Es curiosa la relación que los partidos políticos mantienen con los impuestos. Todos, absolutamente todos, mienten. Los de derechas se esfuerzan por prometer reducciones fiscales al tiempo que nos aseguran que no van a verse perjudicados ni el Estado social ni las prestaciones y los servicios públicos. Los de izquierdas elaboran un programa de gastos que parece la carta a los reyes magos, mientras aseveran que no va a ser necesario elevar los impuestos; como mucho, plantean subidas tangenciales o proyectan crear nuevas figuras tributarias que no afectan al núcleo duro del sistema fiscal, cuya viabilidad resulta cuestionable y sus efectos, totalmente desconocidos.

Nadie se atreve a reconocer abiertamente que, dado el nivel  alcanzado por el endeudamiento público, no se pueden reducir los impuestos sin bajar al mismo tiempo el gasto público, y no se puede incrementar el gasto sin subir, como contrapartida, los tributos. Ningún partido se aventura a manifestar sin tapujos que los impuestos son imprescindibles para mantener el Estado social: pensiones, sanidad, educación, seguro de desempleo, dependencia, etc. Pero, es más, son necesarios también para hacer viable sin más el Estado a secas: justicia, orden público, infraestructuras, defensa, diplomacia, I+D, etc.

Como las mentiras hay que disfrazarlas, la izquierda, para hacer creíble la financiación de sus promesas, se saca de la manga ciertos gravámenes que en teoría no van dirigidos al grueso de la población -o al menos sus efectos no se conocen claramente-, con lo que pueden parecer inocuos para la mayoría de los votantes, pero que les va a resultar muy difícil implantar y, desde luego, en ningún caso se podrá obtener de ellos los recursos necesarios para sostener aquello que se proyecta. La derecha, a su vez, continúa agitando, aunque no lo designe con ese nombre, ese espantapájaros de la curva de Laffer, que asegura que se recauda más bajando los impuestos. Habrá que preguntarles por qué no conceden el mismo poder taumatúrgico al incremento del gasto social.

Ni la bajada de impuestos ni la subida del gasto incentivan sin más la actividad, si se hace manteniendo constante el déficit público. Los que opinan lo contrario olvidan el coste de oportunidad, es decir, que el efecto expansivo de la primera medida quedará compensado, más o menos, por el efecto contractivo de la medida alternativa que necesariamente se adopta como contrapartida para mantener la estabilidad presupuestaria.

Sin trucos y sin engaños, habría que preguntar a la sociedad qué nivel de gasto público desea, que es lo mismo que interrogarla acerca de qué carga fiscal está dispuesta a soportar. Los medios de comunicación y bastantes periodistas se entretienen en un juego bastante tonto, dividir el año en dos partes. En la primera, según dicen, se habría trabajado para el Estado; tan solo en la segunda lo habría hecho el contribuyente para su propio beneficio. Aparte de que suelen hacer bastante mal los cálculos, el simulacro al desnudo no tiene ningún significado, si no se le compara con la relación entre el número de bienes privados y la cantidad de bienes públicos que consumimos, e incluso con los bienes que, aun siendo privados, no existirían sin los bienes públicos.

La pregunta que se debería hacer es qué parte de la producción debe destinarse a bienes públicos y qué parte a bienes privados. Es verdad que la respuesta no es sencilla. En primer lugar, porque no será homogénea, ya que depende del puesto social que ocupe cada uno, y por lo tanto de la mayor o menor necesidad que tenga de de la acción del Estado y de en qué medida soporte la carga fiscal. En segundo lugar, porque existe una gran falsedad en los planteamientos, ya que nadie quiere reconocer que los impuestos son necesarios y ningún político se atreve a hablar claramente sobre ellos a los ciudadanos. Proclaman únicamente aquellas cosas que la mayoría de la población quiere escuchar.

En cierto modo la presión fiscal de un país mide la parte de la producción (PIB) que es absorbida por el Estado o, lo que es lo mismo, la parte que se traduce en bienes públicos. Existe, sin embargo, una cierta inexactitud en lo que acabamos de afirmar porque muchos de estos recursos retornan a la sociedad en forma de transferencias, prestaciones, subvenciones, etc. (Ahora bien, en un sentido forzado podríamos decir que también son bienes públicos). La presión fiscal de un país es un indicador bastante representativo del grado de estatificación de una economía. Y ahí tenemos que reconocer que España está a la cola de todas las naciones con las que podemos compararnos.

En el 2018, según Eurostat, la presión fiscal española fue del 35,4%, mientras que la media de la Eurozona se situó en el 41,7%, y la de la Unión Europea en el 40,3%. España es el octavo país con menor presión fiscal de la Eurozona. Pero, además, es significativo considerar las características de los países que tienen valores inferiores al nuestro: Eslovaquia (34,3%), Chipre (33,8%), Estonia (33%), Malta (32,7%), Letonia (31,4%), Lituania (31,5%), Irlanda (23%) Este último país, convertido claramente con permiso de la UE en un paraíso fiscal. Por el contrario, estamos tremendamente alejados de los otros tres grandes Estados de la Eurozona. Francia nos aventaja en 13 puntos, Italia y Alemania en siete. Pero es que países como Polonia, Portugal, Grecia, Hungría o Eslovenia tienen una presión fiscal mayor a la nuestra.

Se mire como se mire, ostentamos una presión fiscal exigua, incapaz de sustentar un Estado social mínimamente aceptable y causa de que estemos también a la cabeza en los índices de desigualdad en la Unión Europea. Desde el mundo empresarial y desde los bastiones de las fuerzas conservadoras, con el fin de ocultar la situación raquítica de nuestro sistema impositivo, descalifican el concepto de presión fiscal y pretenden sustituirlo por otros más acordes con sus intereses, pero de casi nula significación económica. Quieren ignorar que todos los organismos internacionales a la hora de hacer comparaciones entre países emplean la presión fiscal.

Con la finalidad de argumentar que en nuestro país se pagan muchos impuestos, el concepto más usado por ciertos sectores para sustituir el de presión fiscal es lo que denominan “esfuerzo fiscal”. Si la presión fiscal se define por el cociente entre recaudación tributaria y renta nacional, el esfuerzo fiscal se establece como la razón entre la presión fiscal y la renta per cápita. Detrás de este concepto se encuentra el supuesto gratuito de que las sociedades, cuanto más pobres son, menor debe ser su proporción de bienes públicos. La realidad es diferente porque, en todo caso, si debe haber alguna inferencia es justamente la contraria. Cuanto más pobre sea una sociedad más necesita de instrumentos que reduzcan la desigualdad. En realidad, lo que mide el esfuerzo fiscal es el grado de pobreza de las naciones. Al tener el índice, la variable renta nacional al cuadrado en el denominador, cuanto más pequeña sea esta, mayor será el esfuerzo fiscal.

Hace algunos meses el Instituto de Estudios Económicos (IEE), apéndice de la CEOE, presentó un informe en el que creaba un concepto nuevo al que denominaba “presión fiscal normativa”, y en el que se sostenía que en España este índice era superior en ocho puntos a la media de la UE, titular que se trasladó a todos los medios y a la opinión pública mediante rueda de prensa. Se pretendía con ello introducir la confusión necesaria para ocultar o invalidar el hecho de que la presión fiscal española está muy alejada de las que mantienen los países de nuestro entorno. Se construyó una nueva variable que en realidad ni el mismo IEE conoce en qué consiste, pero que introduce la duda acerca del nivel del gravamen en España.

El informe presentado por el IEE comienza descalificando el concepto de presión fiscal y para ello sus autores manejan todos los tópicos clásicos. En primer lugar, se recurre, aunque sin nombrarlo, al esfuerzo fiscal, al considerar que los países con menor renta  per cápita deben tener también una presión más baja, falacia comentada más arriba. En segundo lugar, acuden a la economía sumergida. Mantienen que en nuestro país es muy elevada, lo que origina que la presión sea mayor sobre los que pagan impuestos. Está por ver que el fraude sea mayor en España que en otros Estados. Pero, en cualquier caso, la presión fiscal hace referencia a todo un país y no a unos contribuyentes en particular. Es una media. No mide la equidad del sistema fiscal ni su progresividad ni el reparto de la carga. Mide tan solo la suficiencia, es decir, la capacidad del sistema para hacer frente al suministro de bienes y servicios públicos. En tercer lugar, el informe cae en el tópico, también ya señalado, de creer que una bajada de impuestos ahora incrementará la recaudación a medio plazo.

El informe no deja nada claro a qué llama presión fiscal normativa. Tan solo remite al índice de competitividad fiscal, elaborado por la Tax Foundation de EE.UU. Tal índice, al margen de que se pueda pensar que las cuarenta variables elegidas para conformarlo sean más o menos acertadas, que el método es o no es adecuado, que incluso es posible que toda su elaboración contenga un sesgo ideológico; puede tener un sentido. Nada que ver, no obstante, con la presión fiscal, ya sea normativa o sin normativa. Lo que pretende medir es cómo un sistema fiscal concreto influye en la competitividad y distorsiona o no la neutralidad del mercado.

Un sistema fiscal antes que competitivo y neutral debe cumplir dos finalidades que son prioritarias: la suficiencia y la equidad (progresividad). La presión fiscal mide la primera de ellas. Para dar un juicio sobre la equidad y sobre la progresividad se precisa examinar la configuración de las distintas figuras tributarias y la relación y proporción entre ellas. La competitividad viene a ser una propiedad secundaria y subordinada a las dos anteriores, que solo adquiere un cierto significado con la globalización o en integraciones como la UE, en la que se acepta la libre circulación de capitales sin ninguna armonización fiscal.

Es cierto que en las circunstancias actuales los impuestos pueden utilizarse al igual que la legislación laboral o social, para ganar competitividad en los mercados internacionales, competitividad no basada en el incremento de la productividad, sino en empobrecer al vecino robándole un trozo de tarta. Es previsible que el vecino reaccione con idénticas medidas, de modo que se establezca una carrera competitiva en la que nadie terminará ganando y cuyo resultado generará sistemas fiscales raquíticos y regresivos, y la desaparición del Estado social tal como ahora lo conocemos. Es curiosa la manera en que todo el mundo condena la guerra comercial basada en aranceles y, sin embargo, se acepta con normalidad el dumping social y fiscal. En todo caso la reducida presión fiscal española está indicando que tal vez seamos nosotros los que estamos incurriendo en una competencia desleal hacia los otros países europeos.

Republica.com 24-1-2020