Ante la ofensiva etarra, prevaleció siempre, aun en los tiempos más duros, un principio de consenso: “La violencia no puede tener premio”. Si en los distintos procesos de negociación, en algún momento, uno u otro gobierno, hubieran tenido la tentación de hacer concesiones políticas, nunca se habrían atrevido a reconocerlo públicamente. La razón es evidente, recompensar la violencia es un incentivo para que esta se multiplique.

No cabe, ciertamente, comparación alguna entre la insurrección que está ocurriendo ahora en Cataluña y la ofensiva etarra que se produjo en el pasado. Hay un salto cualitativo, la violencia. No obstante, la consigna anterior debería aplicarse también a aquellos que desobedecen las leyes y se sublevan contra la Constitución. En ningún caso estas actitudes pueden hacerse acreedoras a un premio. Ello cuestiona en buena medida ese discurso tan generalizado de que son precisos el diálogo y la negociación entre el Gobierno central y los insurrectos, añadiendo en ocasiones el estribillo de que no se puede judicializar la política, como si el Estado de derecho, es decir, el sometimiento igualitario a la ley, no fuese la primera premisa de la actividad política.

Ese discurso está tanto menos justificado en cuanto que los secesionistas sobre lo único que están dispuestos a negociar es acerca de la manera en que se viola la Constitución y de cómo se priva a la totalidad del pueblo español de la soberanía que solo a él pertenece. Por otra parte, la negociación y el diálogo se entienden siempre como fuente de concesiones, concesiones que son unilaterales, porque cualquier acuerdo con el nacionalismo se plantea en todas las ocasiones de más a más y nunca de más a menos.

Es la cultura cristiana que subyace en el inconsciente del pueblo español la que quizás lleve a utilizar la parábola del hijo pródigo en muchas facetas de la vida en las que no resulta aplicable. La parábola puede tener pleno sentido en los discursos teológicos del catolicismo y aun con más razón en los del jansenismo, en los que impera la gratuidad de la gracia y el hombre no tiene ningún derecho frente a Dios, todo es graciable, de manera que la divinidad puede actuar, al igual que el padre de la parábola, con total libertad a la hora de gratificar a sus hijos. Tales patrones, sin embargo, no son aplicables en el ámbito secular, por ejemplo en las relaciones del Gobierno central con los Gobiernos autonómicos, que están sometidas al principio de la equidad y en las que las concesiones injustificadas que se hacen a una Comunidad Autónoma van en detrimento de las otras.

Bajo la presión de ese discurso que pide diálogo y concesiones, Rajoy ha ido a Barcelona a prometer 4.200 millones de euros de inversión pública en Cataluña para acometer a lo largo de esta legislatura, lo que significa algo más de 1.000 millones de euros anuales, promesa que sin duda va en perjuicio de las otras Comunidades, que van a recibir una cantidad claramente inferior. El victimismo de la Generalitat no tiene ningún fundamento. Casi no merece la pena emplear tiempo en refutarlo. A simple vista nadie puede creerse que Cataluña esté discriminada negativamente con respecto a otras Autonomías. Solo hay que recorrer Extremadura, Galicia, Castilla o Andalucía para desmentirlo. Pero es que incluso las Comunidades que podrían considerarse más privilegiadas han sido peor tratadas que Cataluña. Recientemente se ha publicado un informe en el que se muestra que en el periodo 2006- 2015 Cataluña ha recibido 8.500 millones de euros, el 18% de toda la inversión del Ministerio de Fomento, una cantidad superior a la que reciben Madrid, Valencia y el País Vasco conjuntamente, y tres veces la que recibe la Comunidad de Madrid.

Se dice que la negociación y el diálogo son imprescindibles para solucionar el problema de Cataluña. El problema, de haberlo, no es de Cataluña sino del nacionalismo catalán, como ya apuntó Ortega y Gasset en su memorable intervención en las Cortes españolas a propósito de la aprobación del primer Estatuto, allá por la Segunda República. Pero es que, además, nadie ha dicho que el problema sea soluble. Tal como demuestra la Historia y defendió el filósofo español en aquella ocasión, el problema no puede resolverse sino que tan solo “se pueden conllevar”: “…y al decir esto, conste que significo con ello, no solo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles”. Y tal vez habría que añadir que unos catalanes se conlleven con los otros catalanes.

Pretender solucionar el problema del nacionalismo catalán a base de concesiones es de una gran ingenuidad. Bien lo experimentó el propio Azaña quien, después de ser un defensor acérrimo del Estatuto catalán, se quejaba amargamente en su obra “La velada en Benicarló” de su deslealtad; primero cuando Companys, aprovechando la revolución de Asturias, proclamó unilateralmente el Estado catalán, y más tarde por el comportamiento de la Generalitat en plena guerra civil.

El nacionalismo no tiene solución porque por su propia esencia es insaciable. Cada nueva concesión para lo único que sirve es para fortalecerlo y darle nuevas posibilidades de reclamar nuevas concesiones. En la Transición se elaboró la Constitución pensando en parte en el nacionalismo, creyendo ingenuamente que así se solucionaba el problema. Se estableció un régimen mucho más generoso que en la II República. Lo cierto es que no solo no se resolvió el problema sino que se crearon otros catorce o quince, uno por cada Comunidad. A lo largo de estos cuarenta años se ha visto que el proceso no tiene fin y que por mucha autonomía que se conceda las reclamaciones continúan. En la actualidad, el nacionalismo y el independentismo han adquirido una nueva dimensión en Cataluña: la insurrección, insurrección planteada desde las más altas instancias de la Generalitat, lo que la convierte en un golpe de Estado encubierto.

Es un espejismo creer que los golpistas van a ceder en sus intenciones a base de diálogo y negociación. Tampoco puede argüirse que las concesiones van encaminadas a convencer al resto de la población de Cataluña y no a los secesionistas, porque -quiérase o no- siempre se interpretará que si se concede a Cataluña un trato de favor es precisamente por la postura subversiva que adopta el Gobierno de la Generalitat. Es difícil no pensar que se está premiando la insurrección.

Republica.com 6-4-2017