Allá por los años cincuenta el régimen franquista lanzó una campaña tendente a promover la caridad cristiana en Navidad. Se eligió el eslogan “Siente un pobre a su mesa”, eslogan que más tarde fue adoptado por Berlanga para dar título a una de sus mejores películas, orientada precisamente a denunciar la hipocresía que se ocultaba tras esta operación, cuya finalidad quedaba reducida a lavar la mala conciencia de la burguesía. En especial, resulta ilustrativo el papel que asume en el film Ollas Cocinex, el patrocinador, que emplea la campaña como instrumento de marketing y publicidad comercial. La censura del régimen prohibió el título de la película, que finalmente tuvo que tomar el nombre de uno de los protagonistas, “Plácido”, nombre con el que casi gana el óscar a la mejor película en lengua no inglesa y con el que ahora la conocemos.

Después de tantos años el film mantiene su vigencia, al constituirse en una denuncia permanente de bastantes de esos programas que, bajo el disfraz de piedad y conmiseración, aprovechan la mala conciencia y la sensibilidad popular, y explotan la pobreza con objetivos comerciales y publicitarios. La beneficencia a menudo resulta sospechosa. Bien es verdad que en la mayoría de los casos cuesta criticar actos aparentemente cargados de humanidad y que tienen como resultado disminuir el dolor y el sufrimiento de personas concretas, pero ello no puede ser excusa para silenciar la doblez y la hipocresía que animan determinadas actitudes e iniciativas.

Cómo no rememorar la película de Berlanga ante la utilización de las imágenes del Acuarius en la campaña publicitaria organizada por Benetton. ¿Pero acaso hay tanta diferencia ente los que buscan una rentabilidad económica y una rentabilidad política? El espectáculo orquestado por Pedro Sánchez alrededor del Acuarius y sus 630 inmigrantes tiene cierto tufillo a oportunismo. Resulta difícil no encuadrarlo en ese tinglado publicitario que ha creado desde que llegó al poder, repleto de gestos, símbolos y ocurrencias, todo ello dirigido a la propaganda y al reclamo político y a obtener en los próximos comicios mejores resultados. Un gobierno folclórico, que ha tardado una semana en mostrar las primeras lacras y que promete días gloriosos. Esa finalidad de rédito político y electoral no puede por menos que intuirse al constatar el circo montado alrededor de la llegada de los barcos, con la vicepresidenta del Gobierno, seis ministros, el presidente y la vicepresidenta de la Generalitat valenciana y no se sabe cuántos alcaldes al retortero, amén de todos aquellos políticos que de una u otra forma se han subido al carro, seguros de obtener ventajas políticas.

Ante la comisión de seguimiento constituida con la participación de los seis ministerios implicados y de la Generalitat valenciana; ante las múltiples comparecencias de prensa, algunas de ellas solemnes como la de Carmen Calvo y Ximo Puig; ante los múltiples preparativos y el empeño y el esmero adoptados en que no se produzca el menor error y desliz; ante la expectación creada por la llegada a puerto, retransmitida en un maratón en directo por Radio Nacional, cabría deducir que los 630 pasajeros del Acuarius son los primeros inmigrantes que llegan a territorio español. Sin embargo, cada semana arriba a las costas españolas un porcentaje similar o mayor que los que transporta el Acuarius, sin que se monte ningún fasto.

Aun cuando no lo demuestre, se comprende el cabreo que debe de tener la presidenta de la Junta de Andalucía. No ha tenido más remedio que apoyar el gesto del presidente del Gobierno, pero ha dejado caer que Andalucía también existe y que lo que se celebra como un hecho humanitario, transcendental y único, y por el que se echan todas las campanas al vuelo en Valencia, está ocurriendo en las costas del Sur de España a diario. El mismo fin de semana que Italia se negaba a admitir a los inmigrantes del Acuarius, eran rescatadas frente al litoral andaluz 550 personas, a pesar de lo cual siete resultaron ahogadas; y al mismo tiempo que se producía la travesía hasta Valencia, mil irregulares eran recogidos en el Estrecho. En lo que va de año, Andalucía ha recibido 286 pateras con 7.128 inmigrantes, de los que 1.350 eran niños, y muchos de ellos viajaban sin sus padres. Este es el día a día de Andalucía. Sin fiesta, sin Navidad. A estos inmigrantes no los recibe la vicepresidenta del Gobierno, ni hay comisión de seis ministerios creada al efecto, ni salen por televisión, excepto cuando se ahogan. Los del Acuarius son los pobres que sienta a la mesa Pedro Sánchez, los que como en la película Plácido, nos hacen sentir buenos. En este caso, incluso mejores que los italianos y que los gobiernos conservadores. Los otros, los que no pertenecen a la campaña de Navidad, que se lo monten como puedan.

El gesto de Pedro Sánchez tiene mucho de folclore, de teatro, de exhibición, de campaña publicitaria, de rédito electoral; incluso de ocurrencia, sin reflexión y sin medir las consecuencias, porque las preguntas se acumulan: los barcos van a continuar llegando a Italia, ¿qué va a hacer España, seguirá recibiendo a todas aquellas naves que Italia u otros países se nieguen a aceptar? ¿Qué régimen jurídico se va a aplicar a los inmigrantes del Acuarius? ¿Se les va a conceder la condición de refugiados a todos? ¿Se les otorgará un tratamiento mejor que al resto de inmigrantes? ¿Se les recluirá en un centro de internamiento de extranjeros con la posibilidad después de tantas algaradas de ser deportados a su país? Cada media hora se han emitido opiniones diferentes. Y cada interlocutor ha mantenido una tesis distinta. Lo que no es extraño si consideramos las contradicciones en las que se incurre cuando se adopta una decisión tan precipitada y guiada exclusivamente por el marketing político a corto plazo.

Desde el exterior se ha alabado el gesto de España; no puede ser de otra manera. A nadie le gusta quedar como insensible e insolidario. Pero ¿estamos seguros de que la actitud adoptada por el Gobierno español va a colaborar positivamente a solucionar el enorme problema de las migraciones a nivel europeo? Y, sobre todo, después de este gesto de arrogancia, ¿va a quedar España en mejor postura de cara a la próxima cumbre para defender sus intereses en esta materia?

Las migraciones no son un problema de fácil solución, ni admiten posturas simples y demagógicas. Por supuesto, una vez más, la Unión Europea es incapaz de dar una respuesta coordinada; no suele hacerlo en casi ninguna materia, tal como se ha demostrado, por ejemplo, en los últimos tiempos en el campo judicial. No obstante, hay que reconocer que la inmigración es un terreno especialmente complejo, donde confluyen las contradicciones del sistema capitalista y del Estado social, porque si realmente el Estado quiere ser social y garantizar el bienestar de sus ciudadanos no tiene más remedio que poner límites a la solidaridad con los extranjeros.

Hoy, en toda Europa, el tema de la inmigración está retando a los políticos y poniendo en aprietos en especial a los partidos de izquierdas que ven cómo sus votantes se desplazan paradójicamente a formaciones a las que se califica de populistas o de ultraderecha, pero que han sabido entender y manejar el miedo al fenómeno migratorio de una amplia capa de la población, la de aquellos que pueden sufrir sus consecuencias, por encontrarse en situaciones más precarias. Frente a ello no vale esgrimir descalificaciones morales y negar el problema. La oposición de intereses existe. Todos los ciudadanos no se encuentran en la misma situación. Hay una gran parte, a los que la inmigración no les genera ninguna incomodidad, y pueden adoptar sin coste alguno posturas humanitarias y magnánimas. Incluso, en ocasiones, el balance puede ser positivo, por ejemplo, muchos empresarios pueden encontrar en la llegada de inmigrantes una fuerza de trabajo barata que como ejército de reserva tire hacia abajo de los salarios y empeore las condiciones laborales. Una alternativa a la deslocalización empresarial.

El hecho de que en España hasta ahora no hayan surgido partidos xenófobos no significa que entre amplias capas de la población no surjan descontentos y agravios que pueden estallar en cualquier momento. En ciertos ámbitos es fácil ser progresista y presumir de compasivo y piadoso. La inmigración no constituye ningún problema para los que vivimos en Pozuelo, Aravaca, Galapagar, la Moncloa o el barrio de Salamanca. Allí no se ven inmigrantes más que en el servicio doméstico, o en la hostelería, y desde luego no compiten en ningún aspecto con sus residentes. Cosa bien distinta ocurre para los que habitan en barrios más populares en los que mayoritariamente se asientan los inmigrantes. El hacinamiento en pisos y sus costumbres, propias de otras culturas, pueden crear más de un problema a los otros vecinos. Por más generosos que sean estos, es posible que vean con recelo cómo muchos extranjeros, al tener condiciones económicas más precarias que las suyas, acaparan las plazas en las guarderías y en los colegios públicos. Se sentirán también desplazados en las becas y en los servicios sociales. Muchos de los que se encuentran en paro no podrán por menos que pensar que los inmigrantes son los causantes en cierta medida de que no encuentren empleo. Otros, aun cuando posean un puesto de trabajo, especularán tal vez acerca de que su salario y sus condiciones laborales son bastante peores dado que los inmigrantes han hecho posible la precarización del mercado laboral.

Amplias capas de la población que tienen que luchar contra largas listas de espera de muchos meses en tratamientos o pruebas médicas puede ser que vean con prevención la ampliación de la población asistida, en especial cuando no va acompañada del incremento de los recursos destinados a esta prestación. La situación por supuesto es muy distinta (y podemos, por lo tanto, adoptar posturas más altruistas) para los que pertenecemos al grupo cada vez más numeroso que contamos con sanidad privada y pública y podemos jugar con una o con otra según nos convenga.

Todo ello es real y entra dentro de lo “humano, demasiado humano” y no vale negar los hechos con argumentos falaces. Desde esas posiciones relajadas y de comodidad económica se mantiene a menudo que los inmigrantes ocupan los puestos de trabajo que no quieren los nacionales. No es totalmente cierto. Es posible que no los quieran los españoles con esas condiciones laborales, que tan solo son posibles porque hay emigrantes dispuestos a aceptarlas. Se dice que los inmigrantes vienen a cuidar de nuestros hijos y ancianos, lo que es verdad para determinadas clases sociales; pero para otras, las que precisamente trabajan en el servicio doméstico, en el cuidado de enfermos y de dependientes, en la hostelería, en la construcción y en otros muchos servicios, la visión que tienen de los inmigrantes es más bien de competidores. Incluso el antagonismo y el enfrentamiento de intereses se puede establecer y quizás en primer término entre los inmigrantes ya establecidos en España y los que puedan llegar en el futuro. Por supuesto que todo sería más claro si no hubiese paro. Es más, la inmigración podría ser una solución para el tan cacareado déficit demográfico, pero con tres millones y medio de desempleados todos estos argumentos hacen aguas.

En cualquier caso, el problema de la migración es lo suficientemente grave y complejo para que no se use con fines propagandísticos de ningún tipo ni se utilice demagógicamente. La literatura universal ha recogido con frecuencia los dilemas éticos que plantea, que no son nada fáciles de resolver. Ya a finales del siglo XIX, Zola, en una de sus mejores novelas, “Germinal”, recoge el conflicto que se establece entre los mineros de Montsou, quienes, ante la vida de miseria y explotación a la que se ven sometidos, se han puesto en huelga, y los trabajadores belgas, cuya pobreza será seguramente mayor, ya que están en paro, y que la dirección de la mina trae a Francia para ocupar el puesto de los huelguistas. Es evidente que del final de la novela se deduce que los únicos beneficiados de esta importación de mano de obra son los dueños de las minas.

republica.com 22-6-2018