En las conversaciones que mantenía con un viejo amigo ya fallecido, al comentar los muchos errores que cometían nuestros políticos, me subrayaba siempre lo mismo: Platón tenía razón. Habría que ir al gobierno de los mejores, de los sabios. Mi contestación era también invariablemente idéntica. El problema radica en quién determina quiénes son los mejores.

Sin duda, la democracia es un sistema bastante imperfecto y en su funcionamiento, con frecuencia, se cometen muchos desatinos y desmanes, pero hoy por hoy no se ha inventado otro mejor. Lo que no quiere decir que su aplicación en los respectivos países no sea susceptible de perfeccionarse. Ciertamente para ser diputado, ministro o presidente del gobierno no se precisa título universitario ni se convocan oposiciones. Se exige solo ser elegido por los procedimientos que en cada caso determina la Constitución, pero no estaría mal que los designados tuviesen algún bagaje intelectual y técnico.

Comprendo las veleidades sofocráticas o noocráticas que invadían a menudo a mi amigo. Él era un intelectual (no ciertamente de la pléyade de la farándula que firma manifiestos) y, como tal intelectual, con desviaciones aristocráticas. Resultaba explicable que en ocasiones se desesperase cuando consideraba que el pueblo se equivocaba. Es una falacia y tiene mucho de demagogia afirmar rotundamente que el pueblo no se equivoca. Porque el pueblo con frecuencia se equivoca.

Lo que no es fácil de entender es que esos mismos arrebatos los sufra Pedro Sánchez -el de la tesis plagiada- y que exija a los otros el carnet de intelectual para estar en el gobierno. Le guste o no, él no debe el hecho de ser presidente del gobierno a sus dotes intelectuales, profesionales o técnicas, sino a los votos de los diputados de Podemos, a cuyos dirigentes tiene ahora como apestados y, lo que es peor, a los votos de aquellos que perpetraron un golpe de Estado. Es más, si ahora cuenta con 123 diputados, paradójicamente se los debe a esos mismos apoyos, porque el resultado que hubiese obtenido en las últimas elecciones habría sido muy inferior de haber seguido todos estos meses en la oposición. Y digo que paradójicamente porque el incremento de votos del PSOE corresponde a los que Podemos ha perdido.

El problema de Pedro Sánchez es que equivoca los escenarios. Mientras pretende nombrar ministros a técnicos e independientes, coloca a los políticos de su partido en sitios técnicos, al frente de las empresas públicas como si de un botín de guerra se tratase. En el fondo, todo gira alrededor de la misma finalidad, mantener el poder absoluto dentro y fuera del partido. Tras la moción de censura elaboró un gobierno no con los mejores, desde luego, sino con los que le convenían. Una parte, políticos de su extrema confianza (que eran pocos) estuviesen o no capacitados para el cometido. Lo importante era la fidelidad sin fisuras al jefe. La otra parte, por miembros de lo que denominaba sociedad civil, en una composición de lo más variopinto: una fiscal, dos jueces, una burócrata europea, un presentador de tele magacín y hasta un astronauta. Lo que buscaba es que no tuviesen personalidad política y que nadie le pudiera hacer sombra.

Es por eso por lo que Sánchez desbarató la federación de Madrid y, al margen de toda la estructura orgánica regional, colocó a dedo como candidato a presidente de la Comunidad a un catedrático de Metafísica, sin ningún enraizamiento en el partido, y que ya ha fracasado dos veces en el cometido. En estas últimas elecciones completó el cuadro y designó (aunque después se hiciese una mascarada de primarias) como candidato a la alcaldía de la capital de España a un buen entrenador de baloncesto. Y es por eso también por lo que hasta ahora se ha negado, como si tuviera mayoría absoluta, a hacer, bien sea a la derecha o a la izquierda, un gobierno de coalición. A Podemos lo más que le ofreció fue incorporar a técnicos independientes próximos a esa formación política. Las ofertas posteriores no iban en serio (me remito a mi artículo de hace dos semanas).

Y en ese «quid pro quo» que tan bien practica Sánchez -por eso alguien le llamó impostor-, tras el fracaso de la investidura, su acción política no se ha orientado a dialogar y negociar con las otras formaciones políticas, a fin de obtener el apoyo de diputados que le faltan, sino que ha mareado la perdiz y entretenido el tiempo, reuniéndose con los representantes de una imaginaria sociedad civil. Nunca he entendido demasiado bien este término. Desconfío de él. Pienso que no hay espacio intermedio entre el sector público y el sector privado (económico). A menudo lo que se llama sociedad civil es lisa y llanamente sociedad mercantil: fundaciones, asociaciones, institutos, etc., creados por las fuerzas económicas y por las grandes corporaciones con la finalidad de controlar la opinión pública, los valores, la cultura y otros muchos aspectos de la sociedad.

Con frecuencia, otras veces, la llamada sociedad civil es mera prolongación del sector público, solo que sin la transparencia y sin los controles exigidos a las instituciones públicas. La gran mayoría de las llamadas organizaciones no gubernamentales, a pesar de su nombre, tienen bastante de gubernamentales. Viven enchufadas directa o indirectamente a las ubres de los presupuestos, bien sean estos municipales, autonómicos o de la administración central. A menudo son instrumentos de determinadas fuerzas políticas que, cuando gobiernan en cualquier administración o institución pública, les transfieren recursos de forma opaca y sin la necesaria justificación.

Lo peor de todo este conglomerado tan variado de fundaciones, asociaciones, organizaciones e instituciones es que no se sabe muy bien a quién representan ni la manera en la que han sido designadas para ser portavoces de colectivos más amplios. Siendo una minoría, se constituyen en medios para forzar e imponer decisiones al margen de los verdaderos representantes de los ciudadanos. El recurso a la sociedad civil se transforma a menudo en un modo de bordear la democracia y los mecanismos constitucionales establecidos.

Tal es la estrategia que parece asumida por Pedro Sánchez en estos momentos. Las elecciones le han proporcionado tan solo 123 diputados y, para gobernar, pretende superar esta limitación, no acudiendo al resto de representantes de los ciudadanos, como sería lógico, sino a una supuesta sociedad civil constituida principalmente por organizaciones afines: ecologistas, feministas, asociaciones de la España desierta (a las que ha prometido algo tan ocurrente como diseminar los organismos públicos por los pueblos abandonados); representantes de la industria, de la enseñanza, del comercio, del turismo, etc., sin que nadie sepa quién les ha dado tal representación; artistas y cantantes que se definen como organizaciones culturales y, por último, como guinda, las representaciones sindicales y empresariales a las que sí se les supone una representación, pero no política, sino social y económica, y, que en lugar de llamarles a una ronda de consultas abracadabrante, lo que debería hacer un gobierno es promocionar y respetar la negociación social, cosa que precisamente no ha hecho Pedro Sánchez, que hasta ahora ha ignorado a los agentes sociales.

No parece que existan muchas dudas de que la sociedad civil por poco que sea es mucho más que los convocados por Sánchez. Además, la sociedad (sociedad civil, se supone) ya decidió en las pasadas elecciones. Otra cosa es que, a Sánchez, por mucho que lo celebrase por todo lo grande, proclamando que había ganado las elecciones, no le convenza el resultado, ya que no le permite gobernar autocráticamente. Por cierto, lo de ganar o perder en unas elecciones solo se puede afirmar en los sistemas presidencialistas, pero no en los parlamentarios. En estos, cada formación política obtiene un número de diputados, mayor o menor, y el ganar o perder está condicionado a las negociaciones y las alianzas que se establezcan entre ellos.

Sánchez hubiera deseado conseguir 350 diputados para poder ejercer el gobierno como un dictador. En realidad, no le gusta la democracia. No le complacía dentro de su partido, y por eso nunca estuvo dispuesto a someterse al Comité Federal, supremo órgano entre congresos. Con ayuda de las primarias, institución partidista de las más antidemocráticas, por caudillista, pero que paradójicamente se ha instalado en la mayoría de las formaciones como el bálsamo de Fierabrás, ha logrado hacerse con todo el poder en el PSOE y establecer un régimen radicalmente absolutista. Riámonos de aquello de «Quien se mueva no sale en la foto».

Tampoco le gusta en el sistema político y por eso no está dispuesto a compartir poder con nadie. Quiere un gobierno exclusivo de Pedro Sánchez y, para conseguirlo, pretende el apoyo de los otros partidos sin ofrecer nada a cambio; todo lo más un programa, que será papel mojado tan pronto obtenga el gobierno. Siendo en nuestro país constructiva la moción de censura, una vez en el poder, será imposible desalojarlo haga lo que haga.

A Pedro Sánchez no le gusta la democracia, como no sea la orgánica, que parece ser la que ha practicado estos días en sus contactos con la sociedad civil, tampoco la noocracia, a no ser que sea él el que elija a los sabios, lo sean o no. Lo suyo es la autocracia. Alguien podría pensar que su fijación por resucitar a Franco y andar con él para arriba y para abajo es porque se siente seducido por su figura y que tal vez le gustaría ejercer el poder de forma tan despótica como el dictador lo ejerció.

republica.com 15-9-2019