TRAS LAS ELECCIONES

Se ha convertido en costumbre que todos los partidos políticos, tras las elecciones, oculten de una u otra manera sus derrotas. Sin embargo, recientemente ha surgido una formación política que no solo no disfraza sus descalabros, sino que los magnifica. En las elecciones municipales y autonómicas, Podemos ya mostró su descontento por los resultados obtenidos, aun cuando objetivamente representaban un récord para un partido con un año escaso de vida. Ahora, en estos comicios han vuelto a tomar la misma postura. Han sido los únicos que se han presentado ante la opinión pública como claros perdedores, iniciando incluso un proceso colectivo de autocrítica que parece más bien una flagelación.

Los resultados de Podemos han sido bastante buenos para un partido que cuenta con poco más de dos años de vida; bien es verdad que por debajo de los que obtuvieron el 20 de diciembre y mucho peores de los que les auguraban las encuestas, y a mayor distancia aún de las expectativas que ellos mismos se habían fijado. Las encuestas solo son encuestas, y son muchas las ocasiones en las que han errado, por lo que no es oportuno confiar demasiado en ellas. Y las expectativas, convienen que se basen en hechos reales y no en meros deseos o en una autoestima exagerada. Podemos ha confiado excesivamente en la alianza con IU olvidando que está de sobra demostrado que en política dos más dos no suelen sumar cuatro, tanto más si se trata de un acuerdo tan apresuradamente hecho.

De todos modos, sin esa coalición es muy posible que Podemos hubiera perdido muchos más escaños, tal como les ha ocurrido al PSOE y a Ciudadanos. Razones hay para suponerlo. La defensa del derecho de autodeterminación puede ser rentable en el País Vasco o en Cataluña (en cuanto a los buenos resultados en esta región conviene no olvidar que la CUP no se presentaba), pero puede tener efectos muy negativos en otras muchas Autonomías (véase mi artículo “Podemos y el derecho a decidir”, del 21 de enero pasado). Resulta difícil jugar a todas las barajas. El error cometido por Unidos Podemos ha sido la impaciencia, situar como su único objetivo llegar al gobierno, al creer que solo desde ahí se puede modificar la sociedad, y para ello no han tenido reparo en aglutinar a unos y a otros, pero al precio de diluir el mensaje hasta el extremo de no saberse en qué espacio estaban situados. Afirmaciones como la de que la unidad monetaria no constituye ningún problema o la de poner de ejemplo a Zapatero no han ayudado, por supuesto, a delimitar campos. Desde luego, lo que no tiene ningún sentido es achacar el empeoramiento de los resultados a la negativa de dar un cheque en blanco en la investidura del PSOE en la legislatura pasada.

La política de la transversalidad, aglutinando a todos los descontentos, sean por el motivo que sean, puede ser aceptable cuando se trata de un movimiento social como el 15-M, pero resulta improcedente cuando se aplica a una formación política, aun más si aspira a ser gobierno. La transversalidad se convierte entonces en frivolidad y los electores lo captan, y desconfían. Las encuestas anunciando el sorpasso les han podido jugar una mala pasada, porque muchos ciudadanos estaban dispuestos a votarles para que fuesen efectivos en la oposición, pero no les consideraban maduros para gobernar. Quizás es a eso a lo que se llama “voto del miedo”.

En estos momentos, la entrada de Podemos en el gobierno hubiese sido contraproducente incluso para esa misma formación política. En primer lugar, tendría que haber pactado con el PSOE. Su aproximación al PSOE a lo largo de toda la campaña también ha podido perjudicarles. En segundo lugar, no se puede prescindir del corsé de la Unión Monetaria. Con toda probabilidad, se habría quemado al igual que le está ocurriendo a Syriza en Grecia. Lo más conveniente para Podemos es consolidarse y organizarse en la oposición, definiendo su ideología y su espacio, que hoy están totalmente borrosos, y trazando unos límites claros con respecto al PSOE, lo que no es nada difícil. El mayor peligro que les acecha es la desvertebración, dada su creación rápida y por aluvión.

La Ejecutiva del partido socialista ha reaccionado de forma totalmente diversa. No han llegado a lanzar aquella afirmación de diciembre de que se había hecho historia, pero han intentado ocultar de nuevo la catástrofe electoral, escudándose en el hecho de que no se había producido el sorpasso. Para comprender la magnitud del descalabro de Pedro Sánchez hay que considerar de dónde partía. El 20 de diciembre obtuvo ya los peores resultados de la historia, sin ser capaz de rentabilizar el desgaste que había sufrido el Partido Popular tras la corrupción y una legislatura muy complicada. Había ya motivos suficientes para que aquella misma noche electoral Pedro Sánchez hubiese dimitido. Pero es que el 26 de junio los resultados han sido aún peores, perdiendo cinco escaños, y si el deterioro no ha sido todavía mayor se debe seguramente al patriotismo de siglas que conservan los partidos históricos.

Era del todo previsible que el PSOE iba a pagar en las urnas el espectáculo montado por Pedro Sánchez y el mareo al que este sometió a los ciudadanos en la pasada legislatura, dando la impresión de que lo único que le interesaba era llegar a presidente de Gobierno. Su programa tanto servía para pactar con Ciudadanos como con Podemos, incluso, aunque nunca lo explicitó claramente, con independentistas, puesto que su actitud ante ellos no daba ninguna seguridad de que en el último momento no estuviese dispuesto a dejarse querer. A pesar de los malos resultados obtenidos, el capricho de la aritmética parlamentaria situó al PSOE en el centro de cualquier posible pacto, de manera que los electores han responsabilizado al partido socialista de la repetición de las elecciones.

Las elecciones del 26 de junio han modificado los resultados pero no el papel crucial del PSOE, mal que le pese, para que pueda celebrarse la investidura; ni parece que, por desgracia, tampoco la actitud de bloqueo de su Ejecutiva. Los datos le obligan, al menos por ahora, a reconocer que tiene que ir a la oposición, pero se olvida de que para ello antes hay que permitir la formación de gobierno. Continúa encastillada en su negativa a facilitar -bien sea por activa o por pasiva- la investidura del PP; lo que, de mantenerse el veto, conduciría irremisiblemente a unas terceras elecciones, de las cuales sin duda el PSOE sería el único responsable. Ha vuelto al discurso de que ahora es el tiempo del PP y de que negocie con sus afines ideológicos. De nuevo se marea la perdiz porque a ciencia cierta se sabe que sin la abstención de al menos un diputado de la lista socialista no salen las cuentas. Hay que suponer que entre los afines ideológicos no contará a los independentistas, que desde luego se sienten mucho más cómodos con el PSOE, como muestra la última propuesta realizada por el PSC.

La quiebra del bipartidismo podría tener de bueno al menos librarnos del chantaje permanente que el nacionalismo ha venido practicando en detrimento de todas las demás regiones. Obligar al PP a negociar con el PNV y con Coalición Canaria es retornar a situaciones que creíamos pasadas y conceder al País Vasco más privilegios de los que ya tiene. Por otra parte, habría mucho que matizar sobre las afinidades ideológicas. No creo yo que sea precisamente la ideología la que separa radicalmente al PSOE del PP, sino la mutua ambición de gobierno. Pedro Sánchez no tuvo ningún reparo en unirse con Ciudadanos en ese pacto que Rajoy tituló con cierta ironía “de Guisando”, aun cuando en muchos aspectos Ciudadanos pasa al PP por la derecha.

Ciudadanos también ha intentado disimular su fracaso el 26 de junio. En este caso, aludiendo al sistema electoral. Los defectos de las reglas que este sistema aplica son conocidos desde hace muchos años y hemos sido también muchos los que hemos alertado sobre la necesidad de su reforma. Castiga a los partidos pequeños y tanto más cuanto menor sea el número de votos obtenidos, a no ser que estén concentrados en una o en un número reducido de circunscripciones como en el caso de los nacionalistas. No obstante, con la misma ley electoral en las pasadas elecciones obtuvieron ocho escaños más.

El problema de Ciudadanos ha sido, por una parte, su acercamiento al partido socialista y su participación en un espectáculo que a nada conducía, incrementando aun más su ambigüedad acerca del espacio ideológico que pretende ocupar. Por otra, la misma vacuidad de su discurso, centrado exclusivamente en la denuncia, a veces con cierto fanatismo, de la corrupción de las otras fuerzas políticas, hasta el punto de que parece la única justificación de su existencia, sin que además las medidas que propone para combatirla dejen de ser meras ocurrencias sin consistencia ni efectividad. Al margen de ello, su programa se reduce a unas pocas propuestas poco fundamentadas y con un contenido más conservador que las del PP, tales como la del contrato único, o la del complemento salarial, tan beneficiosa para los empresarios.

El relativo triunfo de Rajoy solo se explica por la poca fiabilidad y seguridad que presentaban los candidatos alternativos. A pesar del enorme castigo sufrido por la sociedad española, la situación actual no es tan grave, al menos para una gran parte de la población, como para lanzarse al riesgo y al aventurerismo. Tal vez podían querer el cambio, pero no a cualquier precio. En el caso de PSOE y Ciudadanos, porque no había ninguna garantía de que el cambio fuese tal, sino más de lo mismo, solo que con menos profesionalidad, con mayor improvisación y bastante superficialidad. Resulta difícil creer en la solidez del discurso de las tres fuerzas que se presentaban como alternativa cuando todas ellas eludieron el tema de la Unión Monetaria que, se quiera o no, constituye un corsé enormemente fuerte para cualquier acción de gobierno. PSOE y Ciudadanos, porque la defienden ardientemente, pero prescinden de ella a la hora de hacer promesas, y Unidos Podemos porque sospechaban que encarar ese debate podía restarles votos.

Es de suponer que tanto el PSOE como Ciudadanos salgan de su torre de cristal, dejen la escena y faciliten la investidura, si no quieren ir a unas terceras elecciones que serían letales para ambas formaciones. Es comprensible que el PSOE se oponga a la gran coalición, lo que implicaría dejar la oposición en manos de Unidos Podemos, pero cosa muy distinta es la abstención en la sesión de investidura. Es claro que tanto el partido socialista como Ciudadanos pueden imponer condiciones, desde luego de forma muy distinta si se implican en el gobierno o si se comprometen a la abstención; pero en cualquier caso siendo conscientes del número de diputados de que disponen, y de que ellos están tan necesitados de que se forme gobierno como el PP.