En 1992, Telecinco puso en antena un programa presentado por  Jesús Puente titulado “El millonario”. El juego consistía en que el concursante debía gastar un millón de pesetas en treinta minutos desde una habitación y cuando los establecimientos comerciales estaban cerrados. Solo podía contar con un teléfono y las páginas amarillas. El premio para el concursante consistía en quedarse con todo aquello que hubiese podido comprar durante esa media hora.

Ni que decir tiene que la elección de los artículos adquiridos no se acomodaba exactamente a las necesidades del concursante, ni a los bienes o servicios que hubiera adquirido con ese dinero en condiciones normales. La elección estaba condicionada por la prisa, la precipitación y por las posibilidades que en ese momento se le ofrecían, lo que hacía que, a menudo, con tal de gastar la mayor cantidad de dinero posible, el participante se llenara de cachivaches que en otras circunstancias hubiesen ocupado un lugar muy secundario en sus preferencias.

Lo anterior puede servir de paradigma a lo que a menudo ha ocurrido con los fondos de cohesión. Con frecuencia, el miedo a perder los recursos europeos hizo que las inversiones y los gastos acometidos no se acomodaran perfectamente a las prioridades de los españoles e incluso en ocasiones, con el tiempo, algunos resultaron fallidos, irracionales, poco útiles y con fuertes deseconomías.

El peligro se encuentra en que la historia se repita ahora con los recursos que van a venir de Europa. Ese riesgo revoloteaba por encima de la escenificación que el pasado 7 de octubre nos ofreció el presidente del Gobierno con piano y empresarios incluidos. En ese espectáculo montado con todo el mimo, con la vista puesta en la publicidad y en la propaganda, destacaron dos sensaciones que quedaron flotando en el ambiente, porfiando cada una de ellas por tener un puesto preferente y superar a la otra.

Destaco la ambigüedad y la levedad en la presentación de los proyectos; más que proyectos, enunciación de frases generalistas que no indicaban nada. Afirmar por toda explicación que el 37% se va a dedicar a transición verde y el 33% a transformación digital es dejar todo en el aire. Da la impresión de que quizás el Gobierno aún no sabe muy bien qué se puede hacer con ese dinero, y también de que está más interesado en garantizar que se gasten todos los recursos que en discriminar y seleccionar su destino.

Pero en aquel acto quedó también flotando la sensación de que el propio Gobierno desconfiaba de su capacidad para gestionar todos esos fondos. De ahí la insistencia del presidente del Gobierno en la prontitud y en la urgencia, primando estos objetivos por encima de la adecuada elección de los proyectos, de acuerdo con su eficacia y rentabilidad y teniendo en cuenta las necesidades reales.

Parece que el Gobierno se puede ver en la misma tesitura que el concursante de aquel programa de Telecinco señalado al principio del artículo y, llevado por el afán de utilizar todo el dinero, pueda encontrarse al final con una serie de inversiones que, en el mejor de los casos, no eran prioritarias y, en el peor, totalmente inútiles e incluso ruinosas para la sociedad española, aunque quizás convenientes para alguna iniciativa privada perspicaz.

Esa ansiedad en utilizar los recursos es la que hace decir a Pedro Sánchez y a sus acólitos que van a modificar la ley de contratos, la de subvenciones, la de régimen jurídico, la general presupuestaria, y que van a emprender una reforma de la Administración, de los procedimientos administrativos, de los sistemas de control, de rendición de cuentas, en definitiva, de todo lo que consideran obstáculos para lo que, según ellos, es una gestión ágil, eliminar -como afirma Sánchez- los estrangulamientos funcionariales.

Hay que reconocer que en esto los sanchistas no son demasiado originales. En los muchos años que he trabajado en el sector público he escuchado esa cantinela multitud de veces y casi siempre se producía una correlación casi perfecta entre la incapacidad para gestionar de los políticos que proponían las medidas y la fuerza con la que reclamaban la eliminación de todos los mecanismos y condicionantes que son garantía de que el gasto público se administre con la ecuanimidad y objetividad necesarias y que minimizan las posibilidades de corrupción y de arbitrariedad.

Todo esto explica la postura del Gobierno. Ante los muchos fracasos cosechados en la gestión, en este corto plazo que llevan en el poder, tienden a justificarse culpabilizando de los descalabros a lo que llaman rigideces administrativas, descalabros de los que solo ellos son causantes. El Gobierno es responsable de todos los fallos que han rodeado la gestión de la pandemia, puesto que han contado con poderes ilimitados y los contratos se han hecho por el procedimiento de emergencia, como pagos a justificar, sin someterse a la ley de contratos ni a los mecanismos habituales de control. Quizás por eso las distintas compras han resultado  a menudo nefastas y se han adjudicado no precisamente a las mejores empresas.

El bloqueo sistémico en la concesión del ingreso mínimo vital solo tiene una causa, el absurdo diseño con el que se ha elaborado que va a dificultar la gestión hasta niveles inasumibles, no solo ahora, sino en el futuro, y con resultados insólitos y casi ridículos como la respuesta que se da a un solicitante en la que se le comunica que se le ha concedido la prestación por importe de 14,20 euros mensuales. Algo parecido ha ocurrido con el atasco en los ERTE, en la aprobación de las pensiones y en el seguro de desempleo. El Ejecutivo no debe buscar la causa en lo que Sánchez llama cuellos de botella de la Administración, sino en su incapacidad para gestionar.

La desconfianza del Gobierno en la posibilidad de utilizar correctamente y a tiempo los fondos europeos ha tenido un efecto positivo, el de limitar, al menos a corto plazo, los recursos que han de solicitarse a los 72.000 millones que se van a conceder a fondo perdido. En realidad, netos son solo 33.000 millones, porque los otros 39.000 millones son aproximadamente la cuota que por uno u otro procedimiento debe aportar España como un miembro más de la Unión Europea en función de la cuantía de su PIB.

En principio, no parece que nuestro país obtenga ningún beneficio por disponer de los fondos que puedan venir de Europa como préstamos cuando actualmente no tiene dificultad, gracias al BCE, en financiarse adecuadamente. Si seleccionar los proyectos es siempre una operación delicada que se debe realizar con sumo cuidado, aun cuando los recursos sean a fondo perdido, cuánto más si el dinero viene en forma de préstamos, que pueden constituir para el futuro una enorme losa sobre la economía española.

No nos puede extrañar que la CEOE haya reaccionado en contra de la exclusión, porque muchos empresarios contaban ya con repartirse ese dinero. Pero los intereses de la sociedad española no tienen por qué coincidir con los suyos, y el Estado debe elegir con mucho cuidado cuál debe ser el nivel de endeudamiento y, sobre todo, qué proyectos son tan necesarios e imprescindibles de manera que merezcan incrementar la deuda pública. La historia se repite. Rajoy tuvo que resistir la presión que provenía de ámbitos empresariales y mediáticos exigiéndole que pidiera el rescate. Esperemos que al menos en esta ocasión Sánchez sepa estar a la altura, se mantenga firme y plantee las cosas con realismo, no con el triunfalismo al que nos tiene acostumbrados.

Hay un cierto equívoco referente a las ayudas europeas. La verdadera mutualización de la deuda se encuentra en el BCE y en sus programas llamados de “flexibilización cuantitativa”. Desde 2012, momento en el que Draghi decidió actuar, el balance del instituto emisor se ha incrementado sustancialmente. En la actualidad, su activo sobrepasa los cinco billones y medio de euros, acercándose al 60% del PIB comunitario. Activo que en buena medida lo constituyen créditos a los bancos y a los países miembros comprando su deuda en el mercado secundario.

Con anterioridad a la pandemia, el BCE mantenía controladas las primas de riesgo de los países como España o Italia mediante el Programa de compras del sector público (PSPP por sus siglas en inglés), creado en 2015 y que ha llegado a ascender a 2,9 billones de euros. Más tarde, previendo las consecuencias económicas del Covid19, el BCE reaccionó desde el primer momento. El 26 de marzo creó el Programa de compras de emergencia para pandemias (PEPP por sus siglas en inglés), dotándolo con 750.000 millones de euros, cifra que ha incrementado en otros 600.000 millones de euros en junio. Es decir, que mientras la Comisión, el Consejo, incluso el Parlamento, están discutiendo por ese fondo de recuperación tan ensalzado cuyo importe es de 700.000 millones, y que todo el mundo considera fabuloso, pero del que todavía no se ha visto ni un euro, el BCE ha puesto el doble -1.350.000 millones- sobre la mesa y gracias a él España, Italia y otros muchos países han podido funcionar, endeudarse y no caer en la bancarrota.

Mientras el BCE siga actuando de esta manera no parece que haya necesidad de recurrir a los préstamos de los fondos de recuperación. Es más, puede que no sea conveniente, ya que estos recursos van a venir condicionados, como mínimo, a invertir en los planes y proyectos que aprueben, si no los hombres de negro, sí los hombres de gris. La emisión de deuda pública, siempre que se pueda realizar en la cuantía necesaria, presenta ventajas indudables, aunque sea tan solo porque aparecen de forma explícita el coste y la carga, mientras que con los préstamos de los fondos de recuperación puede dar la impresión de que nos lo regalan, y de este modo se decida gastar los recursos con mucha más alegría.

En realidad, el BCE no está haciendo nada que no hagan los otros bancos centrales, el de Japón, el de Inglaterra o la Reserva Federal de Estados Unidos. La única cuestión anómala se encuentra en la naturaleza de la Eurozona, una moneda única sin integración fiscal, presupuestaria y política. De ahí surgen las contradicciones. Mientras los países del norte son totalmente cicateros y reacios a aceptar en la política fiscal toda operación que comporte mutualización de riesgos, esta se consigue en una cuantía mucho mayor a través de la política monetaria del BCE. No puede extrañarnos que el Tribunal Constitucional alemán se haya pronunciado en contra.

Republica.com 30-10-2020