TAXONOMÍA EUROPEA

Hoy son ya pocos los que dudan de los muchos quebrantos y sufrimientos a los que se ha sometido desde 2008 a las sociedades europeas, especialmente a las del Sur. Pero ahí termina la coincidencia, porque ante esta situación los discursos son muy diversos.

Algunos, a los que podríamos denominar ortodoxos, contemplan este periodo como una especie de paréntesis maléfico provocado por un cataclismo en la economía internacional al que califican de Gran Recesión y al que otorgan la condición de fenómeno cuasi natural, o al menos sometido a las fuerzas del destino, del que nadie es responsable y de serlo lo serían los ciudadanos y los Estados que han querido vivir por encima de sus posibilidades. Del bucle letal, según ellos, se sale mediante lo que han llamado políticas de austeridad, a las que se han aplicado con ahínco durante todos estos años. Austeridad que se encargan de repartir de manera muy desigual, puesto que afecta principalmente a las clases bajas, mediante la desregulación del mercado laboral, la disminución de salarios y el recorte del gasto público, y únicamente en situaciones extremas se cede a la necesidad de elevar los impuestos.

A los ortodoxos, a su vez, podemos subdividirlos en dos clases, los moderados optimistas y los dogmáticos radicales. Los primeros consideran, ante cualquier mejoría provisional, que se ha retornado al punto de partida. Creen que la reconstitución parcial de los datos macroeconómicos representa también la solución de los problemas de millones de familias que se han visto fuertemente dañadas y que difícilmente van a recuperar su situación económica anterior, pero es que, además, olvidan que los desequilibrios y los peligros subsisten, y que las dificultades y la crisis económica pueden retornar en cualquier momento. En algunos casos reconocen incluso que se ha llevado demasiado lejos la política de la austeridad.

Los dogmáticos radicales en cierta forma son más pragmaticos. Para ellos siempre hay riesgos que justifiquen las políticas de ajuste. Sean cuales sean las circunstancias, su consigna es la misma: más madera, Representación destacada de esta forma de pensar en nuestro país la encarna el ex presidente Aznar y su círculo de confianza, por otra parte cada vez más pequeño. La semana pasada en el foro de economistas de CaixaForum reprendió a su sucesor, aunque sin nombrarlo, por lo que considera relajamiento de la única línea política correcta, la de los recortes y las reformas, reformas todas encaminadas, por supuesto, en la misma dirección. Aznar parece que puso como ejemplo sus ocho años floridos de gobierno. Y afirmó que todo país cuya deuda alcance el 100% de su PIB se adentra en una espiral de problemas.

En esta última afirmación podría tener razón, siempre y cuando la hubiera matizado, lo cual sería extraño en Aznar ya que no es un economista, sino más bien un ideólogo; porque la cuestión no está tanto en la deuda pública como en la deuda exterior, sea pública o privada. Por eso Italia ha podido soportar durante muchos años, con anterioridad a la creación del euro, un porcentaje de deuda pública superior al 100%, ya que en su mayor parte era interior, estaba en manos nacionales; y por esa razón también el problema de España se generó hace ya mucho tiempo, precisamente en los años de los Gobiernos de Aznar, en los que se consintió un fuerte endeudamiento exterior privado, orientado principalmente al ladrillo, que se transformó más tarde en público. El crecimiento del que Aznar se siente tan orgulloso fue a crédito, crédito que ahora debemos pagar todos. A Aznar, como a Zapatero, tampoco le habló nunca nadie del endeudamiento privado (véase mi artículo del 4-12-2015).

Aznar introdujo a España en la Unión Monetaria, origen de todas las dificultades actuales, porque el endeudamiento exterior se hace mucho mas grave e hipoteca a una economía cuando se realiza en una moneda que no controla. Además, la minoración que los Gobiernos de Aznar realizaron del stock de deuda pública fue a costa de privatizar las grandes empresas, de manera que si bien se libraba al Estado de pasivos, también se le privaba de importantes activos, activos que proporcionaban al sector público pingües ingresos. Por otra parte, las reformas fiscales llevadas a cabo por sus Gobiernos, junto con las acometidas por los de Rodríguez Zapatero, deterioraron gravemente la capacidad recaudatoria de la Hacienda Pública, situación que si bien la burbuja del ladrillo se encargó de ocultar a corto plazo, se hizo presente con toda su virulencia en cuanto asomaron los primeros síntomas de la crisis.

Pero retornando al tema que nos ocupa y continuando con la taxonomía en la respuesta que se da a la grave situación actual por la que atraviesa la economía de muchos países de Europa nos encontramos a los que podríamos denominar críticos o “los del cambio”. Consideran que la raíz del problema se encuentra en que la mayoría de los países europeos han estado gobernados por la derecha y por partidos conservadores, que han impuesto una estrategia nefasta basada en la política de la austeridad que no solo ha originado tremendos daños sociales, sino que ha estrangulado el crecimiento. En épocas recientes, antes de que el BCE actuase con firmeza en los mercados, se responsabilizaba también a esta entidad, reprochando su pasividad y falta de compromiso con una política expansiva imprescindible para el crecimiento. La solución para este grupo está asociada a un cambio de signo político de las mayorías gobernantes.

Hay que reconocer la parte de verdad que tiene este discurso, aunque no deja de resultar ingenuo, porque la cuestión radica en saber si, dados los parámetros con los que se ha construido la Unión Monetaria y el contenido de los Tratados, resulta posible, sean de uno u otro signo los que se sienten en el Consejo de Ministros, aplicar otra política. Eso explica que partidos que mantienen una fuerte crítica cuando están en la oposición terminan haciendo la misma política cuando llegan al poder. Véase, por ejemplo, el caso de Rodríguez Zapatero en España, de Hollande en Francia, de Antonio Costa en Portugal y hasta de Tsipras en Grecia. Los Gobiernos son totalmente impotentes para condicionar la política del BCE, lo que no sucede a la inversa. De hecho, esta entidad no se ha decidido a actuar hasta después de disciplinar a los países deudores y cuando el euro se encontraba en grave riesgo de saltar por los aires.

Por otra parte, la política monetaria resulta muy eficaz a la hora de estrangular el crecimiento, pero tiene graves limitaciones cuando se trata de estimularlo. “Se puede llevar el caballo al abrevadero pero no se le puede obligar a que beba”. Es posible inundar el mercado de dinero, pero no resulta factible forzar a los empresarios privados para que inviertan. Esta premisa debería tenerla también muy en cuenta José María Aznar cuando aconseja menos gasto público y más inversión privada. Para surtir efecto la política monetaria precisa de una política fiscal expansiva, tal como se ha dado en EE. UU., y que se muestra inviable en Europa, ya que los países deudores no pueden y los acreedores no quieren, y no hay nada en los Tratados que les obligue.

Dentro de los que hemos llamado “los del cambio” existe una variedad a los que podríamos denominar los pangermánicos, ya que piensan que los causantes de todos los males se sitúan en Alemania y en sus países satélites. No les falta razón, puesto que la Unión Monetaria se ha construido según el modelo impuesto por el país germánico, y así se ha plasmado en los Tratados, con lo que el resto de los Gobiernos están atados de pies y manos. Ahí se encuentra la explicación de que todos los ajustes tengan que recaer sobre las economías deudoras y en ningún caso sobre las acreedoras. Los países de Sur se han visto sometidos a fuertes políticas de deflación competitiva que han arruinado a buena parte de sus poblaciones, mientras que Alemania y Holanda continúan incrementando su superávit en balanza por cuenta corriente, que alcanza ya la escalofriante cifra del 8% y del 9% del PIB respectivamente, factor de desestabilización no solo de la Eurozona, sino de la economía internacional.

¿Pero tiene la culpa Alemania de todo ello? Al menos habría que convenir en que no en exclusiva. Lo que ha hecho Alemania en todo momento ha sido defender e imponer lo que consideraba mejor para los intereses de su economía. Quizás de lo único que se la puede acusar es de cortedad de miras y de no querer ver que la situación a largo plazo es insostenible. Pero mayor responsabilidad, creo yo, recae sobre los gobernantes de uno u otro signo de todos los demás estados, que aceptaron un juego tan peligroso y que ratificaron unos Tratados que introducían a las economías de sus países en una trampa de difícil salida. Es por eso por lo que resulta tan irritante ver a esos mismos gobernantes, llámense Aznar o Felipe González, salir dando lecciones tras el embrollo en el que nos han metido.

Desde las posiciones críticas se suele manifestar que lo que se precisa es más Europa. Frase bonita pero vacía de contenido. Europa está a años luz de constituirse como un Estado, ni siquiera federal. Los países ricos como Alemania nunca permitirán la creación de aquellas estructuras necesarias para que una unión monetaria funcione. La unión política conllevaría democratizar el poder y trasladarlo de Alemania, que ahora lo detenta, a todos los ciudadanos, y la integración fiscal implicaría la transferencia de enormes recursos económicos de los países más ricos a los menos favorecidos. Es comprensible que Alemania y demás naciones del Norte se opongan. Pero, por esa misma razón, los mandatarios de los países del Sur nunca deberían haber consentido la creación de la moneda única.

Hay también quien afirma que la solución para la Eurozona viene ligada a la salida de Alemania. Sin duda, supondría un alivio a corto plazo, pero me temo que los desequilibrios y los choques asimétricos, antes o después, volverían a presentarse en los países que permaneciesen en la Eurozona. Y, una vez más, aquellos países que fuesen deficitarios en sus cuentas exteriores, al no poder devaluar, tendrían que trasladar el ajuste a la economía real, con paro y deflación competitiva, reducción de salarios y ajustes presupuestarios.

El quid de la cuestión radica en que una unión monetaria no es concebible sin una unión fiscal y política, tanto más si se realiza en un régimen de libre circulación de capitales. Los partidos socialdemócratas y en general todas las fuerzas progresistas tendrían que haber pensado en ello antes de dar su aquiescencia a los Tratados y deberían haber sido conscientes de que con su aprobación condenaban irremisiblemente no solo la realización de una política de izquierdas, sino el Estado Social y la propia democ