La semana pasada terminaba mi artículo refiriéndome a esos nuevos pactos de la Moncloa, ocurrencia lanzada por Arrimadas en su afán de encontrar para su partido un lugar en el mapa político y que ha sido cogida al vuelo por Sánchez, como salvavidas, en ese cenagal en el que anda metido. No hay nada en la situación actual que sea comparable con la de 1977, ni en la economía, ni en la política, ni en la sociedad, ni en la estructura administrativa, ni en los valores sociales, ni en las relaciones internacionales, ni en los posibles protagonistas. El simple hecho de que, en ambos momentos, la sociedad y el Estado sufran graves problemas no es suficiente para establecer semejanzas. Intentar solucionar las dificultades actuales con las recetas de hace 43 años es puro delirio. Bien es verdad que quizás lo que se pretenda sea solo un postureo, una operación meramente cosmética, o bien socializar los errores propios implicando a los demás en los desastres ya cometidos.

La situación económica actual poco tiene que ver con la de entonces. En la década de los setenta apareció un fenómeno nuevo que se denominó estanflación, que unía dos realidades, hasta entonces separadas, la recesión o estancamiento económico y la inflación. Tenía su causa en la desmedida e inesperada subida del precio del petróleo. Se había multiplicado por cuatro en poco tiempo, lo que significaba una ingente transferencia de recursos que pasaban de las manos de los países consumidores a los productores, originando, por tanto, un sustancial empobrecimiento de los primeros. Empobrecimiento desde luego muy acusado en España, ya que dependía en un 60% de ese tipo de energía.

El proceso inflacionario era la expresión de que ningún grupo social quería conformarse con esa pérdida de renta y pretendía adjudicársela al de enfrente. Detrás de esas desproporcionadas tasas (en España 19,8% en 1976 y 26,4% en 1977) se encontraba la lucha entre trabajadores y empresarios. Ambos sectores se negaban a soportar la pérdida de poder adquisitivo que la subida del precio del petróleo imponía. Los trabajadores exigían aumentos de salarios porque habían subido los precios y los empresarios elevaban los precios porque se incrementaban los salarios.

Desde el año 1973, fecha en la que se produce la primera crisis del petróleo, la tasa de inflación comienza a dispararse en todos los países occidentales. Pero en España se sufren incrementos mucho más elevados que en el resto. Esta diferencia en los precios interiores frente a los exteriores, unida al aumento de la factura energética, transforma el superávit de la balanza por cuenta de renta de los primeros años setenta en un déficit desmedido en los años 1974, 1975 y 1976 (3,5%, 2,9% y 3,9%, respectivamente). La devaluación de la peseta se hacía imprescindible.

Pero apresurémonos a señalar que este era el único desequilibrio coyuntural serio que tenía la economía española. Sin duda se precisaban importantes reformas estructurales, pero ¿cuándo no? Además, estas se encontraban mucho más condicionadas a la política que a la economía. Dese el punto de vista de la coyuntura los datos eran bastante aceptables. En 1976 el incremento real del PIB había sido del 3,3%, y en el mismo 1977 sería del 2,8%. La tasa de paro se situaba entre el 4 y el 5%. En 1976 el déficit público ascendía al 0,3% del PIB y el endeudamiento acumulado del sector público, al 12,2% del PIB. Con posterioridad se ha vendido el mantra de la situación caótica en que entonces se hallaba la economía española. A la vista de estas cifras habría mucho que hablar y debemos preguntarnos si no hay en esas opiniones un intento de disculpa de la izquierda por haber firmado unos pactos que tal vez no fueron especialmente beneficiosos para los trabajadores.

Antes de seguir adelante con los Pactos de la Moncloa (PdM) propiamente dichos, conviene hacer un paréntesis para señalar otros momentos en los que el sector exterior ha presentado déficits extremos, generando dificultades graves a la realidad económica. Esta disgregación nos puede ayudar a plantear el tema con mayor perspectiva. En 1983, Boyer optó por devaluar de nuevo la peseta después de que en 1979 se produjese la segunda crisis del petróleo, que empujó a la balanza por cuenta corriente a saldos negativos: en 1980 (2,5%), en 1981 (2,7%), en 1982 (2,5%). A principios de los años noventa fueron precisas nuevas devaluaciones (cuatro en total), al alcanzar la balanza por cuenta corriente durante los cuatro años anteriores déficits alrededor del 3,7%. El empecinamiento del entonces ministro Solchaga por mantener la peseta dentro del Sistema Monetario Europeo (SME), con un tipo de cambio irreal, como se deduce de los déficits citados, condujo a los mercados a especular contra la peseta y a forzar las devaluaciones, al tiempo que cuestionaba el SME y la viabilidad futura de la Unión Monetaria.

En la crisis de 2007 las circunstancias fueron muy diferentes. El déficit de la balanza por cuenta corriente llegó a alcanzar el 10% del PIB. Una cifra gigantesca y considerablemente mayor que las que se produjeron en anteriores crisis y que habían obligado a los respectivos gobiernos a la devaluación. En realidad, venía siendo más alta desde principio de siglo (4,3% en el 2000) e iba incrementándose año tras año. Esos niveles en el déficit exterior y en el correspondiente endeudamiento solo fueron permisibles por parte de los mercados porque estábamos ya en el euro, y se pensaba que no había riesgo de tipo de cambio. Pero precisamente ello hizo que la solución en 2008 y los años posteriores resultase mucho más problemática, ya que habíamos llegado a cotas del déficit y endeudamiento exterior insostenibles, y no teníamos ya peseta que devaluar.

La situación actual es distinta de todas las anteriores. La crisis económica que se avecina, por primera vez, no parte, por el momento, de un estrangulamiento del sector exterior, sino de los estragos de una epidemia que va a afectar en mayor o menor medida a todos los países de Europa. De partida, en esta crisis no hay deudores ni acreedores. Digo de partida, porque, a estas alturas, resulta difícil de vaticinar, cuáles vayan a ser los efectos en cada uno de ellos. Desde luego, en el caso de España, y en general en todos los países del Sur, se puede producir un impacto importante sobre la balanza de pagos como resultado de la caída del turismo.

Pero retornemos a los PdM. Se imponía, como hemos dicho, una devaluación de la peseta. Para ello ciertamente no se precisaba pacto alguno, ni siquiera para practicar una política restrictiva en materia monetaria, que entonces estaba tan en boga, y que defendía con ahínco el Banco de España. ¡Qué diferencia a la practicada ahora por los bancos centrales! Pero Fuentes Quintana, recién nombrado vicepresidente económico, pretendía algo más, un control rígido de las finanzas públicas con recortes importantes en el gasto público y, sobre todo, romper la espiral inflacionista. En el fondo, la intención última consistía en que en esa lucha entre trabajadores y empresarios a la que se aludía al principio cediesen los primeros. Para ello se hacía necesario eliminar la indexación de los salarios, referenciando su incremento a la tasa de inflación prevista, desregular el mercado laboral e incrementar la facultad de despedir de las empresas. Todo ello resultaba difícil de conseguir sin conflictividad social y laboral, como no fuera que se llegase a algún tipo de acuerdo con los partidos de izquierda y los sindicatos recién legalizados. Para el Gobierno, el pacto era imprescindible.

Pero desde la vicepresidencia económica poco se podía ofrecer, como no fuese la reforma fiscal. Era evidente que el sistema fiscal franquista era raquítico, estaba anquilosado, incapaz de una respuesta adecuada ni en cuanto a la suficiencia ni en cuanto a la progresividad. Ahora bien, una reforma fiscal lleva tiempo y no se puede hacer en una mesa de negociación. La reforma fiscal fue ante todo una promesa. En 1977 se produjo únicamente un anticipo, mediante el que se denominó decreto ley de medidas urgentes: impuesto transitorio de patrimonio, levantamiento del secreto bancario, delito fiscal, etc. Incluso muchos de estos elementos no tuvieron virtualidad de inmediato. El levantamiento del secreto bancario, por ejemplo, recurrido por la AEB ante el Tribunal Constitucional, estuvo paralizado hasta siete años después, noviembre de 1984, cuando el Tribunal falló a favor de la Administración. A su vez, el delito fiscal resultó durante bastante tiempo inoperante.

A pesar de que se liga siempre la reforma fiscal a los PdM, a Fuentes Quintana y a Fernández Ordóñez, solo una parte y no la más importante tiene relación con ellos: el decreto ley citado y la creación del IRPF. El resto se implantó en los años posteriores. El impuesto de sociedades, estando García Añoveros al frente del Ministerio de Hacienda, con una redacción muy poco progresista, por cierto. El resto, la mayor parte, a partir del año 1983 con el PSOE ya en el gobierno: reforma de la administración, ley general tributaria, ley de activos financieros, impuesto de sucesiones, reforma del impuesto de sociedades, reforma del IRPF, reforma de la imposición indirecta con la implantación del IVA, etc.

En cualquier caso, la promesa de una reforma fiscal no parecía suficiente contrapartida para que las organizaciones sindicales y los partidos de izquierda estuviesen dispuestos a llegar a un acuerdo, y ahí entra la parte política. Digamos que Fuentes Quintana pide árnica a Abril Martorell. Los PdM no se pueden entender sin considerar la dimensión política del acuerdo. Es preciso situarse en aquel momento. La Constitución aún no se había aprobado, los partidos y sindicatos acababan, como quien dice, de ser legalizados. El documento político adelanta una serie de derechos que más tarde aparecerá en la carta magna. Constituye un avance de la Constitución de 1978: libertad de reunión y asociación política, libertad de prensa, se elimina la censura previa (curiosamente, Sánchez con la ayuda de Tezanos pretende imponerla de nuevo), despenalización del adulterio y del amancebamiento en la mujer, se establece el delito de tortura, liberalización de los anticonceptivos, etc.

Los PdM fueron en buena medida el intercambio de derechos laborales y económicos por derechos civiles. A mi entender, se ha producido una mitificación tanto de los Pactos como de su teórico artífice, Fuentes Quintana (quizás fuera Abril su verdadero autor), excesiva. Una relevancia que tal vez nunca tuvieron ni políticamente (al año siguiente se aprobó la Constitución) ni económicamente (la economía española ha salido de situaciones peores sin recurrir a ningún pacto).

Lo que es evidente es que las circunstancias en que se firmaron nada tienen que ver con las actuales. Ningún parecido en materia económica. Hoy estamos en la Unión Europea. No tenemos moneda propia que devaluar y, por consiguiente, tampoco política monetaria. El problema actual no es la inflación, sino la deflación. Por ahora presentamos superávit en la balanza de pagos por cuenta corriente, el endeudamiento público es diez veces el de entonces y la tasa de paro actual multiplica por cuatro la de 1977, y no creo que Pedro Sánchez se proponga desregularizar aún más el mercado laboral y facilitar el despido.

La semejanza es aún menor en materia política. Entonces se encontraban en una situación preconstitucional, y se carecía de casi todas las instituciones democráticas. En cierto modo debieron inventarse la plataforma para los acuerdos. Hoy, llevamos más de cuarenta años de Constitución y de democracia y están perfectamente establecidos los cauces, procedimientos, estamentos e instituciones por los que tienen que circular los acuerdos y decisiones democráticas, no se precisa inventar nada.

Pedro Sánchez, sin embargo, es el hombre de los inventos, de los títulos grandilocuentes, de los anuncios, del postureo, de salirse de las instituciones y de eludir los procedimientos. Lo suyo es el caudillismo, casi la democracia orgánica, por eso ante la investidura convocaba a lo que llamaba la sociedad civil, a los sindicatos, a los empresarios, a las ONG y a las Autonomías. Todo menos un diálogo serio con los partidos que podían hacerle presidente, pero que, es verdad, le iban a pedir algo a cambio. Todo menos una auténtica negociación. Con Cataluña ha creado una mesa de diálogo al margen de todas las instituciones y de los cauces constitucional y legalmente establecidos Ahora intentaba hacer lo mismo. Proclamar solemnemente la celebración de grandes pactos, y meter en el mismo saco a los actores más heterogéneos, no solo por ideología, sino también por cometido y por representación, incluso a los golpistas y a los sucesores de los terroristas.

Hasta en esto se diferencia 2020 de 1977. Entonces querían pactar y, por eso, lo primero que hizo Suárez antes de anunciar ninguna negociación fue hablar con González y Carrillo. Sabía que ambos eran imprescindibles para llegar a buen puerto. Pero es que quizás a Sánchez no le importe ni el puerto, ni el final, sino el boato, la farfolla del inicio. En el fondo sabe que el acuerdo es imposible, al menos con la oposición. Sánchez, antes de cualquier anuncio y montaje, tendría que haber hablado con Casado, el único que, aunque fuese mínimamente, podía dar sentido a la negociación. Sin él y sin el PP, hasta el mismo espectáculo inicial quedaba reducido poco más que a la cuadrilla de la investidura, al gobierno Frankenstein.

El presidente del PP ha sabido eludir la trampa que le habían tendido, ha desinflado el globo de Sánchez y ha remitido las posibles negociaciones al Congreso, que es su sitio natural y de donde nunca deberían salir. El presidente del Gobierno no ha tenido más remedio que ceder y mandar a su portavoz parlanchina a quitar importancia al tema. Esta ha afirmado que lo importante es su celebración, que el sitio no importa. Para los sanchistas son iguales las instituciones y la sede de la soberanía popular que la maraña y el totum revolutum. Seguro que prefieran lo segundo. Les da más posibilidades de ejercer el caudillismo. 

El Gobierno de Suárez, antes de que se iniciasen los PdM, puso sobre la mesa para su discusión dos papeles, uno económico y otro político. Ahora, el único papel que existe está en blanco y lo que me temo es que no saben cómo rellenarlo.

Republica.com 24-4-2020