El Consejo de Ministros en su sesión del 18 de febrero pasado aprobó dos proyectos de ley para presentar en las Cortes con la creación de otras tantas figuras tributarias, las llamadas tasa Google y tasa Tobin. Llevan casi dos años mareando la perdiz con ellas, y se exponen junto con los llamados impuestos ecológicos como los comodines para cuadrar las cuentas públicas que se están disparando. Da la impresión de que se pretende eludir así la imprescindible reforma fiscal. Los partidos socialdemócratas cuando no quieren o no pueden aplicar su ideología se convierten en populistas y recurren a recetas mágicas para dar la impresión -solo la impresión- de ser progresistas.

La ministra de Hacienda y parlanchina portavoz del Gobierno, látigo y verdugo de los abogados del Estado que no se prestan a sus chanchullos, y que mezcla la palabrería con la incompetencia, justificó los proyectos de ley aprobados por la necesidad de adaptar los ingresos públicos a los nuevos tiempos. El problema es que los nuevos tiempos de la economía no parecen proclives a los ingresos públicos, especialmente si se les quiere dar una proyección socialdemócrata.

Habrá que comenzar por afirmar que las dos figuras tributarias incluidas en los decretos leyes se denominan -siguiendo una mala traducción de la palabra inglesa “tax”- tasas, cuando no lo son. En inglés, tax es equivalente a impuesto. En castellano el término tasa tiene una compresión reducida, exige siempre una contrapartida, la percepción directa de un servicio. Aquí, en uno y en otro caso, estamos hablando de impuestos en sentido estricto y, además, conviene señalarlo desde el principio, que se trata de dos gravámenes indirectos, con lo que su progresividad deja mucho que desear.

Los dos impuestos proyectados incurren en el mismo defecto, que por otra parte parece ser bastante común en la legislación fiscal de los últimos tiempos y que indica la impericia que se ha adueñado de los responsables de la elaboración de las normas tributarias. Me refiero a lo que se ha venido a llamar “error de salto”, es decir, cuando se produce la entrada en vigor de un gravamen de forma brusca a partir de una cierta cantidad de ingresos, ventas, etc., o bien se aplica una tarifa de forma discontinua. Recientemente son sobradas las situaciones en las que se produce tamaño error, con resultados un tanto injustos y contradictorios. Por citar un ejemplo, serán cuantiosos los contribuyentes con algún familiar dependiente a su cargo y que hayan visto cómo una mínima subida en la pensión de este les hace perder una deducción fiscal de una cuantía mucho mayor.

El impuesto sobre determinados servicios digitales (tasa Google) afecta a empresas con ingresos anuales en todo el mundo, superiores a 750 millones de euros, y a 3 millones en España. Se puede dar, por tanto, la incongruencia de que un incremento de las ventas de una empresa se traduzca en menores beneficios porque tenga que hacer frente al gravamen al que antes no estaba sujeta. Bien es verdad que en este caso el problema es tanto más teórico que real, ya que el tributo va afectar a muy pocas empresas, por lo que será muy difícil el traslado de un grupo a otro. La situación es distinta en cuanto al impuesto sobre las transacciones financieras.

La tasa Google es un tributo que en cierta medida surge de las condiciones impuestas por la globalización, pero, paradójicamente, la propia globalización es la que hace que resulte muy difícil de aplicar. Son las nuevas tecnologías y la mundialización de la economía las que crean enormes corporaciones que realizan su actividad en el mundo digital y les permiten eludir los impuestos en aquellos países en los que prestan sus servicios. Parecería lógico, en consecuencia, establecer un gravamen específico para ellas. No obstante, en su implantación van a surgir múltiples problemas, problemas derivados precisamente de la propia globalización y de la correlación de fuerzas que establece.

En primer lugar, es un tributo ignoto y que está por estrenar en casi en todos los países, lo que crea incertidumbres acerca de cuáles puedan ser sus efectos. Existe la duda de saber quiénes terminarán soportando definitivamente el impuesto y en qué proporción repercutirá sobre los consumidores de las empresas que utilicen o se anuncien en las tecnológicas. Se desconoce también cuál pueda ser el resultado recaudatorio. La prueba de este desconocimiento se encuentra en el hecho de que el Gobierno español estima ahora la recaudación en 968 millones de euros, cuando en el anterior proyecto se cifraba en 1.200 millones. Bien es verdad que esta última cifra puede que estuviese hinchada a propósito, pero nadie asegura que no lo esté también la actual.

Del mismo modo surge la pregunta de hasta qué punto la introducción del impuesto en solitario por un país no dañará su economía frente a las de los otros. Parece obvio que, en un contexto de libre circulación de capitales como en el que nos movemos, este impuesto debería establecerse al unísono en todos los Estados. En 2015 la OCDE comenzó a estudiar su posible implantación y en 2018 trasladó un informe sobre ello al G8. No obstaqnte, como en otros muchos temas, la cuestión sigue pendiente y ni siquiera está claro que se introduzca en la UE de forma inmediata, aun cuando la Comisión ha elaborado un proyecto de directiva, pero que se encuentra más bien olvidado.

Las empresas afectadas -Amazon, Apple, Facebook y Google- tienen la nacionalidad americana, lo que ha provocado la intervención del Gobierno estadounidense. Trump ha amenazado a Francia con incrementar un 25% los aranceles en sus artículos, si continúa manteniendo el impuesto. La coacción ha sido tan seria que el gallito Macron no ha tenido más remedio que suspender su vigencia hasta diciembre en la creencia de que en el próximo año se llegue a imponer con carácter general en la OCDE, o al menos en la UE, o en todo caso que se pueda negociar con EE. UU su reactivación.

Más inexplicable es el caso de España que, consciente de todo ello, el Gobierno pretende aprobar el gravamen para dejarlo inmediatamente en suspenso. Se asemeja a la declaración de independencia de Puigdemont. La docta ministra de Hacienda y su apéndice la de Economía dicen que simplemente se retrasa su ingreso a final de año (su periodicidad es trimestral). Suponen (que es mucho suponer) que para esa fecha el problema a nivel internacional estará solucionado. Pero resulta que aun cuando la UE o la OCDE terminasen aprobando el impuesto, lo que es harto improbable, el diseño con toda seguridad tendría diferencias con el que ahora se discuta en las Cortes, lo que precisaría modificar y aprobar un nuevo proyecto de ley. La tramitación en este momento del impuesto es, por tanto, bastante inútil. Solo puede tener una finalidad, el postureo y transmitir a la opinión pública la idea de que está prevista la necesaria financiación del presupuesto, de manera que no haga falta plantearse la verdadera cuestión, la de una reforma fiscal profunda y progresiva, con la suficiencia precisa para sostener el Estado social. Todo muy populista.

El otro impuesto que el Consejo de Ministros aprobó en el paquete es el de transacciones financieras, que grava con el 0,2% todas las operaciones de compraventa de acciones españolas con una capitalización superior a mil millones de euros. Será liquidado por el intermediario financiero sin tener en cuenta la residencia de aquellas (personas o entidades) que intervienen en la operación. Se anuncia como tasa Tobin, pero su identificación con ella solo es aparente y su finalidad desde luego, muy distinta.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     

James Tobin, profesor de Economía en Yale, premio Nobel en 1981, propuso gravar las transacciones realizadas en los mercados de divisas con un impuesto universal y de reducida cuantía. Esta figura tributaria sería denominada posteriormente tasa Tobin en consideración a quien la ideó. Pretendía defender a los Estados de lo que se llama dinero caliente, es decir, de las operaciones realizadas con finalidad especulativa a muy corto plazo. Los recursos salen a la misma velocidad que entran originando que los bancos centrales pierdan el control de la política monetaria y obligándoles a elevar fuertemente el tipo de interés con consecuencias desastrosas para la actividad económica.

Tobin se confiesa keynesiano y afirma que la idea de gravar la especulación la tomó de Keynes, quien en el capítulo XII de su Teoría general propone la creación de un impuesto sobre todas las transacciones financieras con la finalidad de vincular los inversores a sus acciones de una forma duradera. La razón de la tasa Tobin es idéntica. Al tratarse de un impuesto de cuantía reducida, apenas resulta gravoso para aquellas operaciones realizadas como inversión a largo plazo y con soporte en la economía real, pero será prohibitivo para las realizadas a un plazo muy breve y con carácter especulativo. La finalidad recaudatoria quedaba ajena.

La propuesta del profesor de Yale se realiza en los primeros años setenta. El presidente Nixon había denunciado la convertibilidad del dólar por oro, con lo que desaparecía el sistema monetario internacional creado en Bretton Woods, y los cambios entre divisas entraron en libre flotación. La preocupación del entonces futuro premio Nobel era la de dotar a los Estados de un instrumento que les permitiese ir adoptando la liberalización en los mercados, sin que la especulación contra su divisa pudiera ponerles contra las cuerdas.

La aceptación de la movilidad total del capital, con la consiguiente renuncia de los gobiernos a cualquier medida de control de cambios -por suave que sea y aunque afecte exclusivamente a los movimientos de capital a corto plazo-, conduce a transformar los mercados financieros en casinos donde la mayoría de las operaciones no obedecen a transacción real alguna de mercancías o servicios, sino a meras apuestas especulativas realizadas casi en su totalidad a plazos inferiores a una semana. El dinero va y viene, sin comprar ni vender nada, pero en ese movimiento continuo pone contra las cuerdas a gobiernos y arrasa países.

Tobin diseñó el impuesto como un mecanismo de control de capitales, de regulación de los mercados. No es, por ello, extraño que los movimientos antiglobalización erigiesen este impuesto como una de sus principales reivindicaciones, al tiempo que para defenderlo se creaba una organización internacional (ATTAC) con implantación en bastantes países. Aunque bien es verdad que poco a poco y con el tiempo la naturaleza de esta figura tributaria se ha ido desvirtuando y colocando en el centro la función recaudatoria, ausente en la razón de ser del impuesto primigenio. Unos lo contemplan como la fuente de recursos que remedie la pobreza del Tercer Mundo; otros, más nacionalistas y partidarios de la renta mínima garantizada, le imputan la facultad de financiarla. Pero parece que todos olvidan su finalidad principal, la de servir como control de cambios, o al menos olvidan que esta finalidad es en cierto modo incompatible con las anteriores. La tasa tendrá tanto más éxito cuanto menos recaude, señal de que habría evitado en tal caso erradicar todas aquellas operaciones financieras de finalidad meramente especulativa.

El Gobierno español ha diseñado el impuesto centrándose exclusivamente en su función recaudatoria, a pesar de que esta tiene una virtualidad más bien reducida, y ha abandonado por completo cualquier aspecto de control, lo cual hasta cierto punto es obligado al haber renunciado España a su propia moneda. El proyecto que se pretende aprobar deja al margen del gravamen todas aquellas operaciones que se pueden orientar principalmente a la especulación. En primer lugar, la compraventa de empresas nacionales cuyo valor de capitalización está por debajo de los 1.000 millones de euros, normalmente con menor liquidez y por ello más volátiles; en segundo lugar, las realizadas en los mercados extranjeros, bien con acciones de empresas foráneas o nacionales; en tercer lugar, las operaciones efectuadas con derivados en las que el apalancamiento es mucho mayor; y en cuarto lugar, parece ser que también las operaciones intradía (al liquidarse el saldo al final de la sesión), y en las que precisamente la especulación es mayor. Desaparece de esta manera toda la posible razón del tributo y desde luego su carácter progresivo, quedando convertido en un impuesto indirecto de efectos económicos dudosos y se supone que de recaudación más bien raquítica. Además, está por ver la viabilidad de que un país pueda mantenerlo en solitario.

Si lo que se quiere es gravar el capital, hay muchas maneras mejores y más eficaces de hacerlo que con este impuesto. Para que cumpliese su verdadera función, la de control, el gravamen debería implantarse en toda la Eurozona. Sería un mecanismo de defensa frente a los flujos descontrolados de capitales con el exterior.

El Gobierno, al apoyar estos dos impuestos, se ha dejado llevar únicamente por motivos demagógicos, de propaganda populista. Suena bien eso de gravar a las grandes corporaciones y a la bolsa, aunque después no conozcamos cuál es el resultado. Nunca se sabe dónde terminan los impuestos indirectos. Una vez más, Pedro Sánchez y sus mariachis juegan a las apariencias, al postureo. Y, sobre todo, se niegan a enfrentarse a la verdadera reforma: Renta, Sociedades, Patrimonio y Sucesiones.

Republica.com 6-3-2020