Hace unos días se publicaron los datos de la contabilidad nacional de Alemania relativos al segundo trimestre del año. La tasa negativa de su PIB (-0,1) ha hecho saltar la alarma en toda la Eurozona. Con unas u otras palabras la prensa venía a titular más o menos del mismo modo «peligro de recesión en la locomotora europea”, lo que se certificaría, desde el punto de vista doctrinal, si la tasa del tercer trimestre fuese también negativa. La intranquilidad puede estar tanto o más justificada cuanto que la Eurozona en su conjunto tiene un precario crecimiento (0,2%), Italia hace ya tiempo que está estancada y Francia se encuentra al borde de la recesión.

La preocupación ha cundido dentro de la propia Alemania. Representantes de la patronal, líderes notables del SPD y directores de relevantes institutos de economía sugieren que ha llegado el momento de que se abandone, o al menos se flexibilice, la política de austeridad. En realidad, es un mensaje que Draghi ha venido repitiendo, aunque de forma un tanto velada, tal como se suelen expresar los banqueros centrales. El BCE y también la mayoría de los bancos centrales piensan que la política monetaria ha dado de sí ya todo lo que podía dar, llegando incluso a tipos de interés negativo. Es el momento de los gobiernos, ha afirmado Draghi recurrentemente. En román paladino, de las políticas fiscales expansivas.

Bien es verdad que no todos los países tienen capacidad para aplicar estas políticas. A los países del Sur, con un fuerte endeudamiento, les resulta imposible asumir esta tarea sin riesgo de ser desestabilizados por los mercados, tanto más cuanto que carecen de moneda propia y la Eurozona está muy lejos de ser una zona monetaria óptima. Sin embargo, este no es el caso de Alemania y de otros países del Norte, con finanzas saneadas y fuertes superávits en sus balanzas por cuenta corriente. En una década el endeudamiento público del país germánico ha pasado del 81% de su PIB al 60%, y los tipos de interés de sus bonos en estos momentos son negativos, es decir, que cobraría intereses a los acreedores por los capitales que le prestasen para acometer nuevas inversiones. En estas circunstancias y cuando hay peligro de una recesión no puede extrañarnos que haya quienes aboguen por abandonar el dogma del déficit cero.

Es necesario, sin embargo, señalar que se escuchan también otras muchas voces, quizás en mayor número y de más importancia, entre ellas las del partido de la propia Merkel y representantes del Bundesbank, que no quieren oír hablar de flexibilizar la política fiscal. Están sumamente orgullosos de la estrategia seguida e impuesta al resto de la Eurozona. Piensan que un relajamiento por parte de Alemania sería copiado inmediatamente por el resto de los Estados. Argumentan que no se puede incrementar la carga sobre las generaciones futuras. No consideran que determinadas inversiones tendrían una rentabilidad a medio y a largo plazo que compensaría con creces la carga de la deuda, sobre todo si esta se emite a tipos negativos.

Estas dos posturas defienden frente al futuro políticas contrapuestas; sin embargo, sustentan un mismo relato acerca de los acontecimientos pasados. Según dicho relato, Alemania y los Estados del Norte fueron hormigas y los del Sur, cigarras. Los primeros fueron previsores y practicaron una política de austeridad correcta; los segundos vivieron durante años por encima de sus posibilidades. Los primeros gastaban menos de lo que producían y por ello acumularon un abultado superávit exterior; los segundos consumieron en mayor cuantía que su producción y por ello incurrieron en déficit de balanza de pagos y endeudamiento frente al exterior.

Alemania y sus satélites impusieron su tesis a los países que tenían dificultades con el lema «solidaridad a cambio de ajustes», de modo que los Estados que presentaban déficits cuantiosos en sus balanzas de pago, ante la imposibilidad de devaluar una moneda que no tenían, se vieron obligados a una deflación interior. Recobraron la competitividad mediante una bajada considerable de precios y salarios que corrigió la brecha exterior. Se superó la recesión y se ha entrado en un proceso de creación de empleo.

Según este relato, la política seguida ha sido, al final exitosa, y toda la Eurozona ha gozado de una etapa, la última, de crecimiento basado en el sector exterior y las exportaciones. La zona euro a lo largo de los seis o siete últimos años ha presentado un superávit de la balanza por cuenta corriente de alrededor del 3%. Pero una política que basa todo su crecimiento en las exportaciones y en el sector exterior tiene por fuerza que resentirse al estallar una guerra comercial. Los enfrentamientos entre China y EE.UU. están dañando a Europa de forma notable. El cuantioso superávit alemán entre exportaciones e importaciones lleva dos años reduciéndose, y el del conjunto de la Eurozona ha descendido un 30%.

Hasta aquí el relato común, que es el que domina en Alemania, el que mantienen las instituciones europeas y que es mayoritario en la opinión pública de Europa, incluso en los países del Sur. Pero a partir de este momento, tal como hemos visto, las posiciones se dividen en dos: los que ante las dificultades que se avecinan piden que se abandone la política de austeridad y los que, quitando importancia a los últimos datos y a la amenaza de recesión, consideran que los posibles problemas pueden solucionarse sin cambiar esa política que consideran casi sagrada.

Existe, no obstante, otro relato, otra narración, otra forma de contar la historia (véase mi libro “Contra el euro”, de Editorial Península). Desde la creación de la Unión Monetaria hasta el comienzo de la crisis, en los países del Sur se fueron generando déficits exteriores cada vez más abultados, al final, insostenibles. Estos déficits eran la contrapartida de los superávits también desproporcionados de los países del Norte, y unos y otros solo fueron posibles al menos en esa cuantía por la existencia del euro. De no haber contado todos los países con la misma moneda las modificaciones en el tipo de cambio hubieran corregido los desajustes en unos y otros, mucho antes de llegar al nivel que alcanzaron. En realidad, hubiera pasado lo mismo que ocurrió en 1993 con el Sistema Monetario Europeo, que los mercados financieros habrían puesto a cada moneda en su sitio. Las de los países del Norte se habrían revalorizado y las del Sur, depreciado. La próspera situación económica de Alemania y demás países del Norte no ha obedecido a la aplicación de una política económica virtuosa, sino a que trasladaron sus problemas a los países del Sur, ya que el euro les permitía mantener una relación de intercambio beneficiosa y condenaba a los otros Estados a una que les perjudicaba.

Del lema «solidaridad y ajustes» solo se cumplió la segunda parte. La solidaridad brilló por su ausencia. No hubo, por supuesto, transferencias de recursos de unos Estados a otros mediante una integración fiscal, las exigidas por cualquier unión monetaria, o las que se dan entre las regiones de un Estado. Todas las llamadas ayudas adoptaron la forma de préstamos, no concedidos gratuitamente sino a un buen precio y además financiados por todos los miembros por igual, en porcentaje a su PIB. Lo que sí hubo fue ajustes. Los países acreedores sometieron a los deudores a fuertes devaluaciones interiores, obligándoles a pagar un alto precio social, con fuertes sacrificios de la mayoría de los ciudadanos, especialmente de los trabajadores de las clases bajas.

Lo que Merkel y otros países superavitarios no calcularon es que su superávit comercial solo podría mantenerse con el déficit de las otras naciones. Así que cuando exportaron a los países del Sur su política de austeridad y les obligaron a corregir su déficit exterior, se estaban condenando a sí mismos a moderar su superávit, a no ser que encontrasen compradores fuera de la Eurozona. Que fue lo que en realidad ocurrió. Si los países deficitarios equilibraron sus balanzas de pago llegando incluso algunos a ser excedentarios, los del Norte mantuvieron o incrementaron su superávit. En el 2016, el superávit de la balanza por cuenta corriente de Alemania era del 8,7%; de Holanda el 8,1; de Dinamarca el 7,9; de Austria el 2,6 y la Eurozona en su conjunto el 3,5%.

La globalización y la multilateralidad en las relaciones comerciales han originado que los efectos de esta política mercantilista se hayan extendido fuera de Europa. Los superávits de Alemania y de la Eurozona en su conjunto tienen que tener su correspondencia en los déficits de otros países, entre los que se encuentra en un puesto destacado EE.UU. La balanza de pagos por cuenta corriente del gigante americano viene presentando saldo negativo desde hace por lo menos tres décadas, y alcanzando cuantías realmente importantes en todo el primer decenio del presente siglo. Situación que, si en un principio se pudo mantener gracias al papel de moneda de reserva atribuido al dólar, resulta insostenible cuando se prolonga en el tiempo. Antes o después, los problemas tenían que aparecer. Así fue en 2008 en la crisis pasada, y hay peligro de que vuelva a suceder en el futuro.

Trump es criticable por muchos motivos, pero en este tema tiene un punto de razón cuando pretende defenderse de una guerra comercial desatada por China y Alemania hace ya muchos años. La primera, con una férrea intervención del Estado en la economía, incluido el manejo del tipo de cambio; la segunda, emboscándose tras la Unión Monetaria, alejándose de la relación real de intercambio, ya que la cotización del marco, si hubiese permanecido, estaría muy por encima de la fijada para el euro.

No es que los nubarrones que están apareciendo en la economía europea provengan del exterior, de la lucha comercial entre China y EE.UU. Es más bien al revés, que la política mercantilista y de austeridad adoptada por Alemania e impuesta al resto de la Eurozona se encuentra detrás de esta contienda y está siendo un factor de distorsión del comercio internacional. Que Alemania y otros países del Norte de Europa abandonen el dogma del déficit cero y giren hacia una política fiscal expansiva es por supuesto una necesidad para evitar la recesión en la Eurozona, pero también para la salud y el buen funcionamiento de la economía mundial.

republica.com 5-9-2019