Me puedo vanagloriar de no haber sucumbido nunca al espejismo de las primarias. Desde el mismo momento en el que surgió la moda, hace casi veinte años, reiteradamente he dedicado múltiples artículos a criticar la medida y a manifestar que, lejos de constituir un avance en las estructuras democráticas de los partidos y de la sociedad, representan un paso atrás, una tendencia al caudillismo y a la concentración del poder en una sola persona, con el consiguiente debilitamiento de los órganos colectivos.

En los momentos actuales, la contraposición entre democracia directa y representativa constituye un sofisma ya que, dada la complejidad de la sociedad y de su gobernanza, es imposible que los asuntos públicos se decidan en el foro por todos los ciudadanos. En puridad la democracia directa solo ha sido posible en algunos periodos de Grecia y Roma, pero restringida a los pocos que tenían la condición de ciudadanos. La actividad política era entonces relativamente simple y, además, un elevado número de esclavos liberaba a los ciudadanos de todas las actividades laborales y serviles permitiendo que pudieran dedicar una parte importante de su tiempo a los asuntos personales y de la república. En los tiempos modernos el retorno de la democracia ha venido unido al sistema representativo, bien sea en su forma de sufragio universal, como en la época actual, o bien en su forma de sufragio censitario en los siglos XVIII y XIX. Todo experimento de democracia directa está condenado al fracaso, cuando no se convierte en una farsa tendente a pervertir el sistema democrático e instaurar uno u otro modo de 18 de Brumario.

En este nuestro mundo no hay sistemas perfectos y cuando alguien, en un exceso de idealismo, ha pretendido retorcer la realidad para instaurar el reino de Dios en la tierra casi siempre ha terminado construyendo un infierno. A estas alturas de la historia de la humanidad debería ser de común aceptación -pero no es así- lo manifestado por Churchill en la Casa de los comunes en noviembre de 1947: «De hecho, se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas de vez en cuando». Es decir la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. No obstante, debido a los muchos defectos e imperfecciones que como construcciones humanas suelen acompañar a los sistemas democráticos concretos, muchas veces se ha sucumbido a la tentación del salvapatrias y al ensayo de regímenes políticos personalistas, y que otras tantas veces han terminado en aventuras desastrosas.

Con la democracia representativa y con los partidos políticos ocurre algo similar. La corrupción, las políticas económicas neoliberales, los discursos banales y sin convención, la escasa democracia interna de los partidos políticos, incrementan en la actualidad la opinión negativa que los ciudadanos tienen de la política y de sus representantes y siempre hay listillos que afirman haber descubierto el bálsamo de fierabrás capaz de solucionar y curar todas las dolencias. Ahí se insertan las primarias, con la pretensión de ser la medicina perfecta para democratizar las formaciones políticas. Nada como que hablen los militantes. Habla, pueblo, habla.

Lo primero que hay que afirmar es que propiamente las primarias no constituyen ningún sistema de democracia directa, cosa imposible en los momentos actuales. Se trata más bien de instaurar el plebiscito frente a un sistema electoral reglado y equilibrado. Anteponer y conceder supremacía a un órgano de dirección unipersonal frente a los pluripersonales, destruir los contrapesos en el ejercicio del poder para conceder toda la autoridad a una sola persona.

Tradicionalmente los partidos de izquierdas han organizado su régimen de gobierno en torno a distintos órganos establecidos en sus estatutos. En la cúspide se sitúan los congresos, formados por representantes de todos los militantes elegidos en las distintas agrupaciones. Se celebran cada x años de forma ordinaria, y de forma extraordinaria cuando surge alguna de las circunstancias previstas en las normas. Los congresos deben establecer el programa, marcar la estrategia y el discurso, así como elegir los órganos de decisión; en primer lugar el comité federal, tal como se ha dicho siempre supremo órgano entre congresos, una especie de comisión permanente del propio congreso. El congreso elige también a la comisión ejecutiva (que, como su propio nombre indica, ejecuta lo acordado previamente) y al secretario general, bien porque se designa con la propia comisión ejecutiva, de la que forma parte, bien porque es la propia ejecutiva la que lo elige entre sus miembros, pero en ambos casos como un simple primus inter pares. Antiguamente (y así se continua denominando en el PSC) recibía el nombre de primer secretario.

El sistema no ha sido perfecto, pero la primera y última palabra también la tenía, en contra de lo que ahora se dice, los militantes y, al establecerse distintos órganos pluripersonales, las decisiones debían ser consensuadas y se producía una cierta división de poderes y contrapeso entre ellos. Bien es verdad que con estas normas surgieron sistemas caudillistas como el del felipismo, pero ello no se debió a esta organización de gobierno, sino a pesar de ella, y uno se puede imaginar adónde se habría llegado y adónde se llegará en el futuro con un sistema que parte y se fundamenta en el caudillismo, como el que se está estableciendo actualmente en el PSOE con las primarias.

El partido socialista se ha dado un disparo en el pie con las primarias, y lo malo es que el disparo se puede dirigir también contra todos los españoles. El establecimiento de las primarias ha sido el germen de muchos de los problemas que le acaecen últimamente y de los muchos que le quedan por sufrir. Los hechos son evidentes. El comportamiento de Pedro Sánchez, primer secretario general designado en primarias, estaba cantado. Elegido por plebiscito entre todos los militantes, se sentía legitimado para gobernar autocráticamente sin control ni fiscalización de nadie ni de órgano alguno. Creyó que el secretario general era el supremo órgano entre congresos; disolvió ejecutivas regionales, mantuvo por tiempo indefinido gestoras nombradas por él a dedo, incorporó a la listas electorales a quien quiso, perteneciese o no al partido, y no se vio obligado a dimitir cuando, elección tras elección, fue cosechando malos resultados, a cada cual peor. Recordemos que incluso Felipe González, con dominio absoluto del partido, consideró que debía dimitir cuando en 1996 perdió las elecciones.

Los acólitos de Pedro Sánchez pretenden argumentar que la principal pérdida de votos del partido socialista se produjo mucho antes, lo cual es cierto, pero en aquel entonces tenía una explicación, el castigo al Gobierno de Zapatero por plegarse a las exigencias de Bruselas; pero lo que tiene difícil justificación es que cuatro años después los resultados empeorasen cuando la acción de gobierno y por tanto el coste de aplicar la política de austeridad durante este periodo habían correspondido al PP. Tampoco vale argüir que en estas últimas elecciones había dos partidos nuevos, puesto que hay que preguntarse qué ha sido antes, el huevo o la gallina. La existencia y los resultados de estas organizaciones obedecen precisamente a que el PSOE y su secretario general no han sabido rentabilizar el desgaste sufrido por la derecha.

Es difícilmente creíble que un secretario general que suscita la enemistad manifiesta de la mitad del partido y conjura en su contra a casi todos los que han representado y representan algo en el PSOE se resistiese a dimitir. Solo el hecho de las primarias y la interpretación de que el elegido se coloca más allá del bien y del mal explican tal desafuero. En ese convencimiento de ser un predestinado por los dioses, Pedro Sánchez pretendió ningunear al comité federal dando un golpe de estado y escudarse detrás de los militantes convocando unas primarias con 15 días de antelación, consciente de que nadie más que él podría presentarse y, por lo tanto, ganarlas. Con ese respaldo nadie tendría autoridad ya para oponerse al pacto con los nacionalistas que venía acariciando. Eso es lo que pretendió abortar el comité federal el pasado uno de octubre. Los idus de octubre impidieron al menos provisionalmente el 18 de Brumario (9 de noviembre). Al menos provisionalmente, porque el 18 de Brumario se ha producido siete meses después. La celebración de primarias sazonadas con mucha demagogia, victimismo y sectarismo han vuelto a dar el triunfo a Pedro Sánchez. Una campaña hábilmente proyectada con eslóganes sencillos lo ha presentado como el paladín de los militantes, representante del ala izquierda del partido y azote de la derecha y de la corrupción. Nada de ello es cierto y difícilmente puede vanagloriarse de izquierdista e incorruptible, quien entró en el partido en 1993, cuando la corrupción en el PSOE estaba en todo su apogeo y cuando el felipismo en sus últimos años se había convertido ya plenamente al neoliberalismo. En esa etapa, otros muchos, decepcionados, abandonaban el PSOE.

No soy de los que piensan que la mayoría no puede confundirse. De hecho, se confunde muchas veces; que se lo digan si no a los alemanes cuando eligieron a Hitler. La mayoría, en ocasiones, se equivoca y es tanto más fácil que se equivoque cuando las decisiones se toman asambleariamente o por plebiscito, llamando al sentimentalismo, a la emotividad o a las alternativas fáciles.

La elección por primarias de Pedro Sánchez, y con anterioridad a la celebración del Congreso, va a tener efectos devastadores en el funcionamiento del PSOE. El nuevo secretario general ha dejado ya claro que ahora el PSOE es suyo y que no está supeditado a nada ni a nadie excepto a la voluntad de la militancia, que siempre es fácilmente manipulable. Solo le podrán cesar los militantes que le han elegido, es decir, que a partir de ahora haga lo que haga será intocable. El congreso no va a designar al secretario general sino al contrario, el secretario general ya elegido por los militantes conformará las decisiones del congreso sin que nadie pueda discutirlas. El comité federal y la ejecutiva se constituirán a su conveniencia. Y no es ya que el papel del secretario general se configure, desplazando al comité federal, como el supremo órgano entre congresos, sino que incluso será el supremo órgano incluyendo los congresos. La democracia interna del partido ha muerto o ha quedado malherida. Viva el imperio, viva el caudillo. Pero eso sí, los militantes han hablado.

republica.com 2-6-2017