Creo que fue San Ignacio quien dijo aquello de que en tiempo de tribulación no hacer mudanza. Pues bien, en tiempos como estos, de epidemia y de histeria generalizada, resulta difícil escribir artículos. Solo hay un tema posible, que domina toda la actualidad. Tratar cualquier otro tiene el peligro de hacernos caer en el ostracismo y en la inoperancia. Ni siquiera Torra logró -a pesar de agitar una y otra vez el cadáver del procés- hacerse un hueco en la actualidad a base de reclamar que se convocara por videoconferencia la mesa de diálogo. Nadie le hizo caso. Tan es así que se avino a participar en la reunión de presidentes de Comunidades Autónomas, lo cual es insólito y quizás expresivo de que en Cataluña los virus son los únicos que no tienen hechos diferenciales.

A pesar de todo, el presidente de la Generalitat no podía soportar pasar desapercibido. Es por ello por lo que se vio obligado a tirar por elevación y, en cuanto supo que el presidente del Gobierno iba a comunicar el estado de alarma en toda España, le faltó tiempo para decretar la confinación de Cataluña. Torra consiguió su sueño, al menos por un día; eso sí, verbalmente, flatus vocis, puro postureo: la independencia de Cataluña. Confinarla, aislada de los malvados españoles, y se supone que también del resto del mundo. De pronto reparó en un pequeño detalle, no tenía competencias, muy a pesar suyo, ni en los puertos ni en los aeropuertos ni en Renfe. Así que, muy digno él, no tuvo más remedio que pedir al gobierno central su colaboración. De gobierno a gobierno, por supuesto, como a él le gusta. Bilateralmente.

Pasó por alto un tema mayor. Según la Constitución Española, la libre circulación por el territorio español (y Cataluña lo es) constituye un derecho fundamental de todos los españoles, y solo puede ser limitado por el gobierno central tras decretar alguno de los estados bien de alarma, excepción o sitio. Y el consejero de Gobernación no tuvo más remedio que reconocer que no tiene competencias para ordenar a los mozos el cierre de carreteras de forma generalizada y que estaba esperando la autorización del gobierno central.

A Torra, tal como ha demostrado múltiples veces, le importa muy poco la Constitución, pero sí montar escándalos, quejarse y hacerse la víctima. La declaración del estado de alarma le ha dado buena ocasión para ello; lo ha calificado de confiscación de competencias y de aplicación encubierta del artículo 155. Pero no se trata de ninguna aplicación encubierta, sino a las claras de otro artículo de la constitución, el 116.2, articulo que quizás se debería haber utilizado ya en el referéndum del 1 de octubre. Todos estos artículos y algunos más existen en nuestra Carta Magna entre otros motivos para recordar a los nacionalistas que las Autonomías no son estados soberanos.

Torra ha procurado que le siguiese en sus planteamientos Urkullu, quien se ha visto obligado en cierta medida a respaldarle, aunque solo sea porque, para independentistas, los vascos, y no podía quedarse atrás. Bien es cierto que se ha separado del presidente de la Generalitat en cuanto que este asumió una postura de cuasi rebeldía. Rebeldía que, como siempre, quedará restringida al ámbito verbal y al postureo, sin que sea previsible que en ningún caso dé lugar a posibles acciones punibles. Urkullu, como en los juicios, simplemente protestó para que constase en acta, pero nada más, aceptó el veredicto. Torra, sin embargo y como de costumbre, está haciendo el ridículo (esto sí que está configurándose como un hecho diferencial), y ha sido el único presidente autonómico en negarse a firmar el comunicado con el resto.

De Puigdemont y Ponsatí, mejor ni hablar. De nuevo, el nacionalismo catalán muestra la faz más sectaria. Todo carece de importancia, excepto el proceso hacia la independencia. Ya ocurrió con los atentados terroristas en Barcelona cuando en las declaraciones e inquietudes de ciertos prohombres nacionalistas las víctimas estaban ausentes, su única preocupación era mostrar al mundo que Cataluña era un Estado y que podía funcionar solo (véase mi artículo de 31 de agosto de 2017); y, si nos remontamos en la historia, el comportamiento no debió de ser muy diferente en la guerra civil. Basta leer a Azaña en La velada en Benicarló.

Es muy pronto para sacar conclusiones generales de esta pandemia y su desarrollo en nuestro país. Hay aún mucho ruido en la información y en las noticias. No obstante, sí parece claro que, a pesar de la imagen de coordinación y entendimiento que se ha querido dar al principio entre el Ministerio y los consejeros de Sanidad de las Autonomías, se han producido comportamientos diversos y disfuncionalidades, que hubiesen aconsejado implantar el estado de alarma desde el inicio, fuesen cuales fuesen las medidas a adoptar y la progresividad en su entrada en vigor. Es una prueba más de que, a la hora de la verdad, cuando existe un problema realmente serio se precisa un poder central fuerte capaz de controlar y dirigir la situación, y que las Comunidades Autónomas constituyen más un estorbo que un instrumento positivo.

Se atribuye al torero Manuel García Escudero, apodado “el espartero”,  la célebre frase de “Más cornadas da el hambre”. Cuando la emergencia sanitaria termine diluyéndose, comprobaremos si las consecuencias económicas van a ser más letales que la propia epidemia. Y es que, con la globalización, cualquier acontecimiento negativo, sea cisne negro o no, puede desencadenar una crisis de enormes dimensiones. Sistémica la llaman. Más bien debería denominarse anárquica, al no tener la economía ni control ni dirección. Es lo que ocurre con el neoliberalismo económico, cuando la libertad se lleva al máximo y nadie dirige el proceso lo que sobreviene es el caos.

La globalización no solo facilita la extensión de epidemias como esta, sino que multiplica sus consecuencias económicas negativas. Todo se cortocircuita. Los gobiernos, en cierta forma, se sienten impotentes al enfrentarse con mercados integrados de proporciones mucho más elevadas que sus propias naciones. ¡Ay de aquellos que pretendan solucionar la crisis con ocurrencias! El remedio suele ser bastante peor que la enfermedad. Lo presenciamos en tiempos de Zapatero.

Estos días se escuchan con estupor las afirmaciones de unos y de otros. Los sindicatos, como es lógico, mantienen que los trabajadores no pueden ser de nuevo los paganos de esta crisis; otros piensan lo mismo de las empresas; los de más allá reivindican que el coste no recaiga en los autónomos; los comentaristas y periodistas se preocupan de los contribuyentes, puesto que ellos mismos lo son, y hasta la OCU se asoma a la terraza para salir en defensa de los consumidores. Pero cuanto más estire todo el mundo de la manta, mayor puede hacerse el agujero.

Por mucho que nos pese, estamos insertos en una economía capitalista globalizada, integrados en la Unión Europea y, lo que es más limitativo, pertenecemos a la Eurozona, es decir, carecemos de moneda propia. Por si todo esto fuese poco, se mantienen lacras de la regresión pasada que condicionan fuertemente cualquier otra crisis futura, un stock de endeudamiento público cercano al 100% del PIB, la segunda tasa más elevada de desempleo de la Eurozona y una productividad cuyo incremento está próximo a cero. Todos estos hechos son suficientemente relevantes como para que tanto el Gobierno como los partidos de la oposición anden con sumo cuidado con las medidas que acometen o proponen. Uno tiene la impresión de que en materia económica unos y otros levitan en una nube de ilusión. Las alegrías en este ámbito terminan pagándose muy caras, no todo es posible, y es una ingenuidad o pura demagogia simular que no va a existir coste para nadie.

Sin duda, la parte más importante de la ecuación se encuentra en Europa y no son muy buenas noticias las que provienen de allí. En concreto, del BCE. La comparecencia de su nueva presidenta, Lagarde, no solo fue decepcionante, sino incomprensible. “No estamos aquí para cerrar diferenciales” (se refería a diferenciales en los tipos de interés de la deuda pública). Todas las bolsas europeas cayeron en picado, y no era para menos. La frase era demoledora, casi letal. Era una invitación a los mercados a que jugasen al tiro al blanco contra aquellos países miembros que creyesen menos solventes.

La actitud adoptada por Cristine Lagarde es la antítesis de su antecesor, Draghi, quien en plena crisis del euro y cuando las primas de riesgo de España e Italia alcanzaban cuantías insoportables prometió “hacer lo que fuese necesario”…“, “y créame que será suficiente”. Los mercados entendieron la amenaza, especialmente cuando iba unida a la creación de un nuevo instrumento (la OMT), mediante el que el BCE podía adquirir bonos soberanos. Los tipos de interés de los principales países comenzaron a converger y a reducirse el diferencial que mantenían con el alemán, como es natural cuando todos están referenciados a la misma moneda. En principio, en una unión monetaria no tendrían por qué existir primas de riesgo, puesto que no existe el riesgo de la variación del tipo de cambio. Cuando se da, es porque los mercados no terminan de confiar en que la unión permanezca o que ningún país tenga que abandonarla. Es esa confianza la que debe proporcionar el BCE. Que el máximo responsable de este organismo afirme que no está para cerrar diferenciales resulta asombroso, entre otros motivos porque esos diferenciales hacen imposible la aplicación de una política monetaria única.  

     Hay quien ha querido interpretar la postura de Lagarde como un órdago a los gobiernos y a la Comisión para que actúen y apliquen una política fiscal expansiva de cara a contener la crisis. Es cierto que la política monetaria tiene ya muy poco recorrido. Draghi venía avisándolo desde hace tiempo, así como también de la necesidad de que la política fiscal tomase el relevo. El problema es, sin embargo, que después de la situación creada por la crisis anterior no todos los países miembros pueden aplicarla, y mucho menos si el BCE no los respalda en los mercados.

Alemania ha decidido reaccionar y ha prometido créditos ilimitados a todos sus empresas y trabajadores. Pero la situación de Alemania es totalmente distinta a la de, por ejemplo, España. De 2010 a 2019 el stock de endeudamiento público en el país germánico ha pasado del 82,4% al 59,2%, mientras que, en España, por el contrario, la evolución ha sido del 60,5% al 96,7%. La tasa de desempleo en España es del 13,9%, mientras que en Alemania se sitúa en un reducido 3,2%. Es bastante indiscutible que las secuelas de la moneda única, al no existir mecanismos redistributivos, se han repartido de manera muy diversa, en forma de beneficios en algunos países y de pérdidas en otros.

En situaciones como esta, países tales como Grecia, España, Portugal, Italia, Francia y algunos más, no están en condiciones de defenderse por sí mismos. Necesitan la ayuda de la Unión Europea. La respuesta hasta ahora ha sido raquítica, 7.500 millones de euros, pero, además, que salen del mismo presupuesto comunitario, sin añadir un euro más y quitándolos de otros destinos. Por otra parte, el hecho de permitir que los gastos que tengan que hacer los países debidos a la epidemia no contabilicen en el déficit a efectos de los compromisos comunitarios no soluciona nada, porque el verdadero problema no radica ya tanto en las imposiciones de Bruselas, sino en lo que permitan las condiciones reales de la economía, y la reacción de los mercados.

Republica.20-3-2020