In illo tempore, aquel en el que los sindicatos tenían protagonismo y los problemas sociales ocupaban el centro de la actividad política, se decía que “no hay cosa más tonta que un obrero de derechas”. Hoy ya no se oye, pero no porque no haya obreros, sino porque no se sabe muy bien dónde empiezan y dónde terminan las derechas. Pero tal vez cabría acuñar, sin embargo, otra que dijese algo así: “No hay cosa más tonta que un andaluz, un extremeño o un gallego etc secesionista”. Viene esto a cuento de la asistencia del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) a la manifestación independentista catalana (aunque en realidad era todo menos catalana) del pasado 17 de marzo en Madrid.

Se entiende mal que los habitantes de las regiones más deprimidas, que lógicamente son beneficiarias de los mecanismos redistributivos del Estado, sean independentistas, como resulta también difícil de explicar que desde la izquierda se persiga la desintegración del Estado cuando, a pesar de todos sus defectos, es el único baluarte que tienen contra el poder económico. Hace mucho tiempo que resulta imposible justificar la postura de IU y de Podemos, que de forma progresiva han ido identificando sus actuaciones y posiciones con las reivindicaciones de los sediciosos. Comenzaron justificando el derecho a decidir y han terminando participando en una manifestación a favor de los golpistas y en contra de la Constitución y de la Justicia.

Según dicen, en la manifestación del día 17 tras Torras y Mas se situaron toda clase de grupúsculos antisistema y de pequeñas formaciones independentistas, provenientes de las distintas partes de España: canarios, mallorquines, valencianos, castellanos, vascos, etcétera. Nunca he entendido demasiado lo de antisistema. Se puede estar contra la globalización, contra la Unión Monetaria, contra el liberalismo económico, pero contra el sistema, así en abstracto, no sé muy bien qué quiere decir. Hoy por hoy, no parece que exista una alternativa mejor, aun con todos sus problemas, que la democracia representativa y la economía social de mercado. La única vía posible es mejorarlas y corregir sus vicios y carencias. Por otra parte, no se comprende que, si la transformación se plantea desde la izquierda, los líderes a seguir sean Mas y Torra.

Se ha puesto de moda criticar el régimen del 78. Lo que así se denomina no es un sistema distinto del que en estos momentos existe en la mayoría de los países europeos, con sus virtudes y sus miserias. En la comparación, en cuanto a libertades y garantías, en muchas ocasiones saldría vencedora España. Es cierto que el sistema político actual que tomó forma con la Constitución del 78 nació en circunstancias muy especiales y lleno de condicionantes, pero ¿en qué país no ha sido así? La política no se adecua a las matemáticas y las constituciones no se redactan con compás y tiralíneas ni son construcciones teóricas perfectas. Se elaboran con pactos, negociaciones y cesiones mutuas. La política es el arte de lo posible y en ella la perfección no existe.

Cuando muchos de los que ahora gritan contra el régimen del 78 se dedicaban tan solo a jugar a las canicas o incluso no habían nacido, éramos un gran número los que criticábamos reiterada y profusamente los defectos del sistema. Pretendíamos librarnos del agua sucia de la palancana, pero con sumo cuidado de no tirar al mismo tiempo el niño que estaba dentro. Del 78 acá ha pasado bastante tiempo y muchas cosas han cambiado. Gran parte de las imperfecciones de entonces se han superado, pero quizás han surgido otras, derivadas no tanto del sistema como de la incompetencia y nefasto desempeño de los encargados de gestionarlo. Buen ejemplo de ello es en lo que se está convirtiendo el Estado de las Autonomías. Hoy se quiere arrojar por el desagüe el agua junto con el niño. Incluso a algunos, como a los golpistas catalanes, les importa muy poco el agua sucia, de lo que pretenden librarse es del niño. Por eso resulta tan inexplicable que la izquierda se preste a ser compañera de viaje de los que, con absoluta deslealtad, están dispuestos a quebrantar el Estado y miran con desprecio y superioridad a los demás españoles.

Habría que sorprenderse, si no fuese porque nos tienen curados de espanto, de que IU Madrid en un tweet convocase a manifestarse el pasado 17 de marzo tras los supremacistas Torra y Mas con el argumento de que sin derecho a decidir no hay democracia. Frase que, si aparentemente tiene visos de veracidad, constituye una trampa retórica muy burda y bastante manida. Porque el problema radica precisamente en saber lo que cada uno tiene derecho y puede decidir. La democracia constituye el sistema que ordena el método y la forma de decisión. La libertad de cada uno termina donde comienza la libertad de los demás. Si cada uno pretendiese decidir sobre todo, y sin límite alguno, estaríamos instalados en la anarquía y serían los más débiles los que no decidirían nunca.

El neoliberalismo económico también defiende el derecho a decidir, libertad económica. Que cada uno decida sobre el destino de todo su dinero. Nada de sistema fiscal progresivo, nada de pensiones públicas, que todos los ciudadanos vayan al colegio y al médico que quieran (siempre que puedan pagárselo, claro). El derecho a decidir de los ricos deja sin capacidad de decisión, e incluso de subsistencia, a los menos afortunados económicamente. Conceder el derecho a la autodeterminación a los habitantes de Cataluña impide que los andaluces, extremeños, castellanos o madrileños decidan acerca de la estructura y configuración del Estado español, a lo que tienen derecho. La soberanía, y por lo tanto el derecho a decidir, pertenece a la totalidad de los españoles. Una parte no puede decidir sobre lo que corresponde al todo, y casi siempre que pretende hacerlo es porque es la parte más opulenta y se resiste a perder su posición privilegiada.

Los líderes de Podemos e IU han metido a sus organizaciones en un charco cenagoso del que les va a ser imposible salir. ¿Cómo convencer a las clases populares de Andalucía, Asturias, Castilla, Aragón y en general de toda España que sus intereses son los mismos que los de Puigdemont, Torra y el resto de los golpistas? Tontos, de esos con los comenzamos el artículo, no hay tantos. ¿Cómo persuadirles de que su situación va a mejorar -ni siquiera la de los catalanes- con la desintegración del Estado? No tiene nada de extraño que sus resultados electorales sean cada vez peores y vayan perdiendo adeptos.

Solo los errores de Podemos, de IU y de las confluencias están haciendo que el PSOE crezca. Es el tradicional abrazo del oso. Sánchez, de cara a las elecciones, disimula lo más posible su vínculo con los independentistas, aunque no tanto como para que pueda impedir su repetición futura. Él sabe perfectamente que -a pesar de los trasvases de votos de Podemos y el plus que la ley electoral le asigna ante la división de la derecha- solo puede gobernar si se apoya de nuevo en los golpistas y les concede muchas de sus reivindicaciones. De ahí la purga que ha hecho en el grupo parlamentario. No se trata de venganza, aunque a lo mejor también. Principalmente tiene como finalidad garantizarse que los diputados socialistas estén dispuestos a votar la mayor salvajada si es el jefe el que la propone.

republica.com 29-3-2019