Varios acontecimientos concatenados han puesto nuevamente de plena actualidad al Banco de España (BE) y al papel que ha representado en la crisis financiera. Por una parte, la cuantificación provisional realizada por el Tribunal de Cuentas del coste que para el erario público ha significado el saneamiento (hasta la fecha) de las entidades financieras, seguido de un editorial del diario El País de 4 de febrero pasado en el que se preocupaba por el prestigio de nuestro banco central. Los editoriales del diario El País siempre tienen impacto (antes más que ahora), especialmente en el stablishment político, económico y financiero. Tan es así que el editorial al que nos referimos ha originado que el actual gobernador del BE se viese obligado a salir a la palestra el pasado 10 de febrero con un artículo en ese mismo diario ofreciendo unas vagas aclaraciones, pero reconociendo sobre todo que se cometieron errores y que quizás haya llegado el momento de ofrecer una explicación de conjunto.

El BE ha gozado siempre de un gran prestigio, prestigio en mi opinión inmerecido pero elaborado en razón de los intereses que defendía. Durante muchos años ha sido el centro más importante de emisión de pensamiento neoliberal. Se ha comportado de manera permanente como patronal bancaria y como sindicato orientado a la defensa de las entidades financieras y del poder económico. No se le puede negar el mérito de haber colaborado de manera sustancial en el establecimiento en España de un sistema estadístico de primer orden, especialmente en el área financiera, pero el juicio tiene que ser muy diferente en lo referente a sus dos principales funciones, la instrumentación de la política monetaria y el control de los bancos.

Hasta el establecimiento del euro, la política monetaria practicada por el BE se orientó siempre en la línea más restrictiva, lo que condenó a menudo a la economía española a un crecimiento inferior al potencial y a que las tasas de desempleo fueran más elevadas de lo que era previsible. Esa fuerte disciplina, tan dañina para la economía real, venía marcada con frecuencia por errores y fallos en las estimaciones y en los instrumentos de la propia política monetaria, y en la actuación deficiente de la institución. Los días 10 y 11 de febrero de 1988 publiqué dos artículos en el diario El País titulados “Nos perdimos en los ALPES”. Los activos líquidos en manos del público (ALPs) constituían la variable utilizada por el BE para controlar la política monetaria. Pues bien, en los artículos señalaba cómo el BE no había dado ni una, y las muchas equivocaciones y desviaciones sobre las que se había asentado su actuación. Y, lo que es aún peor, el enorme margen de inseguridad que presidía toda la política monetaria. Ello, sin embargo, no era óbice para que se sometiera la economía a rígidos ajustes enormemente perjudiciales.

Tampoco su actuación como supervisor de las entidades financieras a lo largo del tiempo ha sido excesivamente brillante. Desde principios de los ochenta las crisis bancarias se han sucedido periódicamente sin que el BE haya hecho nada para evitarlas; tan solo intervenía una vez que el problema se había presentado y siempre para solucionarlo con dinero público. La responsabilidad no puede, desde luego, predicarse de los funcionarios, cuya preparación y competencia está fuera de toda duda, sino del régimen autocrático de la institución y del sistema de supervisión, cuyas decisiones se tomaban con fuerte sentido jerárquico obviando a menudo la opinión de los inspectores.

El editorial de El País señalaba con razón las dudas que crea el comportamiento practicado por el BE a lo largo de la crisis. En 2008 modificó las normas contables con el objetivo más que probable de disfrazar el grado excesivo de morosidad que iba surgiendo. El cambio de criterio, especialmente en el caso de la refinanciación de los créditos, colaboró sustancialmente a que los balances ocultasen el estado de deterioro que presentaban las entidades. Todo ello explica cuál fue el discurso oficial en aquellos instantes. Desde todos los ángulos se afirmaba que, a diferencia de las extranjeras, nuestras entidades financieras gozaban de muy buena salud, y precisamente gracias a la pericia y buen hacer de nuestro banco emisor, que supo adelantarse -de acuerdo siempre con la posición oficial- a la crisis y obligar a los bancos a realizar la provisiones adecuadas.

El discurso era tanto más extraño cuanto que había múltiples señales que indicaban precisamente lo contrario. Linde las indica ahora con acierto en su artículo: “El crédito a hogares y empresas había pasado de representar el 81% del PIB a finales de 1999 a suponer el 166% al cierre de 2008. Algunas partidas crediticias, como la hipotecaria o la destinada a la promoción inmobiliaria aumentaron su peso durante ese periodo desde el 35% del PIB, en el primer caso, hasta el 95%; y desde el 4% hasta el 28%, en el caso del crédito a promotor”. Lo curioso es que estos datos no los quisiera ver nadie entonces y que el BE los ignorase.

En aquellos momentos, con cierta modestia, escribí varios artículos en los que señalaba mi sorpresa por la visión tan optimista que mostraban las autoridades económicas y el propio BE. Porque si bien era evidente que nuestras entidades financieras no podían estar contaminadas por las hipotecas subprime, que provenían del otro lado del Atlántico -mal que infectaba a muchos de los bancos europeos (nuestras entidades financieras no habían salido al extranjero a invertir sino a endeudarse)- no era menos cierto que la banca española tenía sus propias hipotecas basura. Eran esos créditos fáciles conseguidos en el extranjero al amparo del euro los que se canalizaron a nuestra economía de forma irresponsable y amenazaban en esos momentos como impagados.

El BE estaba demasiado ocupado pontificando acerca de la reforma laboral, del incremento de los salarios y del déficit público como para percatarse de lo que estaba ocurriendo. Según parece, Zapatero afirmó años después que nadie le había hablado del endeudamiento privado. Pues bien, al BE tampoco le debió de hablar nadie del endeudamiento privado, de que este era tanto o más importante que el público y de que ambos eran peligrosos si se realizaban en el exterior y en cantidades desorbitadas. Bien es verdad que esta amnesia se extendía a toda la UE, que solo se preocupó del déficit público (Pacto de Estabilidad) y descuidó el déficit exterior.

Podemos y Ciudadanos exigen ahora la constitución de una comisión parlamentaria para analizar las responsabilidades en la crisis financiera. Comisión que difícilmente se va a constituir ya que los dos partidos mayoritarios se sienten implicados en los errores cometidos. No es demasiado arriesgado suponer que en la presunta ocultación en que se quisieron mantener los problemas por los que pasaban nuestras entidades financieras no era ajeno el hecho de que las cajas de ahorro estuviesen controladas por representantes de los dos principales partidos. En el mundo financiero no era ningún secreto desde el principio que el mayor problema estaba situado en Caixa Cataluña, cuyo saneamiento ha sido hasta ahora el más gravoso para el erario público y cuya presidencia ocupaba Narcis Serra, a la sazón prohombre del PSC, ministro de defensa y vicepresidente con Felipe González.

Tiene razón Pedro Saura, portavoz de Economía del Grupo Socialista, al discrepar de la etapa elegida por Linde para la investigación, 2008-2012, que coincide básicamente con la segunda legislatura de Zapatero. “Para analizar con profundidad lo que ha ocurrido -señala- hay que ir a la génesis de la burbuja y, por lo tanto, el período a considerar debe ir entre el 2000 y el 2016”. Está en lo cierto, porque nada de lo que ha ocurrido puede explicarse sin tener en cuenta la creación de la moneda única.

Fue el euro el que hizo perder competitividad a unos países (entre ellos España) al no poder compensar las diferencias en las tasas de inflación con ajustes en los tipos de cambio. Fue el euro el que permitió que algunos Estados (por ejemplo, Alemania) incrementasen enormemente su excedente comercial mientras que otros (por ejemplo, España) incurrían en déficits exteriores gigantescos. Fue el euro el que en primer lugar puso en manos de los banqueros alemanes ingentes cantidades de recursos y les lanzó, en segundo lugar, a prestar a los bancos de los países deficitarios de forma irresponsable. Creyeron ingenuamente que la ausencia de riesgo cambiario convertía estos créditos en inversiones seguras. Fue esta misma creencia la que alentó a los bancos españoles a endeudarse en el exterior de manera imprudente y a prestar los recursos obtenidos a las familias y empresas sin medir mínimamente el riesgo. Cuando el endeudamiento alcanzó niveles desmesurados y estalló el pánico fue el euro el que no permitió que el ajuste se realizase mediante un realineamiento de los tipos de cambio, forzando a nuestro país a una devaluación interna extremadamente dolorosa. Y es el euro en definitiva el que mantiene a la economía española en una ratonera de difícil salida. Pero es precisamente por ello por lo que el análisis no debería partir del año 2000, tal como afirma Pedro Saura, sino que en sentido riguroso hay que remontarse a los orígenes, al año 1992, cuando se firmó el Tratado de Maastricht.

Republica.com 17-2-2017