TODOS SOMOS PROTECCIONISTAS

La presentación de Donald Trump a las elecciones presidenciales de EE. UU. y su posterior triunfo han puesto sobre la mesa de nuevo el problema de la globalización y del proteccionismo. Entre los muchos reproches que ha recibido Trump está el de que su discurso pone en peligro el comercio internacional. Una vez más, el stablishment político y económico internacional continúa sin entender nada por más señales que la realidad le mande. Todo lo reducen a descalificar con el apelativo de populista al que ose poner en duda el sistema económico creado a partir de los años ochenta.

Los profetas pueden ser falsos, las recetas erróneas, pero la realidad que denuncian no lo es. Por ello tienen éxito en sus críticas y logran tantos seguidores. A las sociedades desarrolladas se les presentó la globalización como portadora de toda clase de bienes, pero poco a poco han ido constatando que los resultados eran totalmente distintos de los prometidos. El crecimiento se modera, el paro se incrementa, la desigualdad aumenta, los puestos de trabajo se degradan, los salarios reales se reducen, y se les dice a los ciudadanos que el Estado del bienestar, tal como hasta ahora lo han conocido, no es sostenible y que hay que someterlo a profundas trasformaciones (léase recortes) para que sea viable. Además, por poco avispados que sean, contemplan que la globalización, lejos de ofrecer estabilidad económica, es una fuente continua de turbulencias financieras que condenan a los países a crisis periódicas cada vez de mayor intensidad y en las que los paganos acaban siendo siempre las clases bajas y los trabajadores.

¿Tiene algo de extraño que cada día sean más los ciudadanos que quieran retornar a los parámetros económicos que regían antes de los años ochenta, y más numerosas las voces que cuestionen el tópico de la globalización? Antes que nada, conviene aclarar que una política de control de cambios de ninguna manera significa eliminar los flujos internacionales de capitales, sino simplemente poner un cierto orden en ellos. No se abandona el ámbito de la libertad, pero una libertad ordenada, sin que devenga en caos. Poner restricciones al libre cambio no tiene por qué conducir a la autarquía ni a la desaparición del comercio exterior; solamente se trata de regularlo de manera que no se produzcan los desequilibrios actuales entre unos países con enormes déficits en sus balanzas de pagos y otros con ingentes superávits.

Déficits y superávits comerciales desproporcionados son los causantes en buena medida de las crisis actuales. A todo déficit le corresponde siempre un superávit. Un país no puede mantener indefinidamente déficit en su balanza de pagos. El discurso político actual es muy celoso en lanzar, aplicada al sector público, la consigna de que nadie puede gastar más de lo que ingresa, pero no se sabe por qué motivo no lo aplica a la totalidad de la economía nacional. Es cierto que durante un periodo de tiempo un país puede gastar en importaciones más de lo que ingresa por exportaciones y endeudarse en el exterior, pero el proceso no puede ser indefinido, porque antes o después los acreedores empiezan a desconfiar, niegan la financiación e incluso huyen del país en cuestión arrojándole a una crisis gravísima. Toda economía nacional se ve obligada en algún momento a emplear políticas proteccionistas.

El discurso oficial practica un lenguaje tramposo, pretende anatematizar el proteccionismo, pero lo único que hace es cambiar una clase de proteccionismo por otra. Es imposible que un país que mantiene permanentemente un déficit en su balanza de pagos no termine adoptando medidas defensivas en su comercio exterior. Otra cosa es qué tipo de medidas se adopten. Las más inmediatas y directas radican en el establecimiento de barreras aduaneras con contingentes o aranceles a la importación y ayudas económicas a la exportación, que a veces se disfrazan de prescripciones sanitarias o medioambientales. Todas estas medidas son tabú para los amantes de la globalización, que profesan como un dogma el libre comercio.

Pero existe un segundo frente defensivo constituido por la variación en los tipos de cambio. La depreciación de la propia moneda respecto a las otras divisas sirve de contención a la competencia exterior. Según la teoría del libre comercio, los cambios en las cotizaciones de las divisas constituyen el elemento de ajuste de los desequilibrios de la balanza de pagos. Pero ello es en teoría porque la mayoría de los países practican una flotación sucia, es decir, emplean el tipo de cambio como medida proteccionista, bien con carácter defensivo bien con carácter ofensivo. La crisis del 2008 tuvo como causa los fuertes desajustes en las balanzas de pagos, con enorme déficits y superávits comerciales causados por unas relaciones de intercambio totalmente incorrectas que algunos países propiciaban para, contra toda lógica, mantener el superávit exterior.

La política monetaria expansiva de EE.UU. ha tenido entre otras finalidades la de reducir el tipo de cambio del dólar para defenderse así de las políticas comerciales agresivas de otros países como China o Alemania. En las reuniones internacionales del G-20 o de otros foros se adoptan declaraciones solemnes condenando la guerra de divisas, sin embargo, lo cierto es que todos los Estados acaban utilizando en la medida de lo posible el tipo de cambio como instrumento proteccionista, lo que resulta lógico cuando dogmáticamente se asume el libre comercio.

Los acuerdos de libre comercio y las dificultades para depreciar la moneda, al menos en la cuantía que se considera suficiente, trasladan las medidas proteccionistas al campo de lo que se la llama la devaluación interna, que fundamenta la competitividad en la reducción de los salarios, de las cargas sociales o de los impuestos. Este tipo de proteccionismo domina sin duda el ámbito de la Unidad Monetaria en Europa. No puede ser de otro modo, el libre cambio y la existencia de una moneda común cierran cualquier otro camino que no sea la deflación competitiva. No obstante, estas medidas se han impuesto también en otros muchos países aun cuando no pertenezcan a ninguna Unión Monetaria.

Las elites políticas y económicas insisten en que el abandono de la globalización es una vuelta al proteccionismo de resultados muy negativos. El discurso es tremendamente falaz porque la llamada globalización no renuncia a todo proteccionismo. Condena, sí, las barreras arancelarias e incluso la guerra de divisas, pero se ve obligada a practicar otro tipo de proteccionismo, el basado en el dumping laboral, social y fiscal; critica la política de empobrecer al vecino mediante las limitaciones al comercio internacional o mediante la devaluación de la moneda, pero propicia y defiende esa misma política cuando se basa en el deterioro de las condiciones laborales.

Se afirma que la globalización genera perjudicados y beneficiados, y entre estos últimos sitúan a las poblaciones de las regiones pobres, lo cual no es cierto. Puede serlo en el plazo corto, pero a medio plazo basar la competitividad en la reducción de los salarios y de los gastos sociales por fuerza tiene que perjudicar, sea cual sea el país, a los trabajadores y beneficiar a los capitalistas y a los empresarios. Los perjudicados por la globalización son cada vez más numerosos y no se creen ya las milongas acerca de lo malo que es el proteccionismo. Piensan que para ellos el único proteccionismo nefasto es el que se fundamenta en el aumento de la pobreza de las clases bajas.