TRABAJAR MENOS, GANAR MÁS

Entre las múltiples leyendas acerca del origen del ajedrez se cuenta aquella que atribuye su creación al brahmán Sessa Ibn Daher como respuesta al encargo de un rajá indio. El rajá quedó tan encantado con el invento que prometió conceder al brahmán como recompensa lo que le pidiese. Al principio la demanda parecía muy modesta, tan solo que colocase un grano en el primer cuadrado del tablero, dos en el segundo, cuatro en el tercero, ocho en el cuarto y así sucesivamente en las restantes casillas. Cuál no sería la sorpresa del rajá y de los que le rodeaban al comprobar que le resultaba imposible cumplir su promesa porque la cantidad de grano a entregar era de 18.446.073.709.551.615, suma que no estaba a su alcance conceder.

La leyenda, desde luego, es de dudosa veracidad, pero tiene la virtud de poner el acento en el cambio profundo que experimenta cualquier cantidad por pequeña que sea cuando se la somete a un proceso acumulativo de un número suficiente de términos. Somos poco conscientes de las transformaciones sociales y económicas que acaecen a medio y a largo plazo debidas a los incrementos de la productividad, aun cuando las tasas anuales promedios sean relativamente reducidas (1; 1,5; 2%). Ciertamente estos incrementos son fruto del desarrollo de la técnica, de la ordenación del trabajo e incluso de las condiciones sociales e institucionales, y diferentes, por tanto, en las distintas épocas y sociedades.

Uno de los aspectos más interesantes del libro de Thomas Piketty, “El capital en el siglo XXI” -pero también quizás uno de los que menos se han resaltado- es el esfuerzo que realiza para obtener series históricas de determinadas magnitudes remontándose de manera estimable en el tiempo. Entre las variables que estudia se encuentra la elevación de la renta per cápita como resultado del incremento de la productividad, análisis del que se deducen importantes conclusiones.

El PIB por habitante apenas creció hasta 1700, con lo que tampoco se modificó sustancialmente el nivel económico y el género de vida de las sociedades. La realidad económica comienza a modificarse de forma notable a partir de la Revolución Industrial. En la Europa occidental la renta per cápita pasó de 100 euros mensuales en 1700 a más de 2.500 euros en 2012, con un crecimiento anual promedio del 1%. Por supuesto, la evolución no ha sido homogénea a lo largo de todo este tiempo. En el siglo XVIII el crecimiento fue tan solo del 0,2% anual, elevándose al 1,1% en el siglo XIX y al 1,9% en el siglo XX. El poder adquisitivo promedio en Europa se incrementó escasamente entre 1700 y 1820, sin embargo se multiplicó por dos entre 1820 y 1913, y por seis entre 1913 y 2010.

Las cifras señaladas en el párrafo anterior son inferiores en realidad a los aumentos en todos estos años de la productividad (producción por hora trabajada), ya que los trabajadores a la vez que conseguían retribuciones mayores se mostraban dispuestos a sacrificar una parte de ellas a condición de trabajar menos horas (jornadas más cortas, más festivos, fines de semana más largos y mayores vacaciones). Es decir, compraban ocio, cambiaban dinero por poder disponer de más tiempo libre.

Centrándonos en la segunda mitad del siglo XX, en Europa la producción por habitante creció anualmente como media el 3,4% en el periodo 1950-1980, mientras que entre 1980 y 2012 lo hizo a una tasa promedio de 1,8%. Hay quien interpreta, comenzando por el mismo Piketty, que esta desaceleración obedece a la incapacidad de la economía para mantener el incremento de la productividad a una tasa elevada, de modo que con el tiempo esta termina ralentizándose. No parece que haya nada en la Historia que rubrique tal pretensión. Más bien los incrementos de la renta per cápita han sido por término medio cada vez más elevados, lo cual parece lógico si se observa que la velocidad a la que se producen los cambios científicos y tecnológicos es en cada época mayor que en la anterior.

El periodo 1980-2013 es, muy posiblemente, una excepción que tiene su causa no tanto en las condiciones científicas y tecnológicas, sino en el modelo de organización económica, basado en la globalización y en la deflación competitiva. No es el objetivo del presente artículo ahondar sobre este tema, aun cuando puede ser interesante hacerlo en el futuro. Ahora se trata más bien de tomar conciencia de que a lo largo del tiempo, con tasas más o menos elevadas, la productividad se incrementa y en consecuencia la producción por habitante también. A una tasa de crecimiento del 1,5% la renta per cápita casi se duplica en 40 años, y en ese mismo periodo si el incremento promedio es más modesto, el 1%, esta última variable crece un 50%. En cualquier caso la conclusión es que los incrementos de productividad elevan sustancialmente el nivel de vida de las sociedades y de sus habitantes. Podemos afirmar que por término medio somos cada vez más ricos, por lo que se viene abajo el famoso discurso de la austeridad y ese intento de convencernos de que ahora no es posible lo que ayer sí lo era.

El quid de la cuestión se sitúa en el término promedio, ya que no asegura que todos vayan a beneficiarse del incremento en la misma cuantía: lo lógico sería que si en un determinado periodo la renta media ha crecido el 50%, todas las rentas, incluyendo los ingresos del Estado, se elevasen en ese mismo porcentaje. No ha sido así. En los 35 últimos años el excedente empresarial se ha incrementado bastante más que la media, en detrimento de las rentas del trabajo. El mejor modo de comprobarlo es constatar la evolución de los costes laborales unitarios en términos reales (salarios reales divididos por la productividad) que desde el año 1980 se han reducido en 15 puntos en la Europa de los 15, y en 19 en España. Esta magnitud disminuye cuando los salarios reales crecen menos que la productividad, es decir, la distribución de la renta se modifica a favor de los ingresos empresariales y de capital.

Hay un segundo factor a considerar: históricamente los trabajadores se han apropiado del aumento de productividad a través de un aumento de retribuciones, pero también mediante una reducción de las horas trabajadas: disminución de jornada, más fiestas, fines de semana más largos, mayores vacaciones, incluso por un adelanto de la edad de jubilación. Tampoco esto ha ocurrido en los últimos 35 últimos años, durante los cuales en muchos casos las horas de trabajo más bien se han incrementado.

El aumento de la producción por hora trabajada debería permitir que todos los trabajadores cobrasen más y trabajasen menos. Lo contrario de lo que afirmaba un malogrado presidente de la patronal. Que trabajasen menos, bien en cada jornada bien a lo largo de toda la vida, con una jubilación digna. Pero todo esto es posible tan solo si la renta se distribuye adecuadamente y nadie se apropia en exclusiva del incremento de la productividad. Cuando se produce lo contrario y va a engordar únicamente a las rentas de capital y empresariales, los trabajadores por término medio trabajan más cobran menos y disfrutan de peores y más reducidas prestaciones públicas.