DE TRUMP AL PARTIDO SOCIALISTA DE CATALUÑA

Ha sido motivo de hilaridad, cuando no de preocupación, la respuesta dada por Donald Trump acerca de si iba a aceptar los resultados electorales. En su contestación hizo honor a su fama y a su trayectoria: “Aceptaré los resultados electorales si gano”. La opinión pública internacional ha quedado pasmada de una respuesta “tan democrática”. Pero he aquí que la postura adoptada por el Partido Socialista de Cataluña (PSC) en la investidura de Rajoy tampoco ha sido muy diferente; de hecho, es una actitud que abraza con demasiada frecuencia. Participa en los órganos de decisión del PSOE, pero solo asume los acuerdos si le conviene y coinciden con su opinión. Lo ha hecho ahora y en otras múltiples ocasiones, por ejemplo en esa defensa del derecho de autodeterminación de Cataluña.

Hay que reconocer que en Cataluña la postura de romper la baraja si no se gana no es propiedad exclusiva del PSC. Los secesionistas han adoptado una actitud similar. Usan las instituciones españolas al tiempo que las repudian; recurren a los tribunales pero solo aceptan sus sentencias si les favorecen y los deslegitiman si les son adversas; mantienen que las leyes españolas no rigen para Cataluña, pero ellos concurren en la elaboración de esas mismas leyes. Los catalanes han participado en los gobiernos, y en las Cortes en mayor -o al menos igual- medida que cualquier otra región de España. Al tiempo que se declaran independientes del Estado español, se sientan en el Congreso y intervienen en la elección del presidente del Gobierno.

Las relaciones entre el PSOE y el PSC son totalmente asimétricas, mientras los miembros de este último partido son celosos de su independencia y no permiten que los militantes del PSOE se inmiscuyan en la elección de sus órganos directivos, ellos sí participan en los del PSOE. Podemos recordar cómo los votos del PSC fueron decisivos en la elección de Zapatero, cuyas consecuencias hemos pagado todos.

Iceta, con tono melifluo, tras mostrarse inquebrantable en el voto negativo de los diputados del PSC en la investidura, se ha dirigido a sus compañeros del PSOE pidiéndoles comprensión y que sean conscientes de las especiales circunstancias de Cataluña. Es un mantra del nacionalismo, o de aquellos que lo imitan, recurrir a la especificidad de Cataluña y reclamar compresión a todos los demás. Comprender, comprender, se comprende todo, pero no son las Comunidades ricas (Madrid, Cataluña y el País Vasco) las que necesitan mayor comprensión, sino las Comunidades de menor renta per cápita (Extremadura, Andalucía, Castilla-La Mancha, etc.). Es verdad que el PSC se encuentra en una situación crítica, pero de eso nadie más que ellos tienen la culpa por coquetear con el nacionalismo, y si continúan por ese camino en el futuro no les va a ir mucho mejor. El otro día en las Cortes tuvieron ocasión de constatar lo que pueden esperar de partidos como Esquerra y de energúmenos como Rufián. Es cierto también que el sentimiento secesionista ha aumentado en los últimos años en Cataluña, pero la responsabilidad en buena medida recae también sobre ellos al propiciar y aprobar un estatuto anticonstitucional.

Por otra parte, contrastan los remilgos que ha manifestado el PSC a la hora de abstenerse en la investidura de Rajoy con la total carencia de escrúpulos que mostró en 2010 para abstenerse en la investidura de Artur Mas. Si de corrupción se trata, ningún partido creo que esté a la altura de Convergencia y hay pocas dudas también acerca de que esta formación política se sitúa a la cabeza en cuanto a ideología conservadora se refiere. CiU ha sido el adalid en el Congreso de los Diputados de todos los lobbies económicos. Basta con mirar las actas de sesiones para comprobarlo. Pero el nacionalismo lo tapa todo. Solo eso explica que partidos que se llaman de izquierdas, como Esquerra Republicana y la CUP, no solo estén dispuestos a la abstención sino al voto positivo e incluso a gobernar en coalición con Convergencia o con su actual sucesor, el PNEC. Lo grave es que después se atreven a llamar fascistas y azules al resto.

La votación en la investidura de Rajoy ha dejado al descubierto también otra de las mojigangas arraigadas en nuestro espacio político, la de los independientes. (Ver mi artículo de 5 de mayo) Normalmente son reclutados al margen de todo procedimiento democrático por el líder supremo, que los impone al resto de la organización. Pero con frecuencia se consideran situados en un estrato superior, sin sentirse obligados a ninguna de las servidumbres que pesan sobre los demás diputados o militantes. En esta ocasión ha surgido de manera evidente en la reacción tanto de Margarita Robles como de Zaida Cantera. Ambas fueron impuestas a la organización de Madrid por Pedro Sánchez. Las dos decidieron contravenir el acuerdo del Comité Federal del PSOE (supremo órgano entre congresos) basándose en su responsabilidad y en su compromiso con los ciudadanos que las han elegido. Lo cierto es que los ciudadanos no eligen candidatos sino listas cerradas, pero es que, además, a la ex jueza y a la ex comandante tampoco las designaron los militantes. Solo el dedo de Pedro Sánchez. Una vez dimitido este, lo único digno que les cabía hacer era abandonar el acta de diputado. No deja de ser curioso que hayan argumentado que la decisión tomada por el Comité Federal debería haber sido consultada a las bases.

Los socialistas rebeldes han recurrido a la libertad de conciencia. No parece que la decisión de haberse inclinado o no por la abstención haya tenido mucho que ver con la conciencia; se trata más bien de una medida meramente estratégica, la de permitir gobernar a Rajoy ahora o ir a terceras elecciones, con lo que parece posible que el presidente del PP gobernase finalmente pero con 150 diputados. Manejan un concepto erróneo, el de que la abstención constituye un incumplimiento de las promesas que habían hecho a sus votantes. La imposibilidad de cumplir el programa electoral surge tan solo de haber perdido las elecciones. Solo quien obtiene la mayoría absoluta está en condiciones de poder llevar a cabo la totalidad de sus promesas, e incluso en este caso a menudo dependerá de que las circunstancias lo permitan. En política, cuando no se transforma en épica (ver mi artículo del pasado día 7 de octubre), lo único que está en cuestión es optar por la mejor alternativa de las viables. El PSOE con 85 diputados no puede aspirar a imponer el cien por cien de su programa electoral, solo a influir lo más posible en las medidas que se tomen. Y no es demasiado descabellado pensar que las condiciones para presionar son mejores ahora que lo serían después de unas terceras elecciones. En cualquier caso, acertada o no, la decisión no parece ni de lejos un problema de conciencia, sino exclusivamente un juicio acerca de lo mejor o, quizás, de lo menos malo.

Hay quien en un exceso de celo ha llegado a declarar que ninguna ocasión como esta plantea un problema de conciencia. Se me ocurre un sinfín de decisiones tomadas por los diputados socialistas que podrían haber dado lugar con mayor motivo a una objeción de conciencia, sin que en ningún caso se planteara. Por ejemplo en 1985, con la primera reforma de las pensiones, tan solo Nicolás Redondo y Antón Saracíbar votaron en contra; o con la Ley de Presupuestos de 1989, que provocó la huelga general de 1988, y que causó la dimisión de los sindicalistas anteriores, o cuando se aprobó el Tratado de Maastricht, que se encuentra en el origen de las duras medidas acometidas por Rajoy y Zapatero, o en época más reciente, en 2011, cuando se modificó el artículo 135 de la Constitución, en virtud del cual el Estado social de nuestra Carta Magna se transformaba en el Estado liberal del santo temor al déficit. En ninguno de estos casos los diputados socialistas (excepto los anteriormente citados y Antonio Gutiérrez en la modificación de la Constitucion) objetaron nada en conciencia. La historia es muy antigua como para que ahora se puedan exhibir ciertos remilgos que solo suenan a hipocresía o a sectarismo, tanto más si quien los plantea fue secretaria de Estado en la legislatura 1993-1996, la más oscura de Felipe González.