Durante el mes de junio, la prensa se ha hecho eco de dos informes que, aunque diferentes, tienen un punto en común, el despilfarro en la obra pública. El primero ha sido elaborado por la Asociación española de geógrafos y estudia el grado de ineficacia en el que han incurrido las distintas administraciones públicas en las obras acometidas en las dos últimas décadas. Como es lógico, su contenido se limita a nuestro país, pero se extiende a casi todos los tipos de inversión pública. El segundo está elaborado por los auditores del Tribunal de Cuentas europeo y se orienta exclusivamente a analizar la inversión realizada en el tren de alta velocidad (AVE) desde el año 2000, pero se centra en seis países miembros: Francia, España, Italia, Alemania, Portugal y Austria. Es curioso observar cómo tituló la prensa la presentación de este último informe, ya que parecía que iba referido únicamente a España y era a nuestro país al que se dedicaban todos los reproches y las críticas. Bien es verdad que nos correspondía una cuota importante de ellos, porque éramos los que más habíamos invertido en este medio de transporte y más recursos habíamos obtenido de la Unión Europea para este fin.

Ambos informes ofrecen aspectos interesantes acerca del despilfarro que rodea la obra pública. Los datos y los casos concretos que citan pueden ser esclarecedores y significativos, pero en un artículo, debido a su reducida dimensión, es obligado abstraerse de ellos y centrarse más en las causas y en conocer si las decisiones políticas han sido las correctas e incluso en qué medida las circunstancias las han condicionado.

Cuando hablamos de despilfarro automáticamente pensamos en la corrupción. Sin duda, se trata de la forma más inmediata y más radical en la que se muestra el derroche de los recursos públicos, pero no es la única, ni quizás la más importante desde el punto de vista cuantitativo y económico (otra cosa será desde el ético). Por corrupción se entiende habitualmente una actuación ilegal adoptada conscientemente en contra del patrimonio del Estado y en la mayoría de los casos persiguiendo el beneficio propio o de terceros por los que se tiene interés y a los que se pretende beneficiar. Suele girar alrededor de la apropiación indebida o del tráfico de influencias.

Toda corrupción se traduce de una u otra forma en despilfarro, en un mal uso de medios públicos bien mediante una apropiación directa, bien de manera indirecta a través de la contratación pública, quizás la más generalizada y la que está contemplada en los dos informes que comentamos. Es verdad que aparentemente son los recursos de una empresa (no los públicos) los que retribuyen directamente al corrupto, pero esta comisión siempre es el precio de algo, que puede ser una adjudicación a favor de quien no la merece, lo que irá en detrimento de la calidad de la obra, o bien la admisión de un sobrecoste injustificado de lo inicialmente previsto, que redundará como es lógico en un perjuicio al erario público. Es a través de los procesos penales como nos enteramos de este tipo de despilfarros y también de cómo podemos cuantificarlos, conscientes siempre de que es muy posible que los asuntos y las cantidades conocidas representen solo una pequeña parte de la real.

Tal como ya se ha dicho, hay otras formas de dilapidación de recursos en las obras públicas que en principio no tienen por qué entrañar corrupción, sino mala administración y una deficiente gestión. El primer capítulo es el sobrecoste ya citado que si en algunos casos puede derivarse de prácticas corruptas, en otras ocasiones puede tener diferente origen. Ambos informes se centran mucho en esta clase de malversación, motivados quizá porque resulta fácil de detectar y, por lo tanto, de cuantificar. Solo se precisa comparar el precio al que la obra ha sido adjudicada con el que finalmente resulta de la liquidación.

Los datos pueden resultar escandalosos, por ejemplo, la desviación en la línea de alta velocidad Madrid-Barcelona que presenta un sobrecoste del 38,55% y que, en algunas fases, como en los accesos a Barcelona, alcanza el 230%. Si bien el record se encuentra en la línea Sttutgart-Munich donde la desviación alcanzó el 622%. Hay que apresurarse a señalar, sin embargo, que hay desviaciones que pueden estar plenamente justificadas y que en estos casos no se puede hablar de malversación, dispendio o falta de eficacia. Puede ocurrir -y de hecho ocurre- que a lo largo de la obra surjan variables no previstas y que estaban ocultas a la hora de elaborar el proyecto y en consecuencia hacen imprescindible el cambio. Son los consabidos modificados. Es más, será difícil que una obra se termine liquidando sin desviaciones.

A menudo aquellos que desconocen el sistema de contratación administrativa tienen la tentación de considerar corrupción, o al menos mala administración, a todo sobrecoste que aparece en la obra pública. Ello tiende a confundir las cosas en un totum revolutum y puede colaborar a que se termine descalificando cualquier estudio sobre la ineficacia de la actuación inversora de la Administración. Caso similar se produce cuando un ministro de Fomento, con desconocimiento total de cómo funciona el presupuesto y el proceso de contratación administrativa, se escandaliza y critica fuertemente al Gobierno anterior porque en 2017 los créditos de inversiones de su departamento solo se ejecutaron en un 70%. Lo cierto es que resulta totalmente imposible una ejecución al 100%. porque pocas obras tienen una duración inferior al año, y el crédito debe estar retenido desde el inicio de la obra. Una ejecución al 70% es algo totalmente normal. Espero que no retornemos a los tiempos de antaño en los que las autoridades de ese ministerio colocaban como objetivo central incrementar como fuese el porcentaje de ejecución de los créditos, incluso empleando mecanismos ilegales como anticipar recursos a las empresas por acopio de materiales que en realidad no habían existido.

Si bien es cierto que cualquier modificado no puede considerarse sin más un despilfarro, no es menos cierto que los sobrecostes constituyen un indicio de la posible existencia de una corruptela o al menos de una mala gestión. La inversión pública, a pesar de llamarse pública, está realizada casi en su totalidad por empresas privadas interesadas en que la obra se liquide con el precio más elevado posible sobre el de adjudicación. Tienden por tanto a propiciar los modificados. Si los responsables administrativos y políticos entran en cierta complicidad con las empresas adjudicatarias o por negligencia y apatía no realizan los controles adecuados, se pueden producir desviaciones no justificadas con el consiguiente perjuicio al erario público. El hecho es tanto más probable cuanto se contratan con terceros también los proyectos (que a menudo se elaboran con importantes deficiencias) y hasta la dirección de obra. Y aún más aumenta el riesgo cuando no se controla adecuadamente la ausencia de intereses comunes entre las empresas que elaboran el proyecto y asumen la dirección de obra y la encargada de realizarla. La capacidad de presión de las grandes constructoras es notable y encuentran siempre mecanismos para inflar los precios.

El despilfarro de recursos públicos se produce también por una mala planificación o por graves errores de cálculo que conducen a acometer inversiones innecesarias, poco viables o no suficientemente ordenadas. El informe del Tribunal de Cuentas señala como uno de los defectos más graves del trazado del AVE a nivel europeo la falta de coordinación de los países miembros y la incapacidad de las autoridades europeas para imponer una pauta coherente a los Estados, que han actuado cada uno según su criterio, en la mayoría de los casos motivados por la rentabilidad política y electoral cortoplacista. «Se ha construido un mosaico ineficiente de líneas nacionales mal conectadas», lamenta Oskar Herics, miembro del Tribunal de Cuentas europeo y responsable del informe.

En el caso de España, el informe de los geógrafos confirma algo que ya sabíamos: la existencia de múltiples inversiones que nunca se deberían haber realizado. Tramos del AVE desechados, líneas con un rendimiento totalmente ruinoso, aeropuertos que no han entrado ni entrarán en funcionamiento, otros infrautilizados, desaladoras paradas ya que el precio al que se obtiene el agua es absolutamente prohibitivo, autopistas en las que se ha duplicado el recorrido y han terminado quebradas, etc. En muchos de estos casos, el hecho de haberse acometido la obra mediante concesiones y asociaciones público-privadas con condiciones muy ventajosas para la iniciativa privada hace que las pérdidas recaigan fundamentalmente sobre el erario público.

En último lugar, debemos referirnos a la forma de dispendio de los recursos públicos más difícil de delimitar y de cuantificar, ya que en buena medida puede estar sometida a juicios de valor y a una pluralidad en las opiniones. Se trata de aquellas inversiones que obedecen a una mala elección en el destino de los recursos públicos, cuando una aplicación alternativa hubiese proporcionado una mayor utilidad y eficacia. Con muchísima frecuencia, las decisiones se han adoptado sin criterios económicos y en ausencia de cualquier cálculo acerca del coste de oportunidad, guiadas únicamente por objetivos políticos y electorales.

En nuestro país la existencia de las Comunidades Autónomas ha conducido a una pugna entre ellas y con el Estado, de manera que la decisión sobre inversiones se tomaba no porque fuese la más lógica y eficaz, sino por la mayor o menor presión que pudiesen realizar las respectivas Comunidades. Caso típico y evidente es el que se ha producido con el AVE. Su trazado está muy lejos de haber obedecido a un criterio de oportunidad, más bien se ha debido a las exigencias de la diversas Autonomías. Todas querían su AVE y que además terminase pasando por todas sus provincias. Tal como cita el mismo informe de los geógrafos, si se accede a la página web de Marca España se puede leer como titular del apartado de infraestructuras: “El país de la alta velocidad” (Marca España, 2017).

Ciertamente, nuestro país se ha colocado a la cabeza de Europa en cuanto a líneas de alta velocidad se refiere. A tal objetivo se han destinado ingentes fondos públicos. Pero hay que preguntarse si las opciones tomadas son las más adecuadas. Resulta evidente que se precisaba modernizar las estructuras ferroviarias, pero ¿de verdad se precisaba AVE en todos los recorridos? ¿No hubiese sido suficiente en muchos de ellos con tendidos de velocidad media? Tal vez con menos recursos se podría haber abarcado un mayor número de líneas.

Pero en el tema de las obras públicas hay una pregunta más radical: ¿No nos hemos pasado en la asignación de recursos a las infraestructuras en detrimento de los capítulos dedicados a otros cometidos, especialmente a aquellos de contenido social, los que componen la economía del bienestar? Frente a la cuantía cada vez más reducida de las pensiones, ante una menor cobertura del seguro de desempleo que condena a un número elevado de hogares a carecer de cualquier ingreso, ante las carencias en la sanidad pública o en la educación o la indigencia en la administración de justicia, presentamos un nivel en equipamiento y en infraestructuras que llega a ser la envidia de muchos países con ingresos mucho más elevados que el nuestro. Desde el AVE a los equipamientos de los pueblos más pequeños todas las administraciones públicas han dedicado cuantiosos recursos a la obra pública.

¿Cuál es la razon de este comportamiento posiblemente tan anómalo? La respuesta quizás la encontremos una vez más en nuestra pertenencia a la Unión Europea. Es de sobra conocido que la Unión Monetaria se constituyó sin los mecanismos redistributivos adecuados, como indica de forma clara que el presupuesto comunitario apenas alcance el 1,2% del PIB comunitario. Los únicos instrumentos de compensación eran los llamados fondos. En España se ha creado un auténtico mantra alrededor de la enorme cantidad de recursos que se han recibido de Europa. Tal mito se ha mantenido a base de una política inteligente de la UE que obligaba a publicitar la marca “Europa” en toda obra o actividad financiada, aunque fuese parcialmente, por dichos fondos, y a una propaganda interior empeñada en cantar las excelencias de la UE y de lo mucho que nos estábamos aprovechando de nuestra pertenencia a ella. Nadie, por el contrario, se ha preocupado de explicarnos que buena parte de esos recursos habían salido antes de España. Los recursos de la UE no caen del cielo, sino de la contribución de todos los Estados miembros, entre los que se encuentra España.

Los fondos, además, eran ayudas finalistas que debían ser invertidas en determinados objetivos, principalmente infraestructuras, forzando a los Estados miembros a dedicar una parte de sus presupuestos a dichas finalidades, no solo por la contribución realizada a la UE, sino también por la parte de la inversión o actividad que debía cofinanciar la hacienda pública estatal, incluido el sobrecoste que se pudiese producir en la obra pública. La finalidad de no perder los fondos, unida a la creencia un tanto ingenua de que eran gratuitos, ha hecho que muchas administraciones se lanzasen a acometer obras no demasiado acertadas. Ello puede ser una explicación del enorme desarrollo que han experimentado las infraestructuras, algunas de ellas sin justificación, en detrimento de los gastos de protección social.

Ante esta perspectiva, no parece lo más acertado que lo primero que anuncie el nuevo ministro de Fomento sea su intención de eliminar los peajes de un número importante de autopistas, según vayan terminando las concesiones. Seguro que hay otros muchos objetivos bastante más perentorios en los que emplear los recursos públicos. Claro que, a lo mejor, de lo que se trata es de premiar al secesionismo catalán por haber dado un golpe de Estado o, más bien, por haber llevado a la Moncloa a Pedro Sánchez.

republica.com 19-7-2018