Las elecciones a la Junta de Andalucía y los dimes y diretes previos a la constitución de su Consejo de Gobierno indican, una vez más, que las formaciones políticas y gran parte de la opinión públicada están lejos de entender el nuevo mapa electoral creado en España tras el hundimiento del bipartidismo. Se ha afirmado desde distintos ángulos sociales y políticos (incluso esta aseveración encabeza el documento-acuerdo firmado por el PP y Ciudadanos) que los andaluces el 2 de diciembre votaron cambio.

Tal afirmación es bastante incierta, como incierta era esa misma aseveración aplicada al Gobierno de España en las últimas elecciones generales. Tanto en unos como en los otros comicios, el voto ha sido plural y diverso. Cada andaluz y cada español han votado la opción que han creído conveniente. Tampoco es verdad, como se ha dicho en las dos ocasiones, que tuviese que gobernar la formación política más votada. Estamos en un sistema parlamentario y proporcional. El cambio (o no cambio) se produce de manera puramente aritmética por las respectivas combinaciones y alianzas. Las mayorías absolutas han desaparecido y el resultado en el gobierno se origina por la negociación y el consenso de las distintas fuerzas políticas. Constituye un ejercicio de humildad porque ninguno de los partidos puede pretender aplicar sus tesis al cien por cien. El grado de influencia en el posible acuerdo y, por lo tanto, la parte que pueda imponer de su programa dependerá de la habilidad de cada uno en la negociación y de la fuerza que tenga en función de los diputados con los que cuente.

Es notorio que los partidos políticos se resisten hasta ahora a aceptar esta nueva situación y continúan en buena medida anclados en una concepción fundamentalista de la política, olvidando que esta, en gran parte, tiene un componente práctico, el de maximizar lo más posible los objetivos que se pretenden, en función de la fuerza que se posee; pero para ello, lógicamente, hay que pactar a menudo con fuerzas políticas de las que se discrepa profundamente. Una postura puritana, que se niega a mancharse las manos y proclive a establecer cordones sanitarios, conduce a menudo a la ineficacia total y en ocasiones a la parálisis del propio sistema político.

Este prejuicio estuvo desde luego presente en la militancia del partido socialista, que consideraba una perversión tan solo suponer que se pudiera pactar con el PP. Y esa animadversión fue de la que se valió Pedro Sánchez para ganar en las primarias. Lo curioso fue que poco después él no tuvo ningún reparo en apoyarse en los que habían dado un golpe de Estado, entre los que se encontraba uno de los partidos más corruptos, ligados al 3% y políticamente tanto o más a la derecha que el Partido Popular. Es muy posible que muchos militantes socialistas actuasen por una motivación ideológica, pero de lo que no hay duda, teniendo en cuenta con quién han terminado aliándose, es que la postura adoptada por Pedro Sánchez obedeció exclusivamente a sus propios intereses.

A pesar de ser un partido político de reciente fundación y en buena medida surgido bajo la bandera de la superación del bipartidismo, Ciudadanos parece que no ha entendido el nuevo marco político y la necesidad de pactos. Se ha situado en una plataforma superior de incorruptibilidad -solo posible por su corta existencia- desde la que reparte títulos de honradez y se niega a tratar con aquellos que, según ellos, les pueden contagiar. Primero fue la radical negativa a negociar con Rajoy, aunque al final no tuvo más remedio que pactar con él y con los distintos gobiernos regionales del PP. Eso sí, siempre con una postura ambigua y despegada, sin comprometerse y sin mancharse las manos, creyéndose el pepito grillo de la política, dictaminando e imponiendo lo que considera reglas y normas democráticas, las cuales, sin embargo, son muy opinables y discutibles.

Aceptó pactar la investidura de Pedro Sánchez, pero se negó a negociar con Podemos, aun cuando era evidente que sin sus votos era imposible que prosperase. En los momentos actuales, ha vuelto a repetir la misma actitud en Andalucía. En este caso ha pactado con el PP, incluso su entrada en el Gobierno; pero, adoptando de nuevo una postura puritana, se ha negado a sentarse con Vox, aun cuando era consciente de que sin sus 12 diputados las cuentas no salían.

No son solo los partidos políticos los que adoptan estas posturas dogmáticas y sectarias. Desde algún sector de la opinión publicada se anatematizó a Podemos, y ahora desde el lado contrario la condena se dirige a Vox y se les pretende aislar con un cordón sanitario. Pienso que, guste o no, ambos partidos han llegado para quedarse y, quieran o no, las otras formaciones políticas tienen que contar con su presencia, ya que van a tener la representación de un número importante de votantes. Ello no quiere decir, por supuesto, que se tenga que estar de acuerdo con los programas de uno y de otro, pero tampoco considerar a uno o a otro como la encarnación de todos los males, segun pretenden algunos.

Por otra parte, tanto Podemos como Vox, al igual que otros muchos partidos europeos a los que se tilda de populistas, son fruto de la globalización y de su plasmación más perfecta, la Unión Europea. Sus efectos negativos sobre amplias capas de la población han originado un enorme descontento que se materializa en animadversión a los partidos tradicionales a los que se considera responsables de los problemas surgidos y defensores del statu quo.

Estas masas sociales que se consideran perjudicadas buscan otras formaciones políticas, aquellas que se presentan como capaces de dar respuesta a sus inquietudes y de solucionar los errores de este sistema que no les gusta. Los otros partidos las sitúan en los extremos del arco parlamentario tanto a la derecha como a la izquierda (las respuestas son diversas), pero paradójicamente y en buena medida se nutren de clientelas parecidas y a menudo intercambiables, con un denominador común, la indignación al juzgarse injustamente tratados.

Ni los votantes de Podemos son comunistas ni los de Vox, fascistas. Se rebelan simplemente frente a dos dictaduras, poniendo el acento en una u otra según se sitúen a la izquierda o a la derecha. La tiranía del neoliberalismo impuesto como pensamiento único en la economía en el caso de Podemos, y la intolerancia de lo políticamente correcto, que no admite la menor vacilación o duda respecto a las supuestas verdades que ciertos grupos sociales han decretado, en el caso de Vox.

Es posible que los planteamientos de unos y otros no sean muy rigurosos, que sus discursos estén llenos de hojarasca y de ocurrencias, que para una parte de la política oficial Podemos sea un partido de extrema izquierda, cuyas ideas nos conducirían al desastre económico y a una estructura social anárquica y caótica. Para otra parte de esa misma oficialidad, Vox es la extrema derecha, xenófoba y reaccionaria, que nos trasladaría a una sociedad autocrática. Sin embargo, la política oficial en su conjunto haría bien en considerar que las posturas de ambos partidos, aunque aparentemente en las antípodas ideológicas, tienen una misma causa: el descontento ante la evolución seguida por los países europeos y la indignación ante los errores y equivocaciones cometidos en la construcción de la Unión Europea.

En el caso de Vox, que es el que en estos momentos está de actualidad, y al margen de lo que se pueda pensar de muchos de sus planteamientos, hay que reconocer que ha puesto voz a una gran parte de la sociedad, que mantiene muchas dudas acerca del tratamiento que el stablishment y los grupos de presión han dado a ciertos temas que imponen como verdades absolutas sin admitir la menor matización o incertidumbre. En democracia no pueden existir asuntos tabúes ni dogmas. Todo lo que afecta a la sociedad es susceptible de discusión y cuestionamiento.

Sería absurdo negar que una buena parte de la población, incluyendo a muchas mujeres, no terminan de entender cómo se puede dar una calificación penal diferente a un mismo acto, dependiendo del sexo del que lo comete. La reciente sentencia del Tribunal Supremo infringiendo una mayor pena al hombre que a la mujer en una riña de pareja callejera ha puesto sobre la mesa la supuesta contradicción, tanto más cuando parece que la agresión la inició ella.

El hecho de que el número de víctimas femeninas sea mucho más elevado que el de masculinas es una razón clara para extremar las medidas y los medios de prevención y salvaguarda para evitar las agresiones a las mujeres, pero lo que ya no resulta tan evidente es que deba discriminarse penalmente en función del sexo, y mucho menos que se quiebre la presunción de inocencia. Los delitos no son colectivos, sino individuales. Las palabras pronunciadas por la elocuente vicepresidenta del Gobierno, “La protección sexual de las mujeres pasa por aceptar la verdad de lo que dicen siempre”, son sin duda la expresión más clara del grado de demencia sectaria al que pueden llegar ciertas actitudes feministas, tanto más si, como suele hacer a menudo la señora Calvo, se vanagloria de ser doctora (a lo mejor de la misma forma que Sánchez) en Derecho Constitucional. No es de extrañar por tanto que la desconfianza y el recelo acerca de este tema vayan cosechando más y más adeptos.

Entre los muchos despropósitos legales del franquismo, uno de los mayores, era el distinto tratamiento que el Código Penal daba a la infidelidad matrimonial del hombre y de la mujer, concediendo un trato mucho más favorable a la primera que a la segunda. Tal discriminación era intolerable y fue recibiendo progresivamente la reprobación de todos los grupos sociales. ¿Es tan extraño que hoy muchos ciudadanos y ciudadanas (lenguaje inclusivo) se pregunten si después de tantos años no se ha seguido la ley del péndulo y se está aceptando una discriminación parecida solo que en sentido inverso?

Ante los cuestionamientos desarrollados por Vox en este asunto, en seguida han surgido voces dispuestas a contradecir sus argumentos. Pero toda precipitación apasionada conduce a discursos erróneos y a razonamientos débiles. Se afirma que las denuncias falsas solo son el 0,007% del total, porque consideran tales únicamente las que han terminado en condena, según los informes de la Fiscalía, pero eso sería tanto como afirmar que la cuantía de dinero negro se reduce al detectado por la Agencia Tributaria en sus inspecciones. Resulta evidente que entre los miles y miles de denuncias la gran mayoría quedan archivadas sin sentencia. Desde luego, no se puede afirmar que todas sean denuncias falsas, pero tampoco que no lo sean. Es más, incluso en aquellos casos en los que ha habido sentencia habrá que preguntarse cuántas se han debido a que el denunciado, aun sintiéndose inocente, ante el peligro de ser condenado y dada la presión social existente, ha preferido pactar con el fiscal e indemnizar a la otra parte. No parece descabellado pensar que en procesos de divorcios haya mujeres que caigan en la tentación de usar el tema de la violencia doméstica para obtener ventajas de todo tipo.

La postura que Ciudadanos mantiene respecto al pacto de gobierno de la Junta de Andalucía resulta bastante incomprensible, a no ser que la explicación se encuentre en el palacio del Elíseo y en las declaraciones de Macron; que a su vez tienen difícil justificación, pues nadie sabe quién le ha dado vela en este entierro, sobre todo si se considera el desaguisado que tiene en su patio interno y el ridículo que ha hecho en Europa, donde Merkel le ha toreado y no ha conseguido prácticamente nada de lo que se había propuesto. En este burlesco trance de meterse donde no le llaman, le ha acompañado el vicepresidente de la Comisión Europea y futuro cabeza de lista de los socialdemócratas en las elecciones europeas, el holandés Frans Timmermans. Curiosamente, ninguno de ellos dijo nada sobre el hecho de que Pedro Sánchez haya pactado con golpistas y haga depender de ellos su Gobierno. Además, no creo yo que estén en condiciones de dar muchas lecciones en materia de ultraderecha. Esta, donde de verdad existe, y quizás constituya un peligro, es en sus respectivos países y algo habrá tenido que ver en su crecimiento la actuación de los gobiernos socialdemócratas. No deberían establecer muchos cordones sanitarios, no sea que en un tiempo relativamente próximo sean ellos la minoría y otros estén dispuestos a aplicarles la misma terapia.

El documento firmado entre PP y Vox no parece que proporcione especial motivo de preocupación o miedo. Más peligroso puede ser el de PP y Ciudadanos, pues todas esas proposiciones que parecen muy bien intencionadas, casi una carta a los reyes magos, se desvanecen cuando se consideran las medidas fiscales: reducción de todos los impuestos progresivos (sucesiones, donaciones, IRPF, patrimonio, etc.), que va a disminuir sustancialmente la capacidad económica de la Junta y a dejar en papel mojado todas las mejoras sociales proyectadas. No van a ser precisamente las clases medias trabajadoras las que van a salir beneficiadas, tal como torticeramente señala el documento. Da la sensación de que los firmantes están bastante despistados acerca de entre qué tramos de renta se sitúa la clase media en Andalucía. La izquierda mientras se rasga las vestiduras con Vox se olvida del verdadero peligro, el neoliberalismo económico.

republica.com 18-1-2019