Desde el mismo momento en el que anunció la celebración de elecciones, Sánchez lanzó a todos sus ministros a proclamar a lo largo y ancho de España los logros ciertos o fingidos de su Gobierno. Incluso la ministra de Economía, que había estado desaparecida y a la que apenas se había escuchado durante los nueve meses de gobierno, ahora no hay un día en el que no aparezca haciendo declaraciones en la prensa.

Ciertamente no lo tiene fácil la señora ministra, porque ninguno de los datos macroeconómicos de los que pretende alardear son suyos o de su jefe; para bien o para mal, obedecen a la inercia marcada por la política de la etapa anterior. Los triunfos y fracasos de su política -si es que tienen alguna- se irán viendo en el futuro. En economía hay siempre un considerable desfase entre las medidas adoptadas y sus efectos, lo que hace que casi siempre cada gobierno acabe recogiendo lo sembrado por el precedente. Sufre sus errores o se beneficia de sus aciertos.

Pero no es de estos análisis que realiza la señora ministra de lo que quería hablar en este artículo, ya que, por otra parte, poco añaden a los informes de los organismos internacionales y servicios de estudios, como no sea un punto de optimismo, casi de triunfalismo injustificado. Bien es verdad que eso es propio casi siempre del que está gobernando. Me quiero referir esta semana a ese otro asunto que ha elegido Calviño para prestar su colaboración a la campaña de publicidad y propaganda. La propuesta de crear en la Eurozona un sistema de seguro de desempleo comunitario, que, según la ministra, lidera Pedro Sánchez, y sobre la que España ha elaborado y repartido un documento al resto de los países miembros.

La única novedad del tema es adjudicar a Pedro Sánchez la condición de líder de los demás países europeos, que recuerda esa célebre frase de Leire Pajín sobre el gran acontecimiento planetario del encuentro entre Obama y Zapatero. La propuesta de la que ahora se vanagloria Calviño es antigua, necesaria e irrealizable. Se puede pensar que estos calificativos son incompatibles entre sí, pero no es cierto.

La propuesta es antigua porque, al menos en 2015, los cuatro presidentes de las instituciones europeas (BCE, Comisión, Consejo y Eurogrupo) propusieron la creación de este fondo para 2017. Incluso esta idea ya había sido lanzada anteriormente, la Comisión la había formulado varias veces. No tiene nada de extraño, puesto que una unión monetaria precisa entre otras muchas cosas de mecanismos anticíclicos también unitarios, dado que bastantes países al carecer de moneda propia no pueden utilizarlos individualmente. Resulta tan evidente, que lo único extraño es que no lo contemplase el Tratado de Maastricht como condición necesaria (aunque no suficiente) para que la moneda única funcionase y que se haya tenido que esperar más de veinte años y pasar por una gran recesión para que empezase a tomar cuerpo la idea.

Los cuatro presidentes justificaban la propuesta con argumentos incuestionables. En una unión monetaria, ante una crisis, la única vía que les queda a aquellos miembros que se vean obligados a adoptar ajustes es la de la devaluación interna. Con toda probabilidad, los mercados no les permitirán utilizar mecanismos anticíclicos tales como el seguro de desempleo. Parece lógico, por tanto, crear un mecanismo colectivo que pueda asumir ese papel. Existe, además, un argumento de justicia, la moneda única crea entre los Estados profundos desequilibrios, los superávits del sector exterior de unos son el reverso de los déficits que presentan otros; el empleo que se crea en los primeros es la otra cara de la moneda del desempleo generado en los segundos. Es coherente, en consecuencia, que los costes se repartan entre todos los países, es decir, que los Estados con superávit colaboren a sostener las cargas de los deficitarios.

En realidad, el seguro de desempleo es tan solo uno de los elementos que deberían integrar un verdadero presupuesto comunitario, condición que desde luego no cumple el de la Unión Europea. Dado el puesto que ha ocupado en la Comisión, Calviño debería saber muy bien el carácter de quimera que tiene este último, representa tan solo el 1,2% del PIB comunitario. El llamado Tratado de Maastricht, por firmarse en esta ciudad, pero cuyo verdadero nombre es “Tratado de la Unión Europea” perdió en el proceso de su tramitación la palabra “política” que seguía a la de Unión. Una mutilación en consonancia con el contenido, pues se creó la Unión Monetaria sin el contrapeso de la Unión Fiscal y Presupuestaria. La única compensación consistió en establecer unos fondos llamados de cohesión que, al margen de la mucha propaganda que han hecho de ellos la Comisión y los eurófilos, no han cohesionado nada.

Los defensores del Tratado de Maastricht manejaban la teoría gradualista. Frente a las críticas, aducían que en ese momento se constituía la moneda única y que la Unión Presupuestaria vendría más tarde. Han pasado más de veinticinco años y el presupuesto de la Unión, que ascendía entonces al 1,24% del PIB, alcanza ahora tan solo el 1,2%. No solo no ha aumentado, sino que ha retrocedido. Pero la necesidad subsiste. Sin un verdadero presupuesto, la Unión Monetaria nunca será estable, tendrá un coste altísimo para determinados países y estará siempre al borde de la desaparición.

Mal que bien, a nivel teórico comienza a entenderse la contradicción. De ahí las propuestas de crear la Unión Bancaria o un presupuesto específico para la Eurozona, en el que se incardinaría el fondo de seguro de desempleo comunitario. Pero todo ello es a nivel teórico, en propuestas y documentos, sin que se dé un solo paso hacia el verdadero objetivo, la mutualización de los costes, la creación de mecanismos redistributivos entre países.

Hace seis años que se aprobó la creación de la Unión Bancaria, pero a día de hoy solo existe sobre el papel. Los únicos elementos implantados son los relativos a la transferencia de competencias (supervisión, liquidación y resolución) de las autoridades nacionales a Bruselas, pero no ha entrado en funcionamiento ninguno de los componentes que deberían constituir la contrapartida a esa cesión de competencias. Desde luego, Europa no ha asumido ni tiene intención de asumir el coste del saneamiento de los bancos, ni a través del Fondo de Garantía de Depósitos, cuyos recursos provienen casi en su totalidad de las respectivas naciones, ni por el Fondo Único de Resolución Bancaria, que no es tan único como se afirma.

Lo mismo va a ocurrir con el presupuesto de la Eurozona, planteado por la Comisión y por Macron, y con el seguro de desempleo comunitario. En el caso de que se apruebe algo, ese algo poco tendrá que ver con un verdadero seguro de desempleo que reparta los costes entre todos los países. Los Estados del Norte no están dispuestos a que se creen instrumentos redistributivos entre los distintos países miembros que compensen las desigualdades y desequilibrios que genera la Unión Monetaria. Quizás hubieran estado dispuestos a ceder en el origen, como contrapartida a las ventajas que obtenían de la Unión. Incluso hubiera sido el momento de explicárselo a sus propios ciudadanos. Pero de ningún modo van a hacer ahora concesiones sustanciales a cambio de nada, ni es fácil hacer comprender en este momento a sus poblaciones que si quieren que el sistema funcione deben crear mecanismos de solidaridad y de redistribución con el resto de países a los que la Unión, tal como está concebida, perjudica.

Es por eso por lo que la propuesta que nos quiere vender Calviño aparte de antigua y necesaria es también irrealizable. En el mismo documento se ponen la venda antes de la herida, puesto que presenta tres opciones, dos de las cuales no tienen nada que ver con un auténtico seguro de paro comunitario. No aborda el verdadero problema, la mutualización. En fin, la propuesta solo está formulada para presentar a Sánchez como líder al lado de Merkel y de Macron en ese plan de publicidad y propaganda que ha diseñado la Moncloa de cara a las elecciones.

republica.com 19-4-2019