Se quiere dividir a los partidos políticos y a la opinión pública en relación con Cataluña entre los propugnan el diálogo y los que abogan por una postura autoritaria. Desde esta óptica, la alternativa parece que no se sitúa en un plano ético, sino que más bien se reduce a un problema meramente técnico, practico, de táctica o de estrategia. El presidente del Gobierno es el más beneficiado de que el diálogo esté planteado en estos términos. Se supone que las razones son desinteresadas, basadas exclusivamente en la conveniencia de solucionar el problema catalán. Esta interpretación sirve para limpiar su posición poco ética y políticamente reprochable, consistente en haber abandonado el bloque constitucionalista y pasarse al lado de los golpistas. Vender su primogenitura por un plato de lentejas. También sirve para justificar a todos los comentaristas, tertulianos, políticos, que están empeñados en defender a este Gobierno de sus actuaciones en Cataluña, la mayoría de las veces bochornosas, ya que les resulta cómodo argumentar en estos términos, fijándose exclusivamente en lo necesario y conveniente que es el diálogo.

¿Quién va a estar en contra de dialogar? Pero el dilema es otro. No se encuentra en la disyuntiva diálogo sí, diálogo no, sino en saber con quién se dialoga, qué es lo que se negocia y, sobre todo, cuál es la intención y la finalidad de la negociación. El enfoque más certero ha partido precisamente de las filas del mismo PSOE, lo ha puesto sobre la mesa el presidente de Castilla-La Mancha, García-Page, al afirmar que el quid de la cuestión se halla en que no se puede dialogar con los secesionistas cuando se depende de ellos. En definitiva, el problema radica en que, a partir de la moción de censura, todas las actuaciones del Gobierno tocante a Cataluña son sospechosas. Existe un antes y un después en relación a esa fecha (véase mi artículo del 11 de noviembre pasado).

Esa dependencia respecto a los golpistas contagia todo el comportamiento del Gobierno en Cataluña. Pedro Sánchez pretende justificar su proceder basándose en el diálogo, Sin embargo, nunca ha creído en él, como no fuese como un medio para conseguir la presidencia del Gobierno. Se hizo famoso su «no es no», negándose a negociar, ni siquiera sentarse a la mesa, con el partido que había ganado las elecciones. Tampoco quiso negociar nada con los órganos e instituciones de su partido en todo aquello que le podía alejar de la Moncloa. Prefirió utilizar la técnica caudillista dirigiéndose directamente a la militancia, en la que priman los eslóganes y no se precisa de argumentación ni negociación alguna. Las cosas son blancas o negras, sin necesidad de matices. Para Sánchez, el diálogo con el secesionismo es mera coartada. Lo ha sido cuando estaba en la oposición, como instrumento con el que criticar y desgastar a Rajoy y un medio para situarse en esa tercera vía, sin que nadie haya podido saber nunca en qué consistía el dialogo que proponía; y lo es en estos momentos como mecanismo para mantenerse en el poder.

El diálogo de Sánchez está enmarcado en estas coordenadas. Aun cuando quiere vender que se trata de un diálogo con los catalanes y con Cataluña, realmente no lo es. Sus interlocutores son tan solo los golpistas, ya que son estos únicamente los que le pueden mantener en el poder. Deja al margen, por ejemplo, a Ciudadanos, que es el partido más votado en Cataluña. No es, por tanto, el interés de Cataluña y de España el que se busca en la negociación, sino la conveniencia y los deseos de los secesionistas y la estabilidad en el poder de Pedro Sánchez. Se olvida, en consecuencia, que la primera negociación que debe producirse en Cataluña es entre las dos mitades en las que está dividida la sociedad, de lo que no quieren ni oír hablar los independentistas. Ellos se consideran que conforman toda Cataluña. Por eso Torra, con todo el descaro, reacciona ante el discurso del Rey afirmando que no hay un problema de convivencia en Cataluña, sino de justicia y democracia. Problema de justicia y democracia, sin duda, en el régimen establecido por el secesionismo, pero también de convivencia -y cada vez mayor- porque la otra parte de Cataluña también existe.

El diálogo de Sánchez no se configura como el de un presidente de Gobierno con el presidente de una Comunidad Autónoma, sino como dos interlocutores equivalentes, con igualdad de autoridad y derechos. Ha sido siempre la ambición de los independentistas, establecer relaciones bilaterales con el Estado, de poder a poder. El Gobierno, desde que ha entrado en negociaciones con los golpistas, ha aceptado este planteamiento, unas condiciones humillantes para él, para su partido y para todos los españoles. El ejemplo más claro han sido los acontecimientos presenciados en torno a la última reunión en Barcelona, desde el hecho de que se celebrase en Cataluña (ahora, para disimular, quiere celebrar consejos de ministros en todas las Comunidades), pasando por el formato de minicumbre, hasta el documento aprobado y suscrito entre las dos delegaciones, en el que se omitió la palabra Constitución, se utilizó el termino conflicto, en lugar de golpe de Estado, y no se hizo referencia a la voluntad de todos los españoles. En el fondo, este planteamiento tiene su lógica, porque no se trata de un diálogo entre España y Cataluña, ni siquiera entre un Gobierno Central y el de una Comunidad Autónoma; es, más bien, la negociación entre dos formaciones políticas, una nacional y otra nacionalista, en la que cada una busca sus propios intereses. De ahí el que el diálogo se plantee en términos de igualdad, tanto más cuanto que la primera es rehén de la segunda.

El diálogo que defiende Sánchez solo tiene utilidad para los golpistas y para él y su Gobierno. No aporta nada ni al Estado ni a Cataluña. Lejos de solucionar el problema, lo complica. Los sanchitas cambian los términos. Quieren hacernos creer que hasta ahora no se ha ensayado el diálogo, y que es el presidente de este Gobierno el que se ha erigido pionero en la materia. Afirman tajantemente que hay que ensayar la negociación porque los otros medios han fracasado. Pero lo cierto es que lo único que se ha experimentado con los nacionalistas ha sido el diálogo, un diálogo ciertamente muy sui generis, porque toda negociación estaba basada en más y más cesiones del Estado sin que la otra parte estuviera nunca dispuesta a renunciar a nada. Siempre a más, jamás a menos. Los nacionalistas en ningún momento se han dado por satisfechos con lo conseguido. Tanto durante la Segunda República, como a lo largo de estos cuarenta años de democracia, cada cesión ha empeorado el problema. Ortega lo vio claro; Azaña fue consciente de ello demasiado tarde; Zapatero, si no hubiera estado tan pagado de sí mismo, debería haberse dado cuenta en algún momento; y si Pedro Sánchez pudiera pensar en otra cosa distinta que en permanecer en el gobierno se percataría de que en estos siete meses que lleva en el poder las posibilidades de los golpistas se han incrementado.

Los sanchistas se empeñan en persuadirnos de que la aplicación del 155 fue inútil. Es posible que tengan razón, pero tan solo por la manera de aplicarlo, parcial, con miedo y limitado en el tiempo. Lo mantuve desde el mismo momento en que se decretó. (Vease mi artículo de 2 de noviembre de 2017. (Sé que las auto citas pueden resultar pedantes, pero resultan de utilidad porque evitan tener que repetir ideas y argumentos ya manifestados y que alargarían quizás inútilmente los artículos).

En cualquier caso, la situación ha empeorado sustancialmente desde el mismo instante en que el artículo 155 ha dejado de estar en vigor y los golpistas cuentan con el inmenso poder y dinero que les concede disponer del gobierno de la Generalitat, y de los medios que les está entregando Sanchez. A pesar de que Eric Juliana, arrimando siempre el ascua a su sardina, haga esfuerzos para convencernos de lo contrario, la aplicación del 155 es perfectamente constitucional y democrática. Obedece a un mandato de la Carta Magna y el Gobierno de Madrid es tan democrático como el de la Generalitat, y mucho más cuando este último, le haya votado quien le haya votado, se sale del mandato constitucional y conspira para consolidar un golpe de Estado.

El diálogo de Sánchez está agravando la situación y dando nuevas armas a los independentistas, incluso legitimándoles internacionalmente. Ahora hasta se les autoriza a eludir el escaso control al que estaban sujetos mediante el Fondo de Liquidez Autonómica (FLA), y se les presta el dinero por ese otro mecanismo del Fondo de Facilidad Financiera (FFF), que no conlleva condiciones fiscales. Se les deja total libertad en el uso de los recursos, que sin duda se emplearán en buena medida en continuar alimentando el golpe de Estado. Qué casualidad que, a pesar de no aprobar los presupuestos, la Generalitat, según la ministra de hacienda (licenciada en medicina) cumple los requisitos de déficit, endeudamiento y pago a proveedores.

Puestos a ensayar, deberíamos hacerlo con un artículo 155 consistente (policía, educación, relaciones exteriores, Hacienda, medios de comunicación) e indefinido hasta que, tal como dispone la Constitución, se haya restaurado la normalidad. Esto sí que no se ha probado nunca. Bien es verdad que cuanto más se tarde en aplicarlo, más necesario será, pero también presentará mayores dificultades en su instrumentación. Sin embargo, paradójicamente, desde esa nueva situación creada por la aplicación del citado artículo sería más posible el diálogo y la negociación, puesto que los secesionistas comprenderían que no siempre es de más a más, sino que también puede ser de más a menos. Claro que ese diálogo solo sería factible con un gobierno que no dependiese de los golpistas para gobernar. García-Page tiene razón. La cuestión no está en diálogo sí o diálogo no, sino en qué es lo que se dialoga, desde qué plataforma y con qué hipotecas.

republica.com 4-1-2019