzas y batallas internas.

Esta nueva clase política, la mayoría de de sus miembros sin oficio ni beneficio, necesita que los partidos se conviertan en agencias de colocación. Hay que pagar a las huestes y a los mercenarios. Ayuntamientos, Diputaciones, Comunidades Autónomas, y por supuesto la Administración central y todos sus apéndices, constituyen plataformas adecuadas, siempre que se sustituya a los empleados públicos por el personal que llaman de confianza o, lo que es lo mismo, se cambien el mérito y la capacidad, definidos en la Constitución, por la dedocracia.

El envilecimiento político se transforma en decadencia administrativa. Los gabinetes y el número de asesores se multiplican, se crean ministerios, secretarías de Estado, secretarías generales, etc., sin apenas competencias. Los nombramientos, tanto en la Administración como en las empresas públicas, poco tienen que ver con la capacidad, la profesionalidad o el trabajo bien hecho. Tampoco creo que tengan que ver mucho con la ideología. Lo definitivo es la pertenencia a un partido político o, mejor dicho, a una familia política. Se pagan ante todo las fidelidades. Incluso, a veces, según cuál sea el cargo a ocupar, no se necesita ser militante, ni siquiera simpatizante, sino solo pertenecer al círculo de amistades del ministro o del secretario de Estado de turno, y, eso sí, ofrecer certeza de que se va a mantener lealtad absoluta, casi vasallaje, a quien te ha elegido. Hay algo de cooptación, de feudalismo. Lo primordial son las relaciones personales. La mediocridad existente en la política se traslada a la Administración.

También el avance tecnológico ha propiciado la plebeyez y la nimiedad en el discurso político y social. Las redes sociales han facilitado el acceso generalizado a la comunicación; todos pueden opinar sobre cualquier tema, tanto los listos como los tontos, tanto los ilustrados como los iletrados, tanto los conocedores de la materia como los que se inventan la respuesta y mienten. La información adquiere un volumen ciclópeo, imposible de abarcar, imposible de discriminar. Todo debe explicarse en 280 caracteres. Impracticable cualquier análisis, cualquier argumentación. Solo caben el eslogan, la consigna, el insulto, la bagatela, incluso el rebuzno. Todo ello constituye no solo el cultivo adecuado para que triunfe la rusticidad o la grosería, sino también para hacer pasar por verdades las mentiras.

Las redes sociales debilitan a los medios de comunicación, que a su vez quedan también inmersos en un mar de ramplonería. Presa cada uno de ellos de su filiación política, condicionan la verdad a los intereses de la militancia que han adoptado. Las posiciones están trazadas de antemano. No se precisa, por tanto, ni erudición ni discernimiento, basta con repetir los mantras. Han ganado protagonismo las tertulias, de las que han desaparecido los expertos y los técnicos para dejar espacio tan solo a los periodistas, especialistas en hablar de todo y no saber de casi nada.

Es el tiempo de la chabacanería y de la vulgaridad. Este Gobierno, para justificar su mediocridad e insignificancia, pretende el igualitarismo, que no la igualdad. Intenta desterrar del sistema educativo todo incentivo de superación, permitiendo que se pase de curso sea cual sea el número de suspensos. No hace falta mucha imaginación para ser consciente de a qué escenario nos conduce tamaña medida. Homogeneizar por abajo. El esfuerzo, el estudio, el trabajo, carecerán de razón de ser, si al final todo el mundo va a ser igual. ¿Para qué estudiar una carrera? Viva la bagatela.

Nivelar en el saber a la cota más baja propicia la desigualdad real. Los miembros de clases económicas altas no precisan de la cultura para mantener un puesto de preeminencia en la sociedad. Sin embargo, sobresalir en los estudios es casi la única vía de movilidad social de los que pertenecen a los estratos económicos más humildes. Prescindir de la educación como mecanismo de diferenciación social es consolidar otras vías más injustas o espurias, como son las diferencias económicas o el trapicheo político.

Un administrativista afirmó, y creo que con razón, que la única institución democrática de la dictadura franquista fue el sistema de oposiciones. Sin embargo, a una mayoría de los políticos no parece que les gusten. En general, no les gustan los funcionarios. Quizás porque ellos no han sido capaces de sacar ninguna oposición, o tal vez porque constituyen procedimientos objetivos y reglados y prefieren la arbitrariedad y la dedocracia. El acuerdo de gobierno entre el PSOE y Podemos dedica unas líneas a lo que titula modernización del acceso a la carrera judicial. Se comprometen a “crear nuevos mecanismos de acceso a la carrera judicial que garanticen la igualdad de oportunidades con independencia del sexo y de la situación económica de los aspirantes”.

¿Nuevos mecanismos? Saltan todas las señales de alarma cuando se intuye que lo que se pretende es modificar el sistema actual; y es que no hay procedimiento más objetivo y menos discrecional que el sistema de oposiciones para garantizar el mérito y la capacidad, no solo de los jueces, sino de todos los funcionarios públicos. Si es importante defender el sistema de oposiciones en el acceso general a la función pública, se hace imprescindible cuando de lo que se trata es de la carrera judicial. Garantizar la objetividad y desechar toda posibilidad de discrecionalidad en la incorporación de jueces y fiscales constituye una condición para poder hablar de Estado de derecho.

Cuatro formaciones políticas -Más País, Junts per Catalunya, Ciudadanos y Teruel Existe (si acaso a estos últimos se les puede llamar formación política)- presentaron una enmienda a la ley de presupuestos por la que se pretendía incorporar sin oposición a los cuerpos superiores del Ministerio de Hacienda (A1) a los cerca de diez mil miembros de los cuerpos intermedios (técnicos, A2). La enmienda no ha prosperado por la cuasi sublevación de los funcionarios pertenecientes a los cuerpos altos (A1), y sobre todo porque se abría un melón en extremo peligroso, ya que todos los funcionarios de grado intermedio de la Administración central, y me imagino que también de las Administraciones autonómicas, habrían exigido de inmediato seguir el mismo camino. Pero el hecho es revelador, no obstante, del desconocimiento que los señores diputados tienen de la Administración y, sobre todo, del desprecio que profesan al mérito y a la capacidad. Resulta especialmente sorprendente lo referente a la formación de Ciudadanos, que tiene de portavoz parlamentario a un abogado del Estado. Bien es verdad que de Ciudadanos ya no nos extraña nada.  Viva la bagatela.

republica.com 11-12-2020